SUMARIO Nº 3
Hacia un trabajo, empleo y salario dignos. Por Luis Enrique Marius
Manifiesto del grupo "Espartaco"
"1984". Textos de George Orwell
"Evita. Modelo de Trabajadora Social", por Sebastián Giménez
"Por qué el movimiento contra la guerra tenía razón (y seguirá luchando)", por Adele Olivieri
Poesía. Nicanor Parra
Poesía. María Bar
Dibujos, de Belén Martelli
Fotografías (galería)
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1984

Textos de George Orwell

Winston Smith, protagonista de la novela de Orwell (editada en 1948) nos explica las claves del neohabla y del pensamiento único impulsado por el "Gran Hermano".
Siempre es interesante repasar estas páginas....


El Ministerio de la Verdad (Miniver en neolengua) era asombrosamente diferente de cualquier otro objeto que estuviera a la vista. Era una enorme estructura piramidal de reluciente hormigón blanco que se proyectaba, terraza tras terraza, hasta una altura de trescientos metros.
Desde la posición que Winston ocupaba, se alcanzaban a leer las tres consignas del Partido, destacadas con elegante caligrafía sobre la blanca fachada:
  • LA GUERRA ES PAZ
  • LA LIBERTAD ES ESCLAVITUD
  • LA IGNORANCIA ES FUERZA

Se decía que el Ministerio de la Verdad albergaba tres mil salas sobre el nivel del suelo y sus correspondientes ramificaciones en los sótanos. Diseminados por Londres había otros tres edificios de aspecto y tamaño similares.
La arquitectura circundante quedaba tan empequeñecida que, desde el tejado de las Casas de la Victoria, podían verse los cuatro edificios al mismo tiempo. Eran las sedes de los cuatro ministerios que formaban el aparato de Gobierno: el Ministerio de la Verdad, que se encargaba de las noticias, de los festejos, la educación y el arte; el Ministerio de la Paz, que se ocupaba de la guerra; el Ministerio del Amor, que mantenía la ley y el orden; y el Ministerio de la Opulencia, responsable de los asuntos económicos.
--¿Cómo va el Diccionario? --preguntó Winston, levantando la voz para vencer el ruido.
--Va despacio --contestó Syme--. Estoy con los adjetivos. Es fascinante.
[...]
--La undécima edición es la definitiva --dijo--. Estamos dando al lenguaje su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable otra cosa. Cuando hayamos terminado, la gente como tú tendrá que volver a aprenderlo. Me parece que crees que nuestra tarea fundamental es inventar nuevas palabras. Pues nada de eso. Estamos destruyendo palabras, cantidades ingentes, cientos de ellas cada día. Estamos dejando el lenguaje en los huesos. La undécima edición no contendrá ni una sola palabra que pueda quedarse anticuada antes del 2050. [...]
La destrucción de las palabras es algo muy hermoso. Desde luego, el gran despilfarro está en los verbos y adjetivos, pero hay cientos de sustantivos de los que también nos podemos librar. No se trata sólo de los sinónimos, sino también de los antónimos.
Después de todo, ¿qué justificación tiene una palabra que es simplemente lo opuesto de otra? Una palabra contiene en sí misma su contraria. Fíjate, por ejemplo, en la palabra bueno. Si tenemos la palabra bueno, ¿para qué necesitamos una como malo? Nobueno sirve igual. En realidad, mejor, porque es exactamente su opuesta, y la otra no. O si, por el contrario, quieres una forma superlativa de bueno, ¿qué sentido tiene contar con toda esa retahíla de vaguedades inútiles como excelente, espléndido, y otras por el estilo? Plusbueno cumple la misma función, o, si quieres algo todavía más fuerte, biplusbueno. Sé muy bien que ya usamos esas formas, pero en la versión definitiva de neolengua, éstas serán las únicas que haya. Al final, los conceptos de bondad y maldad se podrán expresar con sólo seis palabras, que en realidad se reducen a una. ¿No te das cuenta de la belleza que ello entraña, Winston?

[...]

--¿No te das cuenta de que el objetivo último de la neolengua es reducir la capacidad de pensamiento? Al final lograremos que el crimental sea literalmente imposible, porque no habrá palabras con las que expresarlo. Cualquier concepto que alguna vez haya existido se expresará con sólo una palabra, con su significado rigurosamente definido y todas las acepciones secundarias eliminadas y olvidadas.
En la undécima edición ya estamos a punto de conseguirlo, pero el proceso continuará mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año que pasa habrá menos palabras y los límites de la consciencia serán cada vez más estrechos. Por supuesto que ni siquiera ahora hay motivos ni excusas para cometer crimental. Es simplemente una cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero cuando lleguemos al final ni siquiera necesitaremos eso. La Revolución se habrá completado cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Socing y Socing es neolengua --añadió, en una especie de rapto místico--. ¡Winston!: ¿no se te ha ocurrido nunca pensar que para el 2050 a más tardar no quedará un solo ser humano vivo que pueda entender una conversación como la que estamos manteniendo?

--Excepto... --empezó a decir Winston, indeciso, pero se detuvo. Había estado a punto de decir "excepto los proles", pero se contuvo porque no estaba del todo seguro de que aquel comentario fuera ortodoxo. No obstante Syme había adivinado lo que Winston había tenido en la punta de la lengua.

--Los proles no son seres humanos --dijo con indiferencia--. Para el 2050, o probablemente antes, habrá desaparecido cualquier conocimiento efectivo de la primilengua. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron, sólo existirán en versiones en neolengua, no sólo transformados en algo distinto, sino en realidad en lo opuesto de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará. Hasta las consignas cambiarán. ¿Cómo iba a existir una consigna como "La libertad es esclavitud" si el mismo concepto de libertad ha sido abolido? Todo el clima de pensamiento será diferente.
En realidad no habrá pensamiento tal como hoy lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no tener necesidad de pensar. La ortodoxia es inconsciencia.

"Cualquier día de éstos --pensó Winston con una repentina y profunda convicción-- vaporizarán a Syme. Es demasiado inteligente. Ve las cosas con demasiada claridad y las expresa sin ningún rodeo. Al Partido no le gusta esta gente. Un día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara."

Winston había terminado de comerse el pan con queso. Se volvió un poco para tomarse la taza de café. En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando contumazmente. Una joven, tal vez su secretaria, sentada de espaldas a Winston, lo escuchaba y asentía con vehemencia a todo lo que él decía. De vez en cuando, a Winston le llegaban comentarios del tipo: "¡Creo que tienes muchísima razón, estoy totalmente de acuerdo contigo!", emitidos por una voz juvenil, femenina y algo tontorrona.
Pero la otra voz no paraba ni un instante, ni siquiera cuando la muchacha hablaba. Winston conocía al hombre de vista, aunque lo único que sabía de él era que tenía un puesto importante en el Departamento de Ficción. Tendría unos treinta años, un cuello musculoso y una enorme boca gesticulante. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y en aquella postura sus gafas reflejaban la luz y mostraban a Winston dos discos vacíos en vez de ojos. Lo más tremendo era que, del torrente de sonidos que salían de su boca, era casi del todo imposible entender una sola palabra. Una sola vez Winston fue capaz de coger una frase, "total y definitiva eliminación del goldsteinismo", lanzada rápidamente y, por decirlo de alguna manera, en un solo bloque, como un renglón de tipos de imprenta fundidos.
El resto sólo era ruido, una especie de graznido. Y sin embargo, aunque no entendieras lo que aquel hombre estaba realmente diciendo, nadie albergaría dudas sobre la naturaleza de su discurso.
Podía acusar a Goldstein y exigir medidas más severas contra los criminales mentales y los saboteadores; podía tronar contra las atrocidades del ejército euroasiático, alabar al Gran Hermano o los héroes del frente malabar. Fuese lo que fuese, daba exactamente igual; era indudable que cada una de sus palabras era ortodoxia pura, puro Socing. Mientras miraba aquella cara sin ojos, con la mandíbula subiendo y bajando a toda velocidad, Winston tuvo la curiosa sensación de que aquel hombre no era un ser humano de verdad, sino una especie de maniquí. El que hablaba no era el cerebro de un hombre sino su laringe. Lo que salía de ella eran palabras, pero aquello no era discurso en el auténtico sentido del término. Era ruido inconsciente, como el graznido de un pato.

Desde luego, el Partido sostenía que había liberado a los proles del yugo. Antes de la Revolución, los capitalistas los habían oprimido de forma terrible, los habían azotado y matado de hambre; las mujeres habían sido obligadas a trabajar en las minas de carbón (en realidad, las mujeres seguían trabajando en las minas de carbón) y los niños eran vendidos a las fábricas a los seis años. Pero al mismo tiempo, de acuerdo con los principios del bipensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza, que había que mantenerlos controlados como a animales mediante la aplicación de unas pocas reglas muy simples. En realidad se sabía muy poco de los proles.
Tampoco era necesario saber mucho. Mientras continuaran trabajando y procreando, el resto de sus actividades carecía de importancia. Dejándoles a su aire, como ganado suelto en la pampa argentina, habían vuelto a un estilo de vida que parecía serles natural, una especie de organización ancestral. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, atravesaban un breve período de belleza y deseo sexual floreciente, se casaban a los veinte, alcanzaban la madurez a los treinta, y la mayoría moría a los sesenta.
El trabajo físico duro, el cuidado de la casa y de los niños, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo el juego, ocupaban su horizonte mental. No era difícil mantenerlos controlados. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban siempre entre ellos, esparciendo rumores falsos, tomando nota y eliminando a los pocos individuos que se pensaba que podían llegar a ser peligrosos; sin embargo, no se intentaba adoctrinarles con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos políticos intensos. Únicamente se les exigía un patriotismo primitivo que podía invocarse siempre que fuese necesario, bien para que aceptaran una jornada laboral más larga o bien una ración más corta.
Incluso cuando crecía el descontento entre ellos, lo que sucedía algunas veces, su descontento no les conducía a nada porque, al carecer de ideas generales, concretaban su rebeldía en quejas triviales. Los grandes males siempre les pasaban desapercibidos. La inmensa mayoría de los proles no tenía siquiera telepantalla en casa. Ni siquiera la polícia civil se metía mucho con ellos. Londres tenía un alto índice de criminalidad, todo un mundo de ladrones, fascinerosos, prostitutas, camellos y estafadores de diversa calaña; pero como todo sucedía entre los mismos proles, no tenía importancia. En todo lo relativo a la moral, se les permitía que siguieran su ancestral código de conducta. A ellos no se les imponía el puritanismo sexual del Partido.
No se castigaba la promiscuidad, y el divorcio estaba permitido. Hasta el culto religioso se les hubiera permitido si los proles hubieran mostrado signos de necesitarlo o quererlo. No eran dignos siquiera de sospecha. El eslogan del Partido rezaba: "Los proles y los animales son libres".

Al fin, el Partido anunciaría que dos y dos eran cinco. Y habría que creerlo. Era inevitable que tarde o temprano lo pretendiese. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba tácitamente no sólo la validez de la experiencia, sino la propia existencia de la realidad. La mayor herejía era el sentido común. Y lo más terrible no era que te matasen por pensar de otro modo, sino que ellos podían tener razón. Porque en último término, ¿cómo sabemos que dos y dos son cuatro, que la fuerza de la gravedad funciona, o que el pasado es inalterable? Si tanto el pasado como el mundo externo existen sólo en la mente, y la mente es controlable, ¿qué pasa si eso es así? [...]

El Partido te instaba a rechazar la evidencia que los sentidos te ofrecían. Era su última y máxima exigencia. A Winston se le encogió el corazón al pensar en el enorme poder al que se enfrentaba; en la facilidad con que cualquier intelectual del Partido le vencería en un debate; en los sutiles argumentos que no entendería, y a los que mucho menos podría responder. Y sin embargo, ¡él tenía razón! Ellos estaban equivocados y él tenía razón. Había que defender lo obvio, lo tonto y lo verdadero. Los axiomas son verdades, ¡agárrate a eso!
El mundo material existe, sus leyes no cambian. Las piedras son duras; el agua, húmeda; los objetos sin sujeción caen hacia el centro de la Tierra. Con la sensación de que hablaba con O'Brien, y sintiendo también que el axioma que exponía era relevante, escribió:

La Libertad significa libertad para decir que dos más dos son cuatro. Si eso se admite, todo lo demás se da por añadidura.