Es evidente que en nuestro país, a
excepción de algunos valores aislados, no ha surgido hasta el
momento una expresión plástica trascendente, definitoria de nuestra
personalidad como pueblo. Los artistas no podemos permanecer
indiferentes ante este hecho, y se nos presenta con carácter
imperativo la necesidad de llevar adelante un profundo estudio del
origen de esta frustración.
Si analizamos la obra de la mayor parte
de los pintores argentinos, especialmente de aquellos que la crítica
ha llevado a un primer plano, observaremos como característica común
el total divorcio con nuestro medio, el plagio sistematizado, la
repetición constante de viejas y nuevas fórmulas, que si en su
versión original constituyeron auténticos hallazgos artísticos, al
ser copiados sin un sentido creativo se convierten en huecos
balbuceos de impotentes.
Las causas determinantes de esta
situación están en la base misma de nuestra vida económica y
política, de la cual la cultura es su resultado y complemento. Una
economía enajenada al capital imperialista extranjero no puede
originar otra cosa que el coloniaje cultural y artístico que
padecemos. La oligarquía, agente y aliada del imperialismo, controla
directa o indirectamente los principales resortes de nuestra
cultura, y, a través de ellos, enaltece o sume en el olvido a los
artistas seleccionando únicamente a aquellos que la sirven.
Constituye, además, por ser la clase más pudiente, el principal
mercado comprador de obras artísticas. En virtud de los intereses
que representa se caracteriza en el plano cultural por una
mentalidad extranjerizante, despreciativa de todo lo genuinamente
nacional y por lo tanto popular.
El resultado de todo esto es que el
artista no tiene otro camino para triunfar que el de la renuncia a
la libertad creadora, acomodando su producción a los gustos y
exigencias de aquella clase, lo que implica su divorcio de las
mayorías populares que constituyen el elemento fundamental de
nuestra realidad nacional. Es así como, al dar la espalda a las
necesidades y luchas del hombre latinoamericano, vacía de contenido
su obra, castrándola de toda significación, pues ya no tiene nada
trascendente que decir. Se limita entonces a un mero juego con los
elementos plásticos, virtuosismo inexpresivo, en algunos casos de
excelente técnica, pero de ninguna manera arte, ya que éste sólo es
posible cuando se produce una total identificación del artista con
la realidad de su medio.
No se piense que esta última sea una
afirmación arbitraria: constituye un problema que hace a la esencia
misma del arte. En efecto, un arte nacional es la única posibilidad
que existe de hacer arte. A través de las mejores obras de los más
grandes artistas de la historia, percibimos ante todo, el espíritu
de la sociedad que las engendró. No puede ser de otra manera, ya que
el artista es un hombre y todo hombre se conforma fundamentalmente
según los elementos sociales que gravitan sobre él: productor de la
sociedad, al expresarse artísticamente, si lo hacen en un sentido
profundo y con sinceridad, dará expresión, de un modo inevitable, al
medio que lo rodea.
El ritmo del crecimiento histórico es
variable para cada sociedad y esa variación es el principal elemento
incidente en el origen de las nacionalidades. En consecuencia toda
obra artística, por el hecho de ser una expresión social,
necesariamente ha de ser también una expresión nacional.
Generalizando, podría decirse que el arte surge como el resultado de
una necesidad de expresión individual, que al concretarse será una
expresión nacional, pues el individuo fundamentalmente es producto
de la nación, y culminará finalmente, en expresión universal, ya que
los problemas trascendentes del hombre son
universales.
El problema del surgimiento de un arte
nacional en nuestro país, determina el verdadero alcance que debe
tener para nosotros el término "nacional". Unidad geográfica,
idiomática y racial; historia común, problemas comunes y una
solución de esos problemas que sólo será factible mediante una
acción conjunta, hacen de Latinoamérica una unidad nacional
perfectamente definida. La gran Nación Latinoamericana ya ha tenido
en Orozco, Rivera, Tamayo, Guayasamín, Portinari, etc., fieles
intérpretes que partiendo de las raíces mismas de su realidad han
engendrado un arte de trascendencia universal. Este fenómeno no se
ha dado en nuestro país salvo aisladas excepciones.
El arte latinoamericano, considerando las
características sociales y políticas de nuestro continente, ha de
estar necesariamente imbuido de un contenido revolucionario, que
será dado por el libre juego de los elementos plásticos en sí,
prescindiendo de la anécdota desarrollada, si es que la hay. La
anécdota podrá tener una importancia capital para el artista cuando
aborda una temática que siente profundamente y en la cual encuentra
inspiración; pero en última instancia no constituye el elemento que
justifica y determina la validez intrínseca de la obra de arte, ni
es de ella que emana el contenido de su trabajo. De ahí lo absurdo
de cierto tipo de pintura pretendidamente revolucionaria que se
limita a describir escenas de un revolucionarismo dudoso, utilizando
un realismo caduco y superado. No es de extrañar entonces que por su
misma inoperancia esta pintura sea tolerada, y hasta en cierto modo
favorecida, por aquellos mismos que combaten toda expresión
artística auténticamente nacional y revolucionaria.
Es imprescindible dejar de lado todo tipo
de dogmatismo en materia estética; cada cual debe crear utilizando
los elementos plásticos en la forma más acorde con su temperamento,
aprovechando los últimos descubrimientos y los nuevos caminos que se
van abriendo en el panorama artístico mundial y que constituyen el
resultado de la evolución de la Humanidad, pero eso sí, utilizando
estos nuevos elementos con un sentido creativo personal y en función
de un contenido trascendente.
Todo intento de creación de un arte
nacional, es consecuentemente combatido por ciertos críticos al
servicio de la prensa controlada por el capital imperialista. Se ha
apelado a todos los recursos, desde el ataque directo, en nombre de
una universalidad abstracta, hasta la rumbosa presentación de algo
que, como arte nacional, ni siquiera es arte.
Se trata en verdad de refractar en el
campo de la creación artística, el sometimiento económico y político
de las mayorías, pero simultánea e indisociablemente, sus luchas por
emanciparse. Porque en la medida en que el arte llama y despierta el
inconsciente colectivo de la humanidad, pone en movimiento las más
confusas aspiraciones y deseos, exalta y sublima todas las
represiones a que se ve sometido el hombre moderno, es un poderoso e
irresistible instrumento de liberación. El arte es el libertador por
excelencia y las multitudes se reconocen en él, y su alma colectiva
descarga en él sus más profundas tensiones para recobrar por su
intermedio las energías y las esperanzas. De ahí que para nosotros
el arte sea un insustituible arma de combate, el instrumento
precioso por medio del cual el artista se integra con la sociedad y
la refleja, no pasiva sino activamente, no como un espejo sino como
un modelador.
De las manos de la nueva generación de
artistas latinoamericanos habrá de salir el arte de este continente,
que aún no ha realizado su unidad; quizá le esté reservado por este
arte revolucionario realizarla antes en la esfera creadora como
síntoma de la inevitable unificación política. Pues no sería la
primera vez en la historia que el arte se anticipa a los hechos
económicos o políticos; y tal vez en ello reside su grandeza.
Partiendo de la realidad, la prefigura y la renueva.
Estos objetivos se cumplirán mediante una
doble acción: el arte, no puede ni debe estar desligado de la acción
política y de la difusión militante y educadora de las obras en
realización. El arte revolucionario latinoamericano debe surgir, en
síntesis, como expresión monumental y pública. El pueblo que lo
nutre deberá verlo en su vida cotidiana. De la pintura de caballete,
como lujoso vicio solitario hay que pasar resueltamente al arte de
masas, es decir, al arte.
GRUPO "ESPARTACO"
Abril de
1961