SUMARIO Nº1
FMI: historia de una entrega
7 piezas sueltas del rompecabezas mundial. EZLN
Tangos que fueron prohibidos por las Dictaduras Militares en Argentina
ENTREVISTA A NORMAN MAILER: "En EE.UU. se vive un clima pretotalitario"
"La inseguridad la sufren los pobres". Entrevista a Christopher E. Stone
Fin de siglo, crisis y salud mental en "nuestra América"
Citas de Groucho Marx
Estados Unidos, hoy
El sometimiento enferma.
Poesía
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ENTREVISTA A NORMAN MAILER

"En EE.UU. se vive un clima pretotalitario"

Publicado en diario Clarín, 15 de setiembre de 2002

— ¿Dónde estaba cuando se estrelló el primer avión contra las torres gemelas?

—En mi casa en Provincetown, Massachusetts. Recuerdo que recibí una llamada de alguien que me decía que encendiera el televisor. Mientras miraba las imágenes llamé a mi hija Maggie, que estaba en un departamento que tengo en Brooklyn Heights. Desde ahí, ella había podido ver el primer ataque y estaba terriblemente conmocionada. Después, mientras estaba en el teléfono, se estrelló el segundo avión. Fue un shock terrible. Porque lo que la televisión siempre nos dice es que, en el fondo, lo que nos muestra no es real. Los acontecimientos más aterradores tienen un toque de irrealidad cuando aparecen en la pantalla chica. Es por eso que podemos ver de todo por televisión.

Hay excepciones, claro, como cuando se estrelló el segundo avión o cuando se desmoronaron las torres. Esos hechos, de golpe, se vuelven reales porque se rompe la capa de aislamiento que la televisión pone entre nosotros y el horror. De todas maneras, recién varios días después tuve una sensación real del impacto de lo que había sucedido el 11 de setiembre. A casi 500 kilómetros de Manhattan, lo poco que queda de periodista en mi sangre me hizo sentir nostalgia y pensé "Cómo me gustaría estar en Nueva York". Pero tenía sentimientos encontrados. Había muerto mucha gente y Nueva York estaba herida, pero no podía sentir pena por las torres gemelas. El horizonte del sur de Manhattan se asemejaba a los picos de los Alpes hasta que aparecieron esos dos dientes gigantescos en la punta de la isla.

—¿Cuál fue, para usted, el efecto inicial del 11 de setiembre en Estados Unidos?

—Todos los que vivían en Manhattan sufrieron una crisis de identidad increíble, que luego se fue propagando en círculos hasta que afectó a todo el país. Desde la Segunda Guerra Mundial, siempre existió esa idea tácita de que los norteamericanos somos inexpugnables, de que EE.UU. se podía ocupar de todo. Y, de repente, el símbolo monumental del capitalismo estadounidense, el World Trade Center, no existía más. Todo esto sumado al ataque al Pentágono. En total, habían muerto más de 3.000 personas y esos acontecimientos se tradujeron en una crisis de identidad. Yo sufrí mi propia crisis de identidad, cuando pasé de ser un joven desconocido de Brooklyn a convertirme en una celebridad, de la noche a la mañana. No estaba preparado. Fue como si hubiera alguien llamado Norman Mailer, pero para conocerlo la gente tenía que conocerme a mí primero. Ese es la dimensión de una crisis de identidad individual. Imagínese multiplicada por millones.

—¿Por qué el atentado de 1993 a las torres gemelas tuvo tan poco efecto, mientras que el 11 de setiembre fue tan devastador en la psiquis norteamericana?

—En 1993 hubo una relativa indiferencia ante el ataque a las torres gemelas, básicamente porque sólo había afectado a Nueva York. Fuera de Nueva York, la sensación generalizada tal vez fue: "Bueno, Nueva York es una ciudad fea y bestial y probablemente se lo merezca". Además, los terroristas que pusieron la bomba fueron atrapados y, si bien murió mucha gente, no fue una catástrofe. El ataque del 11 de setiembre, en cambio, tuvo otras proporciones. Todo el país vio cómo se caían las torres, cómo los cuerpos volaban por el aire. Es más, los terroristas se habían salido con la suya: habían elegido morir en el ataque. Eso también fue demoledor.

Pero, después del 11 de setiembre, hubo otros shocks que cambiaron la idea que teníamos de nosotros mismos. Por ejemplo, enterarse de que las corporaciones más poderosas habían construido sus fortunas en base a mentiras. O lo que pasó con la Iglesia Católica y la pedofilia. La iglesia ya no será la misma en EE.UU.. Pienso en mis amigos curas y lo difícil que debe de ser para ellos caminar por la calle y saber que la mitad de la gente que los mira se pregunta: "¿Alguna vez le habrá hecho algo a un chico?". No es fácil. La reacción norteamericana a todo esto fue demasiado humana. Es decir, tenemos que proteger lo que corremos el peligro de perder. Y esa reacción, en mi opinión, justifica la enorme popularidad del presidente Bush a un año de los ataques.

Hoy nos enfrentamos a la difícil tarea de convivir con un presidente que no fue electo por la mayoría y que da pruebas todo el tiempo de ser incapaz de dar una respuesta que le lleve más de 10 segundos. Lo que lo salva es que cambia de opinión todas las semanas. Es como si en algún momento de la vida, Bush hubiera decidido que, para dirigirse a la mayoría de los norteamericanos, no hay que razonar sino apretar los botones correctos. Normalmente, un presidente como él sería un hazmerreír.

—¿Y no lo es?

—No. Los norteamericanos se preguntan: ¿por qué nos odian? Nuestra complacencia está debilitada y ya no estamos seguros de que EE.UU. sea el país más grande que haya existido. Estamos desgarrados. Cada vez que algo hace suponer que EE.UU. no va por el buen camino, la angustia se apodera de la gente. Es por eso que los ciudadanos se unieron en torno a Bush. El hecho de que no hubiera sido electo por la mayoría se volvió exactamente su fortaleza. Después del 11 de setiembre, la nueva mayoría no pudo contemplar el hecho de que tal vez Bush no debería ni siquiera estar en la Casa Blanca. Ahora había que salvar al país. Los norteamericanos habíamos despertado al horror de saber que nos odian tanto que hay gente capaz no sólo de destruirnos sino también de inmolarse.

Todo norteamericano tiene que preguntarse: "¿Estoy dispuesto a morir por mis ideas?" Hay muchos militares que sí. Pero, ¿para qué? ¿Para matar a algunos afganos, sin saber con seguridad quiénes son los buenos y quiénes son los malos? Eso no ayuda a la crisis de identidad.

—El presidente Bush define el mundo como blanco o negro, bueno o malo. O están con nosotros en la guerra contra el terrorismo o están con los terroristas que nos odian. Y Bush dice que la razón por la que nos odian es porque son malos.

—Esa es la respuesta de 10 segundos. Puede usar la palabra "malos" 15 veces en 3 minutos. Pero la maldad es un elemento excepcional en las cuestiones humanas. La maldad —nos guste o no— es inmensamente interesante. Y esquiva. No es trivial.

—Pero eso no explica por qué nos odian tanto.

—Obviamente, en algún punto es envidia. Algunas emociones humanas son simples. También nos odian por razones más profundas. El capitalismo corporativo tiene el hábito de adueñarse de gran parte de las economías de otros países. Muchas veces estamos muy cerca de convertirnos en bárbaros culturales. Lo que aumenta el odio es cuántas veces triunfamos en estas invasiones comerciales. Una vez, en una charla en Moscú, un estudiante de la universidad estatal me preguntó: "¿Hay algo en nuestra economía que se compare con la norteamericana?" Yo le respondí: "Sí, los McDonald''s rusos son mejores que los nuestros". Les encantó. Había algo en lo que eran mejores que nosotros. Los jóvenes en Moscú ven con buenos ojos la cultura corporativa norteamericana.

Después está el resto de la gente en Rusia que odia la idea misma de que no sólo EE.UU. los llevó a la ruina, no sólo el comunismo traicionó a muchos de los que creían en él, sino que están siendo invadidos culturalmente por esta gente con ideas mercantilistas sobre la comida. Y peor aun, a los jóvenes les gusta. Así que el odio hacia EE.UU. se intensifica.

Ahora bien, pensemos en la invasión cultural occidental en las sociedades musulmanas. Su reacción es que la tecnología moderna y el capitalismo corporativo amenazan el Islam, que todo lo norteamericano va a destruir la base del Islam.

El odio que sienten los musulmanes hacia nosotros se basa en el miedo de perder a su gente en manos de los valores occidentales. Tal vez la mitad de la gente en los países musulmanes quiere liberarse del Islam. Y entonces quienes defienden la antigua religión se vuelven extremos. En el Islam, ningún musulmán tiene derecho a considerarse superior a otro musulmán. Lo que sucede en la realidad es que son sociedades opresivas gobernadas para los ricos, donde los pobres cada vez tienen menos. En muchas sociedades musulmanas, hay tremendas desigualdades económicas y muchos tiranos en el poder.

No se puede entender al Islam si no se reconoce que los musulmanes devotos sienten que están en una relación directa con Dios. Su cultura islámica es la experiencia más importante de su vida y su cultura está siendo infiltrada. Sienten la misma furia hacia nosotros que sentiría un buen católico si se realizara una misa negra en su iglesia.

No hay una solución rápida. Me atrevería a decir que ésta es una guerra entre quienes creen que el avance de la tecnología es la mejor solución para los males de la humanidad y quienes piensan que nos apartamos del sendero correcto hace un siglo, dos siglos, cinco siglos y que, desde entonces, vamos en la dirección equivocada. Que el objetivo de los seres humanos en la tierra no es obtener más y más poder tecnológico, sino depurar el alma. Esta es la profunda división que existe hoy incluso entre muchos norteamericanos: ¿en qué me beneficia ganar todo el mundo si pierdo mi alma?

En EE.UU. se viene produciendo un proceso curioso desde hace años. Se lo podría definir como un embrutecimiento de los norteamericanos. El país se está volviendo cada año más tosco. Hoy nos piden que reemplacemos el placer por el poder. La tecnología nos dice: "De ahora en más, vamos a tener mucho menos placer, pero mucho más poder". Ese es el credo de la tecnología. Cuando uno trabaja en un contexto tecnológico, lo que tiene debajo de los dedos es plástico. El objetivo de la sociedad tecnológica, en definitiva, es que todo sea de plástico: las maderas, las flores, hasta la comida si es posible.

—Muchos europeos y otros críticos sugirieron que la política exterior norteamericana fue la causa del 11 de setiembre. Dicen que nuestra política exterior le negó la esperanza a otras nacionalidades y, por lo tanto, las convirtió en nuestros enemigos. Este tipo de crítica enfurece a muchos norteamericanos. ¿Somos cómplices, de alguna manera, de las causas de ese odio? ¿Cuál es la solución?

—Como muchos norteamericanos, usted piensa que tiene que haber un remedio para todo. Y, tal vez, haya problemas insolubles. Realmente me pregunto si la humanidad va a llegar al final de este siglo. El mundo tal como lo conocemos y la civilización podrían dejar de existir en 100 años. Antes teníamos miedo a la bomba nuclear. Hoy, en cambio, los peligros son otros. La destrucción puede ser de a poco. La indiferencia ante el calentamiento global es un ejemplo muy pequeño del tipo de egocentrismo de muchos de los grupos de poder que existen hoy en el mundo. Ellos deben de pensar: ''¿Por qué debemos cargar con la responsabilidad de los demás? Después de todo, no es seguro que el calentamiento global sea culpa nuestra. ¿Por qué convertirse en el chivo expiatorio, entonces?''. Así hablan los empresarios del mundo del petróleo.

Otro ejemplo modesto es la prolongación de la vida. ¿Quiénes van a ser los beneficiarios? Sólo los ricos, los que nunca ganan lo suficiente como para sentirse satisfechos, serán los que podrán pagar estos procedimientos. Eso significa que estamos predestinados al fracaso. Porque todos conocemos bien a los más ricos y los más poderosos. Conocemos sus terribles defectos. Imagínese prolongarles la vida...

—Claramente, el símbolo extremo de ese futuro tecnológico es Estados Unidos.

—Cuando sugerimos que estos actos de terror, como el 11 de setiembre, son culpa de EE.UU., nos olvidamos de hacer una distinción. Estamos suponiendo que es culpa de los norteamericanos. Estamos suponiendo, implícitamente, que todos nosotros tenemos el poder de cambiar a EE.UU.. Y no es así. Somos una democracia que perdió muchos de los elementos esenciales. Nadie nunca dijo que una democracia debe ser un lugar donde la gente más rica en el país gana 1.000 veces más que la gente más pobre. Cuando el hombre más rico gana 10 veces más, incluso 50 veces más, se puede decir que estamos frente a una sociedad razonablemente decente. Pero cuando la diferencia es de 1.000 a 1, algo atroz está sucediendo. La gente que experimenta este malestar probablemente represente las dos terceras partes del país, pero no quiere pensar en ello porque no puede hacer absolutamente nada. Nosotros no controlamos a nuestro país. Yo no odio a los norteamericanos, no odio los conceptos fundamentales de EE.UU.: odio el poder corporativo que hoy gobierna a nuestro país. La idea de que tenemos una democracia activa que controla nuestro destino es mentira. ¿Alguna vez pude votar sobre si construir o no edificios tan altos? No. ¿Alguna vez pude decir que no me gusta la comida congelada? No. ¿Alguna vez pude decir que quiero que los aviones tengan la mitad de asientos? Nunca nadie puede tomar decisiones sobre las cosas que realmente importan en términos de la vida cotidiana. Sólo una pequeña fracción de EE.UU. logra participar. Vivimos en una sociedad tecnológica por la que nunca votamos.

—Desde los acontecimientos del 11 de setiembre, los europeos se han estado quejando del unilateralismo norteamericano, de que Estados Unidos no los consulta, de que actúa como una potencia imperialista. ¿Es así?

—Sí, hay una buena dosis de verdad en todo eso.

—¿No se puede hacer ninguna defensa patriótica?

—El 4 de julio hubo un pequeño desfile en Provincetown. Un tipo agradable, de buen aspecto se me acercó, sonrió e intentó entregarme una pequeña bandera norteamericana. Yo lo miré y sacudí la cabeza. Y él siguió caminando. No fue un episodio importante. Se acercó con una sonrisa tímida y se alejó con una sonrisa tímida. Pero después yo me enfurecí conmigo mismo por no haberle dicho: ''No es necesario hacer flamear una bandera para ser patriota'', porque lo que me preocupa terriblemente es el tipo de patriotismo que actualmente se respira en EE.UU.. Es una medida de nuestra ansiedad.

Tomemos, en cambio, el caso de los británicos. Los británicos sienten un amor por su país que es muy profundo. Pueden criticarlo y denigrar a los incapaces que lo gobiernan, pero, en el fondo, es su país. Su patriotismo es profundo.

En EE.UU. es como si jugáramos al juego de las sillas. Ojo con que no te agarren sin una bandera, porque te quedás afuera del juego. ¿Para qué tanta reafirmación constante? No necesitamos un patriotismo compulsivo, autocomplaciente. Es repugnante. Cuando uno tiene un gran país, es su obligación ser crítico para que pueda ser aun más grande. Pero, desde un punto de vista cultural y emocional, cada vez nos volvemos más toscos, arrogantes y presumidos. No sólo no percibimos la belleza de la democracia, tampoco sus peligros.

El hecho de que hayamos sido una gran democracia no significa que sigamos siéndolo. La democracia es esencial. Cambia todo el tiempo. No hay que darla por sentada. Siempre está en peligro. Todos sabemos con qué facilidad uno puede pasar de ser una persona relativamente buena a convertirse en una persona mala. Ese es el peligro. Es por eso que detesto este patriotismo absolutamente promiscuo. ¿Basta con agitar una bandera para volverse una buena persona? Qué asco.

Lo que, para la mayoría de los norteamericanos, parece poner en peligro la democracia no es el patriotismo coercitivo o la tiranía tecnológica, sino el flagelo del terrorismo.

—Yo odio al terrorismo. Lo detesto. Y como creo en la reencarnación, pienso que el carácter de nuestra propia muerte es tremendamente importante. A uno le gustaría poder enfrentarse a su propia muerte con cierta seriedad. Para mí, es horrible morir asesinado sin previo aviso, porque uno no se puede preparar para su futura existencia.

Cuando pienso en las 3.000 personas que murieron en los ataques a las torres gemelas, no son los buenos padres, las buenas madres, las buenas hijas, los buenos hermanos, los buenos maridos o hijos, los que me dan más pena. Más tristeza me dan aquellos que venían de familias menos felices. Cuando muere un miembro de una buena familia, hay una ternura y una pena que pueden devolverle la vida a quienes lo sobrevivieron. Pero cuando el que muere es alguien medio querido y medio odiado por su propia familia, cuyos hijos, por ejemplo, intentan infructuosamente acercarse a ese hombre o a esa mujer, entonces el efecto posterior se vuelve obsesivo. El terrorismo afecta más profundamente a las familias menos exitosas. Porque existe ese terrible pesar de que no se puede hablar con un padre muerto, o con el hijo muerto, o con el marido muerto, que uno ya no puede componer las cosas. Uno lo planeaba, lo anhelaba y ahora la oportunidad se perdió para siempre. Todo se vuelve una obsesión.

—¿Para usted los terroristas son malos?

—Ser malo consiste en ser consciente del daño irreparable que se hace y seguir adelante de todas maneras. En ese sentido, el terrorismo es malo. Sin embargo, vale la pena intentar entender el terrorismo en el contexto en el que lo ven los terroristas. Ellos piensan que están enfrentando al pulpo que quiere destruir su mundo. Aunque, con esto, los terroristas violen todas las reglas del Islam. Los terroristas, por ejemplo, pueden ser drogadictos o beber mucho, pero piensan que, al final, van a encontrar la redención a través de la inmolación. Ese terrorista es una astilla en el naufragio espiritual del mundo. Después de todo, en EE.UU. hay mucha gente en la derecha que anda por ahí diciendo: ''Matemos a todos los musulmanes, simplifiquemos el mundo'' ¿Usted cree que el Islam es el dueño del terrorismo?

—¿Nos enfrentamos a una guerra de civilizaciones entre un culto islámico de la muerte...

—Espere un minuto. ¿Culto de la muerte? Eso es ir demasiado lejos. Por cada musulmán que cree en el culto de la muerte, hay miles que no. La gente que está dispuesta a sacrificar su vida conforma un grupo muy especial. No hace falta que sean muchos.

—Pero millones de personas los vitorean en las calles...

—Ah, sí, es fácil vitorear. Yo puedo vitorear a los atletas que ganan aunque no los conozca. Estoy vitoreando una idea. Eso es una cosa. Y otra muy distinta es derramar la sangre propia. La diferencia entre ambas es abismal.

Estoy seguro de que los musulmanes tienen tantos hijos de puta y estúpidos como nosotros. Probablemente tengan más, ya que tienen peores condiciones de vida y viven sometidos a una mayor tensión. Los musulmanes también sienten una vergüenza muy fuerte, porque eran una civilización superior en el año 1.200, 1.300, la cultura más avanzada de ese momento, y ahora quedaron rezagados. Experimentan una profunda sensación de fracaso.

Nosotros en Occidente tenemos el hábito de buscar soluciones. Parte del espíritu tecnológico consiste en suponer que siempre hay una solución para un problema, o algo que se le parezca. Quizás esta vez no haya solución. Este puede ser el comienzo de un cáncer internacional que no podemos curar. ¿Qué hay en la mente de una célula cancerígena? Es probable que el deseo básico sea el de matar la mayor cantidad posible de células e invadir la mayor cantidad posible de organismos. En otras palabras, sería como pensar que cuanta más gente logren matar los terroristas, más felices van a estar. ¿Acaso Harry Truman se estremeció en su cama al pensar en las 100.000 personas que murieron en Hiroshima y las otras 100.000 que murieron en Nagasaki dos días después? ¿O estaba orgulloso de haber ganado la guerra?

—¿Por qué los británicos respondieron inmediatamente con tanta generosidad a la vulnerabilidad norteamericana después del 11 de setiembre cuando otros aliados, como los franceses, fueron menos demostrativos?

—Mis respuestas pueden ser superficiales. Una es que los británicos convivieron más cerca y durante más tiempo con el terrorismo que los franceses. Francia sufrió a los terroristas durante los años de la guerra argelina, pero los británicos experimentaron una situación mucho más difícil con Palestina. De hecho, las raíces de un resurgimiento de cierto grado de antisemitismo en Gran Bretaña puede remontarse a cuando terroristas judíos mataban a los soldados británicos a comienzos de los años 50. Y después están los problemas de larga data en Irlanda del Norte. El resentimiento frente al terrorismo irlandés muchas veces se volvió muy intenso. Recuerdo el sentimiento de los ingleses contra los católicos irlandeses en Londres hace unos años. Era muy fuerte. Otro elemento, por supuesto, es el lenguaje en común que compartimos. Ese es un vínculo profundo.

—Lo que yo también percibo sobre los ingleses es que tienen un sentimiento hacia nosotros casi familiar. Cuando el mundo exterior nos ataca, no se unen al resto del mundo para hacer lo mismo.

—Bueno, hay un vínculo final. No olvidemos que, si las cosas se pusieran realmente mal, los dos países tal vez terminarían uniéndose. Es muy interesante.

—Entre las consecuencias desdichadas del 11 de setiembre está la detención ilegal, sin acceso a ningún tipo de asesoramiento, de miles de sospechosos en EE.UU.y el encarcelamiento de los "combatientes enemigos". Más importante aun, y sin ningún antecedente histórico, es la creación de una burocracia policial y de seguridad unificada a nivel nacional, el nuevo Departamento de Seguridad Interior, liderado por un secretario de gabinete, un mecanismo de control a través del cual un hombre, en teoría, puede controlar a todo el país. Esta consolidación del poder policial, con un presupuesto de más de 30.000 millones de dólares y unos 170.000 empleados, fue creado sin ningún debate político real. ¿Qué implican estas medidas posteriores al 11 de setiembre para el futuro de nuestra democracia?

—Por este sentimiento intenso que tengo sobre la fragilidad de la democracia, durante años estuve prediciendo un tipo u otro de totalitarismo en EE.UU.. Y todas las veces me equivoqué. Si me pusiera a revisar viejas entrevistas, me sentiría muy incómodo. Hace unos 10 años, recuerdo haber dicho que era más feliz en ese momento que antes porque, por mi naturaleza profundamente pesimista y el hecho de que muchas veces me hubiera equivocado, las cosas me habían resultado más fáciles a lo largo de los años. Sin embargo, aquí estoy preocupado otra vez. Se habla de condiciones precancerígenas en los organismos y yo pienso que en EE.UU. estamos viviendo una situación pretotalitaria. Espero que salgamos del paso, a pesar de la seguridad interna, si es que no hay desastres de gran envergadura. Hay fuerzas prodemocráticas en EE.UU. que se hacen sentir cuando uno menos se lo espera.

Pero la situación es seria. Si sufrimos una depresión o entramos en tiempos económicos desesperados, no sé qué es lo que va a mantener al país unido. Hay demasiada furia, demasiada vanidad quebrantada, demasiado shock, demasiada crisis de identidad. Y, lo peor de todo, demasiado patriotismo. El patriotismo en un país que está en crisis tiene una tendencia lógica a volverse fascista, de la misma manera que demasiado sentimentalismo torna menos creíble la compasión. El fascismo en EE.UU. no va a venir de la mano de un partido. Ni con uniforme. Pero habrá un recorte de las libertades. La seguridad interna puso en marcha la maquinaria. La gente que dirige el país, en mi opinión, simplemente no tiene ni el carácter ni la sabiduría como para defender el concepto de libertad si las cosas se complican mucho. Me estoy refiriendo a horrores como bombas sucias, ataques terroristas en gran escala, enfermedades virulentas. La idea de que quienes defiendan nuestra libertad sean aquellas personas que trabajan en la agencias de seguridad es cuanto menos curiosa.

Cualquier cosa mala para ellos es muy mala. Así que van a hacer lo imposible por restringir la libertad de la gente en situaciones críticas. En el análisis final, la democracia es la antítesis de la seguridad. Los norteamericanos tienen que estar dispuestos a decir, en determinado momento, que ciertos ataques terroristas no los van a hacer entrar en pánico, que la libertad es más importante para ellos que la seguridad.

Supongamos que una pequeña bomba en una esquina de alguna ciudad de EE.UU. mata a 10 personas. Lo primero que hay que entender es que hay 280 millones de norteamericanos. De modo que existe una posibilidad en 28 millones de que vayamos a ser una de esas personas. Utilizando este tipo de cálculo desalmado, las 3.000 muertes en las torres gemelas significaron, aproximadamente, una muerte cada 90.000 norteamericanos. Las posibilidades que tenemos de morir al volante son 1 en 7.000 por año. Y parecemos perfectamente dispuestos a tolerar las estadísticas automovilísticas.

—Lo que usted está diciendo implica que hay un nivel tolerable de terror y que tenemos que aceptarlo.

—Me temo que sí. Hay un nivel tolerable de terror. Despojémonos de la idea de que tenemos que eliminar todo el terror. Veamos lo que pasa en Israel. Hasta donde yo sé, los israelíes no huyen de su país en masa. Aprendieron a vivir con la ansiedad y sus números, per capita, son mucho peores que los nuestros.

Lo que me asustó, y mucho, fue una encuesta reciente que indicaba que la mitad de la gente en EE.UU. está dispuesta a aceptar un cierto recorte de sus libertades a cambio de más seguridad. Si, a esta altura, el 50 por ciento de la gente está dispuesta a resignar parte de sus libertades a cambio de más seguridad entonces, ¿qué va a pasar si sucede algo verdaderamente terrible? Antes creíamos que los norteamericanos éramos individuos libres, pero este concepto sufrió una erosión en los últimos 10 años por demasiada codicia bursátil. Marx y Jesucristo se unen en una noción fundamental: el dinero se impone a todos los demás valores. Esos 10 años le hicieron mucho daño al país que hoy no es un lugar tan agradable.

—¿Se refiere a los años de Bill Clinton?

—Sí. Bueno, usted sabe que no soy un defensor empedernido de Bill Clinton. De hecho, una de las cosas que siempre me parecieron menos atractivas de Tony Blair fue su actitud aduladora hacia Clinton. Si uno quiere un buen hermano mayor, no hay que buscarlo a Bill. En cambio, si uno quiere un hermano mayor muy atractivo, emocionante, inmensamente egoísta, entonces sí hay que buscarlo a él.

—El Departamento de Seguridad Interior fue creado por George W. Bush especialmente en respuesta al 11 de setiembre y frente a la clara incompetencia de la comunidad de inteligencia, especialmente la CIA, que su padre alguna vez dirigió. ¿Piensa que estará contento con lo que creó?

—Muy contento. ¿Por qué no debería estarlo? ¿Cuáles son sus dotes personales? Primero, es bastante apuesto, lo suficiente como para que el norteamericano promedio pueda encontrarlo atractivo. Ese es su don número uno. Otro punto a favor de Bush es que es buenísimo para los discursos preparados. Estudió pronunciación, articulación, énfasis, acentuación y todas las demás cualidades que se necesitan para un discurso, siempre que lo haya podido leer varias veces antes.

También es una especie de psicópata civilizado. Tiene una muy buena percepción del presente. Para mí, un psicópata civilizado es alguien que, si bien no es personalmente violento, su percepción del presente es mucho más intensa que su comprensión del pasado o del futuro.

Es muy difícil ser presidente de EE.UU. si no se tiene ese elemento esencial. Jimmy Carter, que es un hombre maravilloso y decente, lo pasó muy mal en su presidencia por no ser así. Como George W. no es una persona muy estudiosa de la política, es lo suficientemente hábil como para depender de la gente que lo rodea. Su psicopatología le permite darse cuenta de cuándo los demás intentan engañarlo. Seguramente se da cuenta si uno de sus expertos sabe de qué está hablando o si sólo simula saber.

Bush toma sus decisiones exactamente al revés que Clinton. Clinton se rodeaba de gente que podía llegar a ser un 90 por ciento tan inteligente como él, pero nunca igual que él y, mucho menos, más que él. Por ende, Clinton siempre era el tipo más brillante de su círculo. Mientas que Bush es lo suficientemente hábil como para saber que no podía hacer lo mismo o el país hoy estaría gobernado por imbéciles. Así que se rodeó de gente inteligente —Rumsfeld, Cheney, Rice, Powell, gente capaz con ideas fuertes que no necesariamente tienen la misma opinión. Y cuando empiezan a discutir, Bush le presta atención al que más lo convence en ese momento.

Bush tiene un detector que le advierte cuando alguien quiere engañarlo. Esa es una de las razones por las que cambia de opinión tan seguido. Los expertos tienen días mejores que otros. Entonces él un día escucha al experto A. Y tres días después, el experto D le parece mejor. El resultado es que siempre cambia sus políticas.

—Volvamos al tema de si, después del 11 de setiembre, en EE.UU. existe la amenaza potencial de un estado totalitario.

—En un país en el que los valores se desmoronan, el patriotismo favorece al totalitarismo. El país en sí mismo se vuelve la religión. Si lo vemos en una escala de fervor religioso, pensemos en los actores del momento: pendencieros, matones, idiotas, y toda esa gente buena y decente que está llena de amor. Todos aman a EE.UU. y lo aman porque se convirtió en el sustituto de la religión. Y amar a un país indiscriminadamente significa que empiezan a desaparecer las distinciones críticas. Pero la democracia depende de esas distinciones. La simple devoción a un país sólo porque es tu país, finalmente, termina siendo irracional. ¿Por qué el lugar donde uno nació es más importante que otros lugares?

Lo que más me asusta de la democracia norteamericana es que, en mi opinión, nosotros no tenemos tradiciones profundas, como tienen otros países. Entonces la transición de la democracia al totalitarismo puede producirse muy rápido. Sin los frenos y las barreras con los que cuentan los verdaderos conservadores, un país puede pasar de un extremo a otro.

—Tal vez nos habíamos vuelto demasiado superficiales, indulgentes con nosotros mismos, y el 11 de setiembre le devolvió una seriedad mortal e inevitable a nuestras vidas públicas y privadas.

—Sí y ahora estamos menos preparados para ser serios. Ese es mi miedo. Porque queremos paliativos, queremos que nos digan cómo vivir. Y hay mucha gente poderosa por ahí que está dispuesta a decírnoslo. La derecha en EE.UU. todavía está pasando por un período de furia controlada, pero quiere asumir el control. El 11 de setiembre fue un gran favor para la derecha, para los militares y para los organismos de seguridad.

—Para el gobierno, la "guerra contra el terrorismo", como la bautizó el presidente Bush, va a seguir indefinidamente. ¿Está de acuerdo?

—No es una guerra, es una acción policial. Es la "guerra" más perfecta que un país como el nuestro puede tener, porque no molesta a nadie. Podemos sentirnos poderosos porque estamos en guerra, pero no tenemos que sufrirla directamente. Una condición ideal. En otras palabras, todas las ventajas de la guerra y pocas desventajas, más allá de los futuros impuestos que todos tendremos que pagar.

—Sin embargo, llamémosla una guerra o una acción policial, ¿no hay que ganarla?

—Bueno, depende de la capacidad de penetración del terrorismo. Si el terrorismo crece, no hay manera de protegerse. Es como un virus que, si avanza, termina destruyendo el organismo. En todo caso, hay muchos virus además del terrorismo que nos ataca. La codicia puede terminar causándole más daño a la psiquis y a la economía de EE.UU. que los terroristas.

—Dicen que los terroristas musulmanes nos odian porque apoyamos a Israel y que, si cambiáramos nuestra política exterior, el terror terminaría.

—A los países árabes les interesa que Israel sea el gran villano. Hoy, sospecho, muchas naciones árabes usan a los palestinos y, en el fondo, los desprecian. Los palestinos, por su historia singular, tal vez sean menos maleables que otros pueblos árabes a los distintos establishements árabes y musulmanes. Así que los líderes árabes usan a los palestinos como su razón para odiar a Israel cuando, en realidad, ven a Israel como su única salvaguarda contra los palestinos.

—Usted criticó a EE.UU., pero también habló de la generosidad norteamericana. Combatió en la Segunda Guerra Mundial para Estados Unidos y después se opuso a otra guerra, la de Vietnam, porque ama a su país. ¿Qué es, exactamente, lo que le gusta de su país?

—La libertad que siempre tuve en la vida. Para bien o para mal, tuve la gran suerte de ser escritor y de tener más tiempo para pensar más que la mayoría de la gente. Tuve esa ventaja, ese lujo. No puedo odiar a mi país. Yo tuve muchas libertades en Estados Unidos y no quiero que la gente que viene detrás de mí las pierda. Pero, le vuelvo a repetir, la libertad es tan delicada como la democracia. Hay que mantenerla viva todos los días. Si nuestra democracia es el experimento más noble en la historia de la civilización, tal vez también sea el más vulnerable.

Los norteamericanos siempre dicen: ''Este es el país de Dios''. Bueno, yo diría que EE.UU. es el experimento más extremo y genuino de Dios. Así que me inclino a pensar que la mejor explicación para el 11 de setiembre es que el demonio ese día ganó una gran batalla. Es como si nuestras películas, que vimos una y otra vez por televisión, estuvieran saliendo de la pantalla e ingresando en nuestras vidas, persiguiéndonos por las calles de la ciudad. Para mí tiene sentido pensar que fue el diablo quien nos asestó ese golpe. Si pueden decirme por qué Dios quiso que el 11 de setiembre triunfara, entonces cambiaré de opinión. Pero, mientras tanto, permítanme suponer que ése fue el gran día del diablo.