ENTREVISTA A NORMAN MAILER
"En EE.UU. se vive un clima pretotalitario"
Publicado en diario Clarín, 15 de setiembre de 2002
— ¿Dónde estaba cuando se estrelló el primer avión contra
las torres gemelas?
—En mi casa en Provincetown, Massachusetts.
Recuerdo que recibí una llamada de alguien que me decía que encendiera el
televisor. Mientras miraba las imágenes llamé a mi hija Maggie, que estaba
en un departamento que tengo en Brooklyn Heights. Desde ahí, ella había
podido ver el primer ataque y estaba terriblemente conmocionada. Después,
mientras estaba en el teléfono, se estrelló el segundo avión. Fue un shock
terrible. Porque lo que la televisión siempre nos dice es que, en el
fondo, lo que nos muestra no es real. Los acontecimientos más aterradores
tienen un toque de irrealidad cuando aparecen en la pantalla chica. Es por
eso que podemos ver de todo por televisión.
Hay excepciones, claro,
como cuando se estrelló el segundo avión o cuando se desmoronaron las
torres. Esos hechos, de golpe, se vuelven reales porque se rompe la capa
de aislamiento que la televisión pone entre nosotros y el horror. De todas
maneras, recién varios días después tuve una sensación real del impacto de
lo que había sucedido el 11 de setiembre. A casi 500 kilómetros de
Manhattan, lo poco que queda de periodista en mi sangre me hizo sentir
nostalgia y pensé "Cómo me gustaría estar en Nueva York". Pero tenía
sentimientos encontrados. Había muerto mucha gente y Nueva York estaba
herida, pero no podía sentir pena por las torres gemelas. El horizonte del
sur de Manhattan se asemejaba a los picos de los Alpes hasta que
aparecieron esos dos dientes gigantescos en la punta de la
isla.
—¿Cuál fue, para usted, el efecto inicial del 11 de
setiembre en Estados Unidos?
—Todos los que vivían en Manhattan
sufrieron una crisis de identidad increíble, que luego se fue propagando
en círculos hasta que afectó a todo el país. Desde la Segunda Guerra
Mundial, siempre existió esa idea tácita de que los norteamericanos somos
inexpugnables, de que EE.UU. se podía ocupar de todo. Y, de repente, el
símbolo monumental del capitalismo estadounidense, el World Trade Center,
no existía más. Todo esto sumado al ataque al Pentágono. En total, habían
muerto más de 3.000 personas y esos acontecimientos se tradujeron en una
crisis de identidad. Yo sufrí mi propia crisis de identidad, cuando pasé
de ser un joven desconocido de Brooklyn a convertirme en una celebridad,
de la noche a la mañana. No estaba preparado. Fue como si hubiera alguien
llamado Norman Mailer, pero para conocerlo la gente tenía que conocerme a
mí primero. Ese es la dimensión de una crisis de identidad individual.
Imagínese multiplicada por millones.
—¿Por qué el atentado de
1993 a las torres gemelas tuvo tan poco efecto, mientras que el 11 de
setiembre fue tan devastador en la psiquis norteamericana?
—En
1993 hubo una relativa indiferencia ante el ataque a las torres gemelas,
básicamente porque sólo había afectado a Nueva York. Fuera de Nueva York,
la sensación generalizada tal vez fue: "Bueno, Nueva York es una ciudad
fea y bestial y probablemente se lo merezca". Además, los terroristas que
pusieron la bomba fueron atrapados y, si bien murió mucha gente, no fue
una catástrofe. El ataque del 11 de setiembre, en cambio, tuvo otras
proporciones. Todo el país vio cómo se caían las torres, cómo los cuerpos
volaban por el aire. Es más, los terroristas se habían salido con la suya:
habían elegido morir en el ataque. Eso también fue demoledor.
Pero,
después del 11 de setiembre, hubo otros shocks que cambiaron la idea que
teníamos de nosotros mismos. Por ejemplo, enterarse de que las
corporaciones más poderosas habían construido sus fortunas en base a
mentiras. O lo que pasó con la Iglesia Católica y la pedofilia. La iglesia
ya no será la misma en EE.UU.. Pienso en mis amigos curas y lo difícil que
debe de ser para ellos caminar por la calle y saber que la mitad de la
gente que los mira se pregunta: "¿Alguna vez le habrá hecho algo a un
chico?". No es fácil. La reacción norteamericana a todo esto fue demasiado
humana. Es decir, tenemos que proteger lo que corremos el peligro de
perder. Y esa reacción, en mi opinión, justifica la enorme popularidad del
presidente Bush a un año de los ataques.
Hoy nos enfrentamos a la
difícil tarea de convivir con un presidente que no fue electo por la
mayoría y que da pruebas todo el tiempo de ser incapaz de dar una
respuesta que le lleve más de 10 segundos. Lo que lo salva es que cambia
de opinión todas las semanas. Es como si en algún momento de la vida, Bush
hubiera decidido que, para dirigirse a la mayoría de los norteamericanos,
no hay que razonar sino apretar los botones correctos. Normalmente, un
presidente como él sería un hazmerreír.
—¿Y no lo
es?
—No. Los norteamericanos se preguntan: ¿por qué nos odian?
Nuestra complacencia está debilitada y ya no estamos seguros de que EE.UU.
sea el país más grande que haya existido. Estamos desgarrados. Cada vez
que algo hace suponer que EE.UU. no va por el buen camino, la angustia se
apodera de la gente. Es por eso que los ciudadanos se unieron en torno a
Bush. El hecho de que no hubiera sido electo por la mayoría se volvió
exactamente su fortaleza. Después del 11 de setiembre, la nueva mayoría no
pudo contemplar el hecho de que tal vez Bush no debería ni siquiera estar
en la Casa Blanca. Ahora había que salvar al país. Los norteamericanos
habíamos despertado al horror de saber que nos odian tanto que hay gente
capaz no sólo de destruirnos sino también de inmolarse.
Todo
norteamericano tiene que preguntarse: "¿Estoy dispuesto a morir por mis
ideas?" Hay muchos militares que sí. Pero, ¿para qué? ¿Para matar a
algunos afganos, sin saber con seguridad quiénes son los buenos y quiénes
son los malos? Eso no ayuda a la crisis de identidad.
—El
presidente Bush define el mundo como blanco o negro, bueno o malo. O están
con nosotros en la guerra contra el terrorismo o están con los terroristas
que nos odian. Y Bush dice que la razón por la que nos odian es porque son
malos.
—Esa es la respuesta de 10 segundos. Puede usar la
palabra "malos" 15 veces en 3 minutos. Pero la maldad es un elemento
excepcional en las cuestiones humanas. La maldad —nos guste o no— es
inmensamente interesante. Y esquiva. No es trivial.
—Pero eso
no explica por qué nos odian tanto.
—Obviamente, en algún punto
es envidia. Algunas emociones humanas son simples. También nos odian por
razones más profundas. El capitalismo corporativo tiene el hábito de
adueñarse de gran parte de las economías de otros países. Muchas veces
estamos muy cerca de convertirnos en bárbaros culturales. Lo que aumenta
el odio es cuántas veces triunfamos en estas invasiones comerciales. Una
vez, en una charla en Moscú, un estudiante de la universidad estatal me
preguntó: "¿Hay algo en nuestra economía que se compare con la
norteamericana?" Yo le respondí: "Sí, los McDonald''s rusos son mejores
que los nuestros". Les encantó. Había algo en lo que eran mejores que
nosotros. Los jóvenes en Moscú ven con buenos ojos la cultura corporativa
norteamericana.
Después está el resto de la gente en Rusia que odia
la idea misma de que no sólo EE.UU. los llevó a la ruina, no sólo el
comunismo traicionó a muchos de los que creían en él, sino que están
siendo invadidos culturalmente por esta gente con ideas mercantilistas
sobre la comida. Y peor aun, a los jóvenes les gusta. Así que el odio
hacia EE.UU. se intensifica.
Ahora bien, pensemos en la invasión
cultural occidental en las sociedades musulmanas. Su reacción es que la
tecnología moderna y el capitalismo corporativo amenazan el Islam, que
todo lo norteamericano va a destruir la base del Islam.
El odio
que sienten los musulmanes hacia nosotros se basa en el miedo de perder a
su gente en manos de los valores occidentales. Tal vez la mitad de la
gente en los países musulmanes quiere liberarse del Islam. Y entonces
quienes defienden la antigua religión se vuelven extremos. En el Islam,
ningún musulmán tiene derecho a considerarse superior a otro musulmán. Lo
que sucede en la realidad es que son sociedades opresivas gobernadas para
los ricos, donde los pobres cada vez tienen menos. En muchas sociedades
musulmanas, hay tremendas desigualdades económicas y muchos tiranos en el
poder.
No se puede entender al Islam si no se reconoce que los
musulmanes devotos sienten que están en una relación directa con Dios. Su
cultura islámica es la experiencia más importante de su vida y su cultura
está siendo infiltrada. Sienten la misma furia hacia nosotros que sentiría
un buen católico si se realizara una misa negra en su iglesia.
No
hay una solución rápida. Me atrevería a decir que ésta es una guerra entre
quienes creen que el avance de la tecnología es la mejor solución para los
males de la humanidad y quienes piensan que nos apartamos del sendero
correcto hace un siglo, dos siglos, cinco siglos y que, desde entonces,
vamos en la dirección equivocada. Que el objetivo de los seres humanos en
la tierra no es obtener más y más poder tecnológico, sino depurar el alma.
Esta es la profunda división que existe hoy incluso entre muchos
norteamericanos: ¿en qué me beneficia ganar todo el mundo si pierdo mi
alma?
En EE.UU. se viene produciendo un proceso curioso desde hace
años. Se lo podría definir como un embrutecimiento de los norteamericanos.
El país se está volviendo cada año más tosco. Hoy nos piden que
reemplacemos el placer por el poder. La tecnología nos dice: "De ahora en
más, vamos a tener mucho menos placer, pero mucho más poder". Ese es el
credo de la tecnología. Cuando uno trabaja en un contexto tecnológico, lo
que tiene debajo de los dedos es plástico. El objetivo de la sociedad
tecnológica, en definitiva, es que todo sea de plástico: las maderas, las
flores, hasta la comida si es posible.
—Muchos europeos y otros
críticos sugirieron que la política exterior norteamericana fue la causa
del 11 de setiembre. Dicen que nuestra política exterior le negó la
esperanza a otras nacionalidades y, por lo tanto, las convirtió en
nuestros enemigos. Este tipo de crítica enfurece a muchos norteamericanos.
¿Somos cómplices, de alguna manera, de las causas de ese odio? ¿Cuál es la
solución?
—Como muchos norteamericanos, usted piensa que tiene
que haber un remedio para todo. Y, tal vez, haya problemas insolubles.
Realmente me pregunto si la humanidad va a llegar al final de este siglo.
El mundo tal como lo conocemos y la civilización podrían dejar de existir
en 100 años. Antes teníamos miedo a la bomba nuclear. Hoy, en cambio, los
peligros son otros. La destrucción puede ser de a poco. La indiferencia
ante el calentamiento global es un ejemplo muy pequeño del tipo de
egocentrismo de muchos de los grupos de poder que existen hoy en el mundo.
Ellos deben de pensar: ''¿Por qué debemos cargar con la responsabilidad de
los demás? Después de todo, no es seguro que el calentamiento global sea
culpa nuestra. ¿Por qué convertirse en el chivo expiatorio, entonces?''.
Así hablan los empresarios del mundo del petróleo.
Otro ejemplo
modesto es la prolongación de la vida. ¿Quiénes van a ser los
beneficiarios? Sólo los ricos, los que nunca ganan lo suficiente como para
sentirse satisfechos, serán los que podrán pagar estos procedimientos. Eso
significa que estamos predestinados al fracaso. Porque todos conocemos
bien a los más ricos y los más poderosos. Conocemos sus terribles
defectos. Imagínese prolongarles la vida...
—Claramente, el
símbolo extremo de ese futuro tecnológico es Estados
Unidos.
—Cuando sugerimos que estos actos de terror, como el 11
de setiembre, son culpa de EE.UU., nos olvidamos de hacer una distinción.
Estamos suponiendo que es culpa de los norteamericanos. Estamos
suponiendo, implícitamente, que todos nosotros tenemos el poder de cambiar
a EE.UU.. Y no es así. Somos una democracia que perdió muchos de los
elementos esenciales. Nadie nunca dijo que una democracia debe ser un
lugar donde la gente más rica en el país gana 1.000 veces más que la gente
más pobre. Cuando el hombre más rico gana 10 veces más, incluso 50 veces
más, se puede decir que estamos frente a una sociedad razonablemente
decente. Pero cuando la diferencia es de 1.000 a 1, algo atroz está
sucediendo. La gente que experimenta este malestar probablemente
represente las dos terceras partes del país, pero no quiere pensar en ello
porque no puede hacer absolutamente nada. Nosotros no controlamos a
nuestro país. Yo no odio a los norteamericanos, no odio los conceptos
fundamentales de EE.UU.: odio el poder corporativo que hoy gobierna a
nuestro país. La idea de que tenemos una democracia activa que controla
nuestro destino es mentira. ¿Alguna vez pude votar sobre si construir o no
edificios tan altos? No. ¿Alguna vez pude decir que no me gusta la comida
congelada? No. ¿Alguna vez pude decir que quiero que los aviones tengan la
mitad de asientos? Nunca nadie puede tomar decisiones sobre las cosas que
realmente importan en términos de la vida cotidiana. Sólo una pequeña
fracción de EE.UU. logra participar. Vivimos en una sociedad tecnológica
por la que nunca votamos.
—Desde los acontecimientos del 11 de
setiembre, los europeos se han estado quejando del unilateralismo
norteamericano, de que Estados Unidos no los consulta, de que actúa como
una potencia imperialista. ¿Es así?
—Sí, hay una buena dosis de
verdad en todo eso.
—¿No se puede hacer ninguna defensa
patriótica?
—El 4 de julio hubo un pequeño desfile en
Provincetown. Un tipo agradable, de buen aspecto se me acercó, sonrió e
intentó entregarme una pequeña bandera norteamericana. Yo lo miré y sacudí
la cabeza. Y él siguió caminando. No fue un episodio importante. Se acercó
con una sonrisa tímida y se alejó con una sonrisa tímida. Pero después yo
me enfurecí conmigo mismo por no haberle dicho: ''No es necesario hacer
flamear una bandera para ser patriota'', porque lo que me preocupa
terriblemente es el tipo de patriotismo que actualmente se respira en
EE.UU.. Es una medida de nuestra ansiedad.
Tomemos, en cambio, el
caso de los británicos. Los británicos sienten un amor por su país que es
muy profundo. Pueden criticarlo y denigrar a los incapaces que lo
gobiernan, pero, en el fondo, es su país. Su patriotismo es
profundo.
En EE.UU. es como si jugáramos al juego de las sillas.
Ojo con que no te agarren sin una bandera, porque te quedás afuera del
juego. ¿Para qué tanta reafirmación constante? No necesitamos un
patriotismo compulsivo, autocomplaciente. Es repugnante. Cuando uno tiene
un gran país, es su obligación ser crítico para que pueda ser aun más
grande. Pero, desde un punto de vista cultural y emocional, cada vez nos
volvemos más toscos, arrogantes y presumidos. No sólo no percibimos la
belleza de la democracia, tampoco sus peligros.
El hecho de que
hayamos sido una gran democracia no significa que sigamos siéndolo. La
democracia es esencial. Cambia todo el tiempo. No hay que darla por
sentada. Siempre está en peligro. Todos sabemos con qué facilidad uno
puede pasar de ser una persona relativamente buena a convertirse en una
persona mala. Ese es el peligro. Es por eso que detesto este patriotismo
absolutamente promiscuo. ¿Basta con agitar una bandera para volverse una
buena persona? Qué asco.
—Lo que, para la mayoría de los
norteamericanos, parece poner en peligro la democracia no es el
patriotismo coercitivo o la tiranía tecnológica, sino el flagelo del
terrorismo.
—Yo odio al terrorismo. Lo detesto. Y como creo en
la reencarnación, pienso que el carácter de nuestra propia muerte es
tremendamente importante. A uno le gustaría poder enfrentarse a su propia
muerte con cierta seriedad. Para mí, es horrible morir asesinado sin
previo aviso, porque uno no se puede preparar para su futura existencia.
Cuando pienso en las 3.000 personas que murieron en los ataques a
las torres gemelas, no son los buenos padres, las buenas madres, las
buenas hijas, los buenos hermanos, los buenos maridos o hijos, los que me
dan más pena. Más tristeza me dan aquellos que venían de familias menos
felices. Cuando muere un miembro de una buena familia, hay una ternura y
una pena que pueden devolverle la vida a quienes lo sobrevivieron. Pero
cuando el que muere es alguien medio querido y medio odiado por su propia
familia, cuyos hijos, por ejemplo, intentan infructuosamente acercarse a
ese hombre o a esa mujer, entonces el efecto posterior se vuelve obsesivo.
El terrorismo afecta más profundamente a las familias menos exitosas.
Porque existe ese terrible pesar de que no se puede hablar con un padre
muerto, o con el hijo muerto, o con el marido muerto, que uno ya no puede
componer las cosas. Uno lo planeaba, lo anhelaba y ahora la oportunidad se
perdió para siempre. Todo se vuelve una obsesión.
—¿Para usted
los terroristas son malos?
—Ser malo consiste en ser consciente
del daño irreparable que se hace y seguir adelante de todas maneras. En
ese sentido, el terrorismo es malo. Sin embargo, vale la pena intentar
entender el terrorismo en el contexto en el que lo ven los terroristas.
Ellos piensan que están enfrentando al pulpo que quiere destruir su mundo.
Aunque, con esto, los terroristas violen todas las reglas del Islam. Los
terroristas, por ejemplo, pueden ser drogadictos o beber mucho, pero
piensan que, al final, van a encontrar la redención a través de la
inmolación. Ese terrorista es una astilla en el naufragio espiritual del
mundo. Después de todo, en EE.UU. hay mucha gente en la derecha que anda
por ahí diciendo: ''Matemos a todos los musulmanes, simplifiquemos el
mundo'' ¿Usted cree que el Islam es el dueño del
terrorismo?
—¿Nos enfrentamos a una guerra de civilizaciones
entre un culto islámico de la muerte...
—Espere un minuto.
¿Culto de la muerte? Eso es ir demasiado lejos. Por cada musulmán que cree
en el culto de la muerte, hay miles que no. La gente que está dispuesta a
sacrificar su vida conforma un grupo muy especial. No hace falta que sean
muchos.
—Pero millones de personas los vitorean en las
calles...
—Ah, sí, es fácil vitorear. Yo puedo vitorear a los
atletas que ganan aunque no los conozca. Estoy vitoreando una idea. Eso es
una cosa. Y otra muy distinta es derramar la sangre propia. La diferencia
entre ambas es abismal.
Estoy seguro de que los musulmanes tienen
tantos hijos de puta y estúpidos como nosotros. Probablemente tengan más,
ya que tienen peores condiciones de vida y viven sometidos a una mayor
tensión. Los musulmanes también sienten una vergüenza muy fuerte, porque
eran una civilización superior en el año 1.200, 1.300, la cultura más
avanzada de ese momento, y ahora quedaron rezagados. Experimentan una
profunda sensación de fracaso.
Nosotros en Occidente tenemos el
hábito de buscar soluciones. Parte del espíritu tecnológico consiste en
suponer que siempre hay una solución para un problema, o algo que se le
parezca. Quizás esta vez no haya solución. Este puede ser el comienzo de
un cáncer internacional que no podemos curar. ¿Qué hay en la mente de una
célula cancerígena? Es probable que el deseo básico sea el de matar la
mayor cantidad posible de células e invadir la mayor cantidad posible de
organismos. En otras palabras, sería como pensar que cuanta más gente
logren matar los terroristas, más felices van a estar. ¿Acaso Harry Truman
se estremeció en su cama al pensar en las 100.000 personas que murieron en
Hiroshima y las otras 100.000 que murieron en Nagasaki dos días después?
¿O estaba orgulloso de haber ganado la guerra?
—¿Por qué los
británicos respondieron inmediatamente con tanta generosidad a la
vulnerabilidad norteamericana después del 11 de setiembre cuando otros
aliados, como los franceses, fueron menos demostrativos?
—Mis
respuestas pueden ser superficiales. Una es que los británicos convivieron
más cerca y durante más tiempo con el terrorismo que los franceses.
Francia sufrió a los terroristas durante los años de la guerra argelina,
pero los británicos experimentaron una situación mucho más difícil con
Palestina. De hecho, las raíces de un resurgimiento de cierto grado de
antisemitismo en Gran Bretaña puede remontarse a cuando terroristas judíos
mataban a los soldados británicos a comienzos de los años 50. Y después
están los problemas de larga data en Irlanda del Norte. El resentimiento
frente al terrorismo irlandés muchas veces se volvió muy intenso. Recuerdo
el sentimiento de los ingleses contra los católicos irlandeses en Londres
hace unos años. Era muy fuerte. Otro elemento, por supuesto, es el
lenguaje en común que compartimos. Ese es un vínculo profundo.
—Lo que yo también percibo sobre los ingleses es que tienen un
sentimiento hacia nosotros casi familiar. Cuando el mundo exterior nos
ataca, no se unen al resto del mundo para hacer lo
mismo.
—Bueno, hay un vínculo final. No olvidemos que, si las
cosas se pusieran realmente mal, los dos países tal vez terminarían
uniéndose. Es muy interesante.
—Entre las consecuencias
desdichadas del 11 de setiembre está la detención ilegal, sin acceso a
ningún tipo de asesoramiento, de miles de sospechosos en EE.UU.y el
encarcelamiento de los "combatientes enemigos". Más importante aun, y sin
ningún antecedente histórico, es la creación de una burocracia policial y
de seguridad unificada a nivel nacional, el nuevo Departamento de
Seguridad Interior, liderado por un secretario de gabinete, un mecanismo
de control a través del cual un hombre, en teoría, puede controlar a todo
el país. Esta consolidación del poder policial, con un presupuesto de más
de 30.000 millones de dólares y unos 170.000 empleados, fue creado sin
ningún debate político real. ¿Qué implican estas medidas posteriores al 11
de setiembre para el futuro de nuestra democracia?
—Por este
sentimiento intenso que tengo sobre la fragilidad de la democracia,
durante años estuve prediciendo un tipo u otro de totalitarismo en EE.UU..
Y todas las veces me equivoqué. Si me pusiera a revisar viejas
entrevistas, me sentiría muy incómodo. Hace unos 10 años, recuerdo haber
dicho que era más feliz en ese momento que antes porque, por mi naturaleza
profundamente pesimista y el hecho de que muchas veces me hubiera
equivocado, las cosas me habían resultado más fáciles a lo largo de los
años. Sin embargo, aquí estoy preocupado otra vez. Se habla de condiciones
precancerígenas en los organismos y yo pienso que en EE.UU. estamos
viviendo una situación pretotalitaria. Espero que salgamos del paso, a
pesar de la seguridad interna, si es que no hay desastres de gran
envergadura. Hay fuerzas prodemocráticas en EE.UU. que se hacen sentir
cuando uno menos se lo espera.
Pero la situación es seria. Si
sufrimos una depresión o entramos en tiempos económicos desesperados, no
sé qué es lo que va a mantener al país unido. Hay demasiada furia,
demasiada vanidad quebrantada, demasiado shock, demasiada crisis de
identidad. Y, lo peor de todo, demasiado patriotismo. El patriotismo en un
país que está en crisis tiene una tendencia lógica a volverse fascista, de
la misma manera que demasiado sentimentalismo torna menos creíble la
compasión. El fascismo en EE.UU. no va a venir de la mano de un partido.
Ni con uniforme. Pero habrá un recorte de las libertades. La seguridad
interna puso en marcha la maquinaria. La gente que dirige el país, en mi
opinión, simplemente no tiene ni el carácter ni la sabiduría como para
defender el concepto de libertad si las cosas se complican mucho. Me estoy
refiriendo a horrores como bombas sucias, ataques terroristas en gran
escala, enfermedades virulentas. La idea de que quienes defiendan nuestra
libertad sean aquellas personas que trabajan en la agencias de seguridad
es cuanto menos curiosa.
Cualquier cosa mala para ellos es muy
mala. Así que van a hacer lo imposible por restringir la libertad de la
gente en situaciones críticas. En el análisis final, la democracia es la
antítesis de la seguridad. Los norteamericanos tienen que estar dispuestos
a decir, en determinado momento, que ciertos ataques terroristas no los
van a hacer entrar en pánico, que la libertad es más importante para ellos
que la seguridad.
Supongamos que una pequeña bomba en una esquina
de alguna ciudad de EE.UU. mata a 10 personas. Lo primero que hay que
entender es que hay 280 millones de norteamericanos. De modo que existe
una posibilidad en 28 millones de que vayamos a ser una de esas personas.
Utilizando este tipo de cálculo desalmado, las 3.000 muertes en las torres
gemelas significaron, aproximadamente, una muerte cada 90.000
norteamericanos. Las posibilidades que tenemos de morir al volante son 1
en 7.000 por año. Y parecemos perfectamente dispuestos a tolerar las
estadísticas automovilísticas.
—Lo que usted está diciendo
implica que hay un nivel tolerable de terror y que tenemos que
aceptarlo.
—Me temo que sí. Hay un nivel tolerable de terror.
Despojémonos de la idea de que tenemos que eliminar todo el terror. Veamos
lo que pasa en Israel. Hasta donde yo sé, los israelíes no huyen de su
país en masa. Aprendieron a vivir con la ansiedad y sus números, per
capita, son mucho peores que los nuestros.
Lo que me asustó, y
mucho, fue una encuesta reciente que indicaba que la mitad de la gente en
EE.UU. está dispuesta a aceptar un cierto recorte de sus libertades a
cambio de más seguridad. Si, a esta altura, el 50 por ciento de la gente
está dispuesta a resignar parte de sus libertades a cambio de más
seguridad entonces, ¿qué va a pasar si sucede algo verdaderamente
terrible? Antes creíamos que los norteamericanos éramos individuos libres,
pero este concepto sufrió una erosión en los últimos 10 años por demasiada
codicia bursátil. Marx y Jesucristo se unen en una noción fundamental: el
dinero se impone a todos los demás valores. Esos 10 años le hicieron mucho
daño al país que hoy no es un lugar tan agradable.
—¿Se refiere
a los años de Bill Clinton?
—Sí. Bueno, usted sabe que no soy
un defensor empedernido de Bill Clinton. De hecho, una de las cosas que
siempre me parecieron menos atractivas de Tony Blair fue su actitud
aduladora hacia Clinton. Si uno quiere un buen hermano mayor, no hay que
buscarlo a Bill. En cambio, si uno quiere un hermano mayor muy atractivo,
emocionante, inmensamente egoísta, entonces sí hay que buscarlo a
él.
—El Departamento de Seguridad Interior fue creado por George
W. Bush especialmente en respuesta al 11 de setiembre y frente a la clara
incompetencia de la comunidad de inteligencia, especialmente la CIA, que
su padre alguna vez dirigió. ¿Piensa que estará contento con lo que
creó?
—Muy contento. ¿Por qué no debería estarlo? ¿Cuáles son
sus dotes personales? Primero, es bastante apuesto, lo suficiente como
para que el norteamericano promedio pueda encontrarlo atractivo. Ese es su
don número uno. Otro punto a favor de Bush es que es buenísimo para los
discursos preparados. Estudió pronunciación, articulación, énfasis,
acentuación y todas las demás cualidades que se necesitan para un
discurso, siempre que lo haya podido leer varias veces antes.
También es una especie de psicópata civilizado. Tiene una muy
buena percepción del presente. Para mí, un psicópata civilizado es alguien
que, si bien no es personalmente violento, su percepción del presente es
mucho más intensa que su comprensión del pasado o del futuro.
Es
muy difícil ser presidente de EE.UU. si no se tiene ese elemento esencial.
Jimmy Carter, que es un hombre maravilloso y decente, lo pasó muy mal en
su presidencia por no ser así. Como George W. no es una persona muy
estudiosa de la política, es lo suficientemente hábil como para depender
de la gente que lo rodea. Su psicopatología le permite darse cuenta de
cuándo los demás intentan engañarlo. Seguramente se da cuenta si uno de
sus expertos sabe de qué está hablando o si sólo simula saber.
Bush
toma sus decisiones exactamente al revés que Clinton. Clinton se rodeaba
de gente que podía llegar a ser un 90 por ciento tan inteligente como él,
pero nunca igual que él y, mucho menos, más que él. Por ende, Clinton
siempre era el tipo más brillante de su círculo. Mientas que Bush es lo
suficientemente hábil como para saber que no podía hacer lo mismo o el
país hoy estaría gobernado por imbéciles. Así que se rodeó de gente
inteligente —Rumsfeld, Cheney, Rice, Powell, gente capaz con ideas fuertes
que no necesariamente tienen la misma opinión. Y cuando empiezan a
discutir, Bush le presta atención al que más lo convence en ese
momento.
Bush tiene un detector que le advierte cuando alguien
quiere engañarlo. Esa es una de las razones por las que cambia de opinión
tan seguido. Los expertos tienen días mejores que otros. Entonces él un
día escucha al experto A. Y tres días después, el experto D le parece
mejor. El resultado es que siempre cambia sus
políticas.
—Volvamos al tema de si, después del 11 de setiembre,
en EE.UU. existe la amenaza potencial de un estado
totalitario.
—En un país en el que los valores se desmoronan,
el patriotismo favorece al totalitarismo. El país en sí mismo se vuelve la
religión. Si lo vemos en una escala de fervor religioso, pensemos en los
actores del momento: pendencieros, matones, idiotas, y toda esa gente
buena y decente que está llena de amor. Todos aman a EE.UU. y lo aman
porque se convirtió en el sustituto de la religión. Y amar a un país
indiscriminadamente significa que empiezan a desaparecer las distinciones
críticas. Pero la democracia depende de esas distinciones. La simple
devoción a un país sólo porque es tu país, finalmente, termina siendo
irracional. ¿Por qué el lugar donde uno nació es más importante que otros
lugares?
Lo que más me asusta de la democracia norteamericana es
que, en mi opinión, nosotros no tenemos tradiciones profundas, como tienen
otros países. Entonces la transición de la democracia al totalitarismo
puede producirse muy rápido. Sin los frenos y las barreras con los que
cuentan los verdaderos conservadores, un país puede pasar de un extremo a
otro.
—Tal vez nos habíamos vuelto demasiado superficiales,
indulgentes con nosotros mismos, y el 11 de setiembre le devolvió una
seriedad mortal e inevitable a nuestras vidas públicas y
privadas.
—Sí y ahora estamos menos preparados para ser serios.
Ese es mi miedo. Porque queremos paliativos, queremos que nos digan cómo
vivir. Y hay mucha gente poderosa por ahí que está dispuesta a decírnoslo.
La derecha en EE.UU. todavía está pasando por un período de furia
controlada, pero quiere asumir el control. El 11 de setiembre fue un gran
favor para la derecha, para los militares y para los organismos de
seguridad.
—Para el gobierno, la "guerra contra el terrorismo",
como la bautizó el presidente Bush, va a seguir indefinidamente. ¿Está de
acuerdo?
—No es una guerra, es una acción policial. Es la
"guerra" más perfecta que un país como el nuestro puede tener, porque no
molesta a nadie. Podemos sentirnos poderosos porque estamos en guerra,
pero no tenemos que sufrirla directamente. Una condición ideal. En otras
palabras, todas las ventajas de la guerra y pocas desventajas, más allá de
los futuros impuestos que todos tendremos que pagar.
—Sin
embargo, llamémosla una guerra o una acción policial, ¿no hay que
ganarla?
—Bueno, depende de la capacidad de penetración del
terrorismo. Si el terrorismo crece, no hay manera de protegerse. Es como
un virus que, si avanza, termina destruyendo el organismo. En todo caso,
hay muchos virus además del terrorismo que nos ataca. La codicia puede
terminar causándole más daño a la psiquis y a la economía de EE.UU. que
los terroristas.
—Dicen que los terroristas musulmanes nos
odian porque apoyamos a Israel y que, si cambiáramos nuestra política
exterior, el terror terminaría.
—A los países árabes les
interesa que Israel sea el gran villano. Hoy, sospecho, muchas naciones
árabes usan a los palestinos y, en el fondo, los desprecian. Los
palestinos, por su historia singular, tal vez sean menos maleables que
otros pueblos árabes a los distintos establishements árabes y musulmanes.
Así que los líderes árabes usan a los palestinos como su razón para odiar
a Israel cuando, en realidad, ven a Israel como su única salvaguarda
contra los palestinos.
—Usted criticó a EE.UU., pero también
habló de la generosidad norteamericana. Combatió en la Segunda Guerra
Mundial para Estados Unidos y después se opuso a otra guerra, la de
Vietnam, porque ama a su país. ¿Qué es, exactamente, lo que le gusta de su
país?
—La libertad que siempre tuve en la vida. Para bien o
para mal, tuve la gran suerte de ser escritor y de tener más tiempo para
pensar más que la mayoría de la gente. Tuve esa ventaja, ese lujo. No
puedo odiar a mi país. Yo tuve muchas libertades en Estados Unidos y no
quiero que la gente que viene detrás de mí las pierda. Pero, le vuelvo a
repetir, la libertad es tan delicada como la democracia. Hay que
mantenerla viva todos los días. Si nuestra democracia es el experimento
más noble en la historia de la civilización, tal vez también sea el más
vulnerable.
Los norteamericanos siempre dicen: ''Este es el país de
Dios''. Bueno, yo diría que EE.UU. es el experimento más extremo y genuino
de Dios. Así que me inclino a pensar que la mejor explicación para el 11
de setiembre es que el demonio ese día ganó una gran batalla. Es como si
nuestras películas, que vimos una y otra vez por televisión, estuvieran
saliendo de la pantalla e ingresando en nuestras vidas, persiguiéndonos
por las calles de la ciudad. Para mí tiene sentido pensar que fue el
diablo quien nos asestó ese golpe. Si pueden decirme por qué Dios quiso
que el 11 de setiembre triunfara, entonces cambiaré de opinión. Pero,
mientras tanto, permítanme suponer que ése fue el gran día del diablo.
|