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Edición N° 36/37 - marzo 2005

Ciudadanía, cultura política y comunicación

Por:
Pablo Carro
* (Datos sobre el autor)


Introducción

Este trabajo es una aproximación teórica para el análisis de la ciudadanía y la cultura política. Un acercamiento desde la comunicación y la política que permita abordar luego los modos en que una sociedad se produce y reproduce, se cuestiona y transforma. Un arrimo que autorice la posterior reflexión sobre las maneras en que el poder se presenta y representa presentando las prácticas y los conflictos sociales en la construcción del destino común.

En otro lugar 1 establecimos la importancia de trabajar el espacio público como categoría de análisis, considerando que su conceptualización es clave para analizar las relaciones entre los procesos políticos y los procesos comunicativos. Allí consideramos tres dimensiones de análisis, que con matices siguen la propuesta de Sergio Caletti 2 —sin hacerlo por ello responsable, claro está—: comunicabilidad, representabilidad y politicidad. A partir de la comunicabilidad, es posible trabajar las relaciones entre tecnologías de la comunicación y aquello que permiten visibilizar; para cada momento histórico el espacio de lo público define lo que puede y lo que debe ser visto, bajo determinadas reglas y posibilidades expresivas y en función de los recursos técnicos socialmente disponibles.
A partir de la representabilidad, es posible trabajar las relaciones entre espacio público y subjetividad de los actores sociales; es en el espacio de lo público que “la sociedad se hace a sí misma representándose”, 3 lugar de conformación de las identidades sociales y de reconocimiento del mundo común y de nos/otros en ese mundo. A partir de la politicidad, es posible analizar las relaciones entre espacio público y política; en la medida en que lo político engloba las decisiones que involucran y afectan al conjunto social, es en el espacio de lo público donde se instituye lo común —su ordenamiento y su conflictividad— y se realiza la dominación política y la construcción de hegemonía, produciendo articulaciones variables con los institutos de gobierno.

Lo que aquí nos proponemos es revisar tres nociones ligadas entre sí: ciudadanía, cultura política y representación. Tres nociones que habitualmente operan en el campo problemático de la comunicación y la política y que cobran fuerza en el espacio de lo público. La conceptualización de la ciudadanía es clave para analizar las relaciones entre la constitución de los sujetos políticos y los poderes establecidos; esto supone trabajar, por un lado, las relaciones entre prácticas ciudadanas e instituciones estatales y, por otro lado, las relaciones entre prácticas ciudadanas y otras instituciones productoras de representaciones sociales (centralmente, los medios masivos de comunicación).
La conceptualización de la cultura política es clave de comprensión para analizar las relaciones entre cultura y constitución de los actores sociales; esto supone trabajar, a su vez, las relaciones entre representaciones y procesos de formación de poder, por un lado, y las relaciones entre representaciones y prácticas ciudadanas, por otro.
Por último, el concepto de representación es clave para inteligir las relaciones entre las prácticas sociales y su representación simbólica; lo que supone trabajar sobre las vinculaciones entre los dispositivos de representación de la realidad (recorte, construcción, etc.) y las prácticas que apuntan a hacer reconocer una identidad social, pero también sobre las ligaduras entre las formas institucionalizadas de representación y la visibilización del espacio público.

Ciudadanía

El estudio de Marhsall sobre ciudadanía —realizado al finalizar la segunda guerra mundial y considerado hoy un clásico en la materia— es el primer esbozo de una teoría sobre la ciudadanía. Para este autor la ciudadanía consiste de manera fundamental en asegurar que cada individuo sea considerado un integrante pleno en una comunidad de iguales. Esta pertenencia igualitaria se garantiza a través del otorgamiento de derechos de ciudadanía a cada miembro. Marshall clasifica estos derechos en tres grupos: derechos civiles, derechos políticos y derechos sociales. En la medida en que el Estado garantiza para todos estos derechos, se posibilita la participación y el disfrute de la vida común en igualdad de condiciones en tanto miembros plenos de la sociedad. En definitiva, el ciudadano es considerado como sujeto portador de derechos y , por lo mismo, la ciudadanía como una condición legal.

Kymlicka y Norman, de la universidad de Ottawa, recogen dos tipos de críticas a esta concepción: la primera se centra en la “necesidad de complementar (o sustituir) la aceptación pasiva de los derechos de ciudadanía con el ejercicio activo de las responsabilidades y virtudes ciudadanas”; la segunda marca la “necesidad de revisar la definición de ciudadanía generalmente aceptada con el fin de incorporar el creciente pluralismo social y cultural de las sociedades modernas”. 4
En el primer caso, la crítica se vincula con la distinción entre la ciudadanía como condición legal y la ciudadanía como práctica, en tanto actividad social y participación comunitaria; en el segundo caso, la critica trabaja sobre el reconocimiento de la diversidad y la diferencia a partir de la exclusión que sufren mayorías y minorías sociales, étnicas, culturales, religiosas, etc. De alguna manera, estas dos críticas se asientan sobre una misma plataforma en la medida en que los procesos identitarios son inescindibles de las prácticas sociales que los constituyen, desbordando en ambos casos desde la base la concepción juridicista de la ciudadanía. 5

En la génesis de la ciudadanía está la noción de igualdad. La democracia supone ciudadanos iguales; pero, ¿cómo pensar la categoría de ciudadanía en el marco de las desigualdades sociales? Hugo Quiroga considera que no puede haber igualdad política sin equidad social y que la democracia convive con dos tipos de desigualdades: la política (generada por la asimétrica distribución del poder político y que el principio “un hombre, un voto” no puede evitar) y la económica (procedente de la lógica del capitalismo, que la democracia no puede corregir). Esto pone en crisis la noción estatalista de la ciudadanía (cuya igualdad legal no resuelve la desigualdad social), tanto por el retroceso de las políticas vinculadas al Estado de bienestar como por el desigual acceso a bienes, derechos y poder. Así, propone considerar otros modos de pensar la ciudadanía de modo tal que contemple el “conjunto de derechos y prácticas participativas que se ejercita y opera tanto a nivel del Estado como de la sociedad civil, y que otorga a los individuos una pertenencia real como miembros de una comunidad”. 6
Es decir, una comprensión de la ciudadanía que no la limite a la esfera estatal (en cuanto sujeto de derecho y portador de nacionalidad) sino también su pertenencia a distintas formas de participación social. De manera tal que el ciudadano pueda reconocerse desde su práctica cotidiana y, así, considerar la ciudadanía en dos dimensiones: una estatal y otra comunitaria (desligada del atributo de la nacionalidad). Doble pertenencia entonces: al Estado (“el individuo es miembro de un cuerpo político-institucional que garantiza sus derechos políticos, civiles y sociales”) y a la sociedad (“el individuo es miembro de un espacio público asociativo que requiere de prácticas de autoorganización colectiva, desde las cuales se puede reforzar y extender su condición de ciudadano”). Dicho en otros términos por el mismo Quiroga: “complementar aquel enfoque que concibe exclusivamente a la ciudadanía como una esfera de inclusión de los ciudadanos a través de un sistema de derechos, con un orden de interacción social, que organice la ciudadanía de la sociedad civil mediante la defensa de intereses comunes, el desarrollo de formas de solidaridad y el reconocimiento de identidades colectivas”. 7

Atilio Borón 8 propone vincular la noción clásica de ciudadanía (el conjunto de derechos y su ejercicio) con la capacidad de los actores sociales para reconocerse como titulares de esos derechos y con la capacidad de los actores sociales para reconocerse como hombres libres e independientes con capacidad para exigir el reconocimiento de esos derechos. 9 Así definida, la ciudadanía implica una serie de derechos pero fundamentalmente la autopercepción del ciudadano como titular de esos derechos. Otra cuestión planteada por Borón es que la ciudadanía es, antes que una concesión del poder, algo que se conquista a través de las luchas sociales. En esos términos, la ciudadanía es la resultante de un proceso político y cultural asentado y condicionado por circunstancias económicas determinadas. De esta manera, el tránsito del habitante (“que se comporta como súbdito de un poder central”) al ciudadano (“titular de derechos”) pasa por una experiencia de naturaleza político- cultural.
Por ello, Borón propone historizar el proceso de ciudadanización desde dos criterios: primero, el origen social de la “presión” por la ciudadanía; segundo, el “espacio” —público o privado— donde se realiza la ciudadanización. Para este autor, la tradición argentina en materia de ciudadanía —signada por dos ciclos de ciudadanización: el ciclo que comienza con la revolución de 1890 y que deriva en la reforma electoral de 1912 que permitirá el ascenso del radicalismo en 1916 y el ciclo que se constituye a mediados de 1940 y que se expande y plasma en la experiencia del primer peronismo— viene marcada por una fuerte presión desde abajo que constituyó un proceso de profundización de la vida democrática en la esfera de lo público, caracterizada por la movilización de la gente en las calles. 10

Al igual que Quiroga, Borón sostiene que no es posible ejercitar los derechos políticos cuando un sector mayoritario de la población carece de elementos básicos para su supervivencia: “la igualdad de los capitalismos democráticos es una igualdad que se agota en el cielo de la participación política pero que se desmiente en el suelo del mercado”. 11
Por ello, plantea la necesidad de un modelo de gestión estatal y de articulación entre Estado y sociedad que no es el de la libertad negativa (donde ésta es entendida como ausencia de coerción y que plantea la no intervención estatal sobre las fuerzas del mercado) sino el de la libertad positiva (donde la libertad es anhelo de realización, de querer hacer algo), que en sociedades capitalistas presupone un Estado fuerte, capaz de contrarrestar los procesos de desintegración y desigualdad crecientes producidos por el mercado, generando instancias de institucionalización de los derechos ciudadanos.

Democracia, Estado y sociedad

La tradición liberal, contractualista, 12 asocia la noción de ciudadanía al vínculo político a través del cual se establece una relación jurídico-institucional entre los habitantes de un territorio (o sociedad) y el Estado, vínculo que establece para cada habitante derechos y obligaciones de los cuales el Estado resulta garante.
Es decir, individuos libres e iguales que acuerdan entre sí formas institucionales de convivencia: el contrato social, el gobierno de la ley, el estado de derecho que garantiza la existencia de una sociedad civil donde unos y otros contratan libremente. Así, el contrato social constituye, simultáneamente, la integración del individuo a la comunidad como ciudadano y la creación de un Estado de Derecho que regula el funcionamiento de esa comunidad de acuerdo con la voluntad general. De tal modo, la libertad queda definida como libertad frente al poder del Estado: por un lado, la ciudadanía define a los sujetos frente al Estado, y por otro, protege a los sujetos frente al poder del mismo. En esta concepción se autonomiza la política, ignorando las características que asume la desigual distribución del poder y la riqueza en la sociedad, restringiéndola a los estrictos marcos institucionales y parlamentarios, en los que el pueblo sólo gobierna —y, por ende, accede al poder— a través de sus representantes.

Desde otra perspectiva, Alcira Argumedo define el concepto de sociedad a partir de la concurrencia de “tres dimensiones inescindibles:

  1. las características de su diferenciación en clases, fracciones o sectores sociales articulados en función de la propiedad, la distribución y el control de los recursos económicos estratégicos y de la capacidad de acceso a condiciones de vida establecidas cultural e históricamente de acuerdo con el desarrollo de las potencialidades técnicas y productivas;

  2. el papel y la conformación de las identidades culturales, que otorgan los lineamientos más abarcadores del sentido de pertenencia a un nosotros social y se vincula con el tema de las nacionalidades y la cuestión nacional;

  3. el carácter de las relaciones establecidas entre estas comunidades sociales y otras sociedades en el devenir de la historia, que hacen referencia a la problemática internacional”. 13

La vertebración de estas tres dimensiones de análisis supone una concepción de lo político como condensación de distintas relaciones del poder social, incluyendo como uno de sus componentes a la política como fenómeno jurídico-institucional. Es decir lo político, en tanto síntesis abarcadora donde se expresan las contradicciones de una sociedad en un contexto de relaciones internacionales, incorpora diferentes manifestaciones del poder.
Argumedo menciona las que considera más importantes, sin constituir por ello una enumeración taxativa: “el poder militar, como capacidad real o potencia del ejercicio de la violencia en distintos niveles; el poder económico en tanto propiedad y control de los medios de producción, financieros, de comercialización interna o exterior y semejantes; el poder derivado de la capacidad de gestación, decisión y utilización de los recursos tecnológicos de carácter estratégico; el poder comunicacional e informativo, el saber y la información como instrumentos de poder que han ido adquiriendo un papel decisivo en las últimas décadas debido a la expansión de las comunicaciones y los proceso teleinformáticos.
El poder de representatividad social o político-cultural, que se manifiesta en la capacidad de gestar consensos o hegemonías tanto en la sociedad como en el control del aparato estatal; y también en la representatividad —en términos de conjunto de naciones— en la arena mundial. En el interior de las sociedades, este poder de representatividad se desagrega en formas institucionales (iglesias, sindicatos, movimientos políticos y sociales) o en entidades sociales no necesariamente organizadas (étnicas, religiosas, culturales) más allá del grado de estructuración que estos distintos sectores hayan alcanzado en cada coyuntura”. 14

Desde un punto de vista general y abstracto, el Estado es el modo institucional en que se articula una sociedad nacional, con jurisdicción sobre un territorio y una determinada población, en el marco de una determinada organización jurídico-política.
Pero, siguiendo el camino abierto por Argumedo, las características que adquiere el Estado dependerán de la específica articulación entre las tres dimensiones que definen el concepto de sociedad (las relaciones entre clases o fracciones; los rasgos culturales identitarios; las relaciones internacionales) y, por lo tanto, serán la resultante del proyecto estratégico que alcanza el poder estatal y de las condiciones ante las cuales se enfrenta ese proyecto y de su correlación de fuerzas con las distintas manifestaciones del poder social.
Dice Alcira Argumedo, “el Estado conforma en sí mismo una instancia de poder pero, al mismo tiempo, refleja la composición de las fuerzas político-sociales en cada nación y en el ámbito internacional, dando cuenta en su organización y dinámica de los fenómenos políticos —en su sentido comprensivo— que se desarrollan en un país”. 15
Es decir, la conformación que adquiere el Estado remite a una específica configuración de relaciones de poder social y que se expresa tanto a nivel del Estado como de la sociedad civil. Ello significa que existen organizaciones, grupos y sectores sociales, políticos, económicos y culturales —nacionales y no— que cuestionan, apoyan, impugnan, contradicen, condicionan, sostienen, limitan, etc., el orden social y el poder estatal.

Dice Argumedo: “En tanto la distribución de las diferentes formas del poder y la riqueza sea desequilibrada y discriminatoria, la concentración y la marginación se dan de manera similar en las esferas económicas, político-institucionales, educativas, comunicacionales y similares. Si participar significa intervenir efectivamente en las decisiones del poder; (...) una democracia participativa necesariamente conlleva la redefinición de las relaciones económicas, de los regímenes de propiedad y de las vías de acceso al control de la riqueza y los recursos estratégicos”. 16

Todo este largo rodeo nos permite recolocar la mirada desde la cual abordar el problema cuando Manuel Garretón afirma que “la ciudadanía es la reivindicación y reconocimiento de derechos y deberes de un sujeto frente a un poder”, 17 descentrando en buena medida el papel del Estado en su consideración.
Y prosigue: “Si los ámbitos o esferas de la sociedad no se corresponden, si se separan y autonomizan, si a su vez la política se restringe en su ámbito de acciones sin perder su función integrativa, si aparecen múltiples dimensiones para poder ser sujeto y si, a su vez, los instrumentos que permiten que esos sujetos se realicen son controlados desde diversos focos de poder; lo que estamos diciendo es que estamos en presencia de una redefinición de la ciudadanía en términos de múltiples campos de su ejercicio”. 18

Cultura política y ciudadanía

Desde el campo de la comunicación se enfatiza la dimensión cultural de la constitución de ciudadanías: Rosa María Alfaro sostiene que la democracia requiere de “valoraciones ciudadanas interiorizadas y puestas en práctica”, 19 lo cual supone un proceso de producción cultural; Germán Rey propone pensar “la democracia no sólo como forma de gobierno sino como ethos y modo de ser”; 20
Rossana Reguillo resalta la consideración de las “pertenencias y adscripciones de carácter cultural como componentes indisociables en la definición de la ciudadanía”. 21 Por su parte, Jesús Martín-Barbero ha insistido en considerar que “la comunicación y la cultura constituyen hoy un campo primordial de batalla política: el estratégico escenario que le exige a la política recuperar su dimensión simbólica —su capacidad de representar el vínculo entre los ciudadanos, el sentimiento de pertenencia a una comunidad— para enfrentar la erosión del orden colectivo”. 22

Todo lo anterior nos anima a pensar la cultura política en los términos propuestos Martín-Barbero: “la cultura en clave política y la política en clave de cultura”. 23 Dicho en otras palabras: no se trata de politizar la cultura, de lo que se trata es de reconocer la carga política inscripta —muchas veces disimuladamente— en las prácticas y manifestaciones culturales: “si hablar de cultura política significa tener en cuenta las formas de intervención de los lenguajes y las culturas en la constitución de los actores y del sistema político, pensar la política desde la comunicación significa poner en primer plano los ingredientes simbólicos e imaginarios presentes en los procesos de formación del poder.
Lo que sitúa la democratización de la sociedad en un trabajo en la propia trama cultural y comunicativa de la política. Pues ni la productividad social de la política es separable de las batallas que se libran en el terreno simbólico, ni el carácter participativo de la democracia es hoy real por fuera de la escena pública que construye la comunicación masiva”. 24

Desde este horizonte, trabajar sobre espacio público, ciudadanía y cultura política, nos compele a poner de relieve los ingredientes simbólicos pero desde una perspectiva en la que éstos son indisociables de los ingredientes materiales (si es que vale decirlo en estos términos), constituyendo ambos —inescindiblemente— la cultura en tanto proceso social total.
Se siguen así las proposiciones de Raymond Williams: la cultura como un conjunto amplio de representaciones simbólicas, de actitudes, valores y opiniones, generalmente fragmentarios y heterogéneos —y a veces, hasta incoherentes—, y junto con ellos, los procesos sociales de su producción, circulación y consumo, en tanto específicas condiciones materiales de existencia. De este modo, es posible superar la consideración de las representaciones en tanto “reflejo” de un orden social constituido y considerarlas en su doble carácter de constituyentes del proceso social y constituidas por él: “la cultura como sistema significante a través del cual necesariamente (aunque entre otros medios) un orden social se comunica, se produce, se experimenta y se investiga”. 25
Es decir, las significaciones sociales comunes de una cultura no son impuestas, sino producidas, reproducidas y —también—transformadas históricamente por la totalidad de la experiencia humana, individual y social: por ello, es posible encontrar significaciones dominantes, pero también residuales y emergentes. 26

Una manera habitual de concebir la cultura política es considerarla como un conjunto de representaciones simbólicas, actitudes, valores, opiniones, creencias, etc., más o menos compartidas por un grupo social y que tienen como objeto los fenómenos propiamente políticos. Según Oscar Landi, esta definición apunta al modo en que individuos y grupos se “representan subjetivamente ciertas realidades referidas al sistema institucional político”. 27
Pero al poner el acento sobre los aspectos cognitivos, esta definición empata cultura política con ideología.

Citando a Keith Mchael Baker, Roger Chartier define la cultura política como el “campo del discurso político, como un lenguaje cuyas matrices y articulaciones definen las acciones y los enunciados posibles dándoles sentido”. 28
Asimismo, propone considerar la política del Antiguo Régimen como el “conjunto de discursos concurrentes, situados dentro de un campo unificado por idénticas referencias y por las cuestiones aceptadas por todos los protagonistas”. 29
Sin embargo, su aproximación cultural a la política abre el espectro de las prácticas a tomar en cuenta: “no sólo los pensamientos claros y elaborados sino también las representaciones inmediatas e incorporadas, no sólo los compromisos voluntarios y razonados sino también las pertenencias automáticas y obligadas”. 30
Complementariamente, refiriéndose a la revolución francesa dice: “si la revolución tiene orígenes culturales, éstos no residen en la armonía proclamada y no conocida que supuestamente uniría los actos anunciadores y la ideología que los rige, sino en las discordancias que existen entre los discursos por un lado (además concurrentes), que, representando el mundo social, proponen su reorganización y, por el otro, las prácticas (al fin de cuentas, discontinuas), que inventan en su ejecución nuevas distribuciones y divisiones”. 31
Este modo de pensar permite reunir dos mundos generalmente separados: el mundo de la política y el mundo de la cultura, dislocando en el mismo movimiento la dicotomía Estado/sociedad. Esto permite trabajar sus relaciones y articulaciones pero analizadas en un territorio propio y común, en nuestros términos, el espacio de lo público.

Desde una mirada similar, Landi propone analizar la cultura política desde una perspectiva que “defina un discurso social como de carácter político no solamente porque ‘hable de política’, sino también en el caso en que, sin señalar referentes directamente políticos (el Estado, los partidos, etc.), sin embargo realice ciertos actos transformadores de las relaciones intersubjetivas entre los individuos: otorgar un lugar a los sujetos sociales ‘autorizados’ (con ‘derecho a la palabra’), instaurar deberes, construir esperas y ciertas nociones del tiempo social, generar creencias, obtener la confianza en determinados sistemas, etc.”. 32
Así, forman parte de la cultura política no únicamente las doctrinas o las ideologías que se refieren a hechos políticos sino también las creencias y las prácticas religiosas, el sentido común, las informaciones, las identidades, las memorias, los símbolos, los rituales, etc., en la medida en que pueden —y de hecho lo hacen— constituirse en componentes que intervienen en la institución del mundo común, es decir, en la constitución política de la realidad histórico-social.

Entonces se vuelve inevitable recuperar el lugar que Williams le otorga al concepto de hegemonía para el análisis de la cultura, en tanto es un concepto que —al tiempo que los incluye— va más allá de los conceptos de cultura y de ideología: el de cultura como proceso social total en que “los hombres definen y configuran sus vidas” y el de ideología en tanto “sistema de significados y valores [que] constituye la expresión o proyección de un particular interés de clase”. 33

“La hegemonía constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida: nuestros sentidos y dosis de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos y de nuestro mundo. Es un vívido sistema de significados y valores —fundamentales y constitutivos— que en la medida en que son experimentados como prácticas parecen confirmarse recíprocamente.
Por lo tanto, es un sentido de la realidad para la mayoría de las gentes de la sociedad, un sentido de lo absoluto debido a la realidad experimentada más allá de la cual la movilización de la mayoría de los miembros de la sociedad —en la mayor parte de las áreas de sus vidas— se torna sumamente difícil. Es decir, en el sentido más firme, es una ‘cultura’, pero una cultura que debe ser considerada asimismo como vívida dominación y subordinación de clases particulares”. 34
El modo en que la gente se reconoce y representa a sí, a otros y al mundo social en sus relaciones cotidianas y el modo en que son utilizados recursos materiales y simbólicos en actividades diversas relacionadas con el uso del tiempo libre, pueden ser productivamente considerados simultáneamente como factores del proceso de construcción de una hegemonía política, cultural (y comunicacional, claro está) y elementos constitutivos de una cultura política.
En ambos casos, constituyen fundamentos del mundo común y de los sentidos que adquiere su orden, siempre cambiante y conflictivo, el abc a partir del cual se explican y definen las identidades y los proyectos políticos. Esto permite, tal como lo destaca Martín-Barbero, “pensar el proceso de dominación social ya no como imposición desde un exterior y sin sujetos, sino como un proceso en el que una clase hegemoniza en la medida en que representa intereses que también reconocen de alguna manera como suyos las clases subalternas”. 35
Por ello, para este autor el valor de la cultura popular no reside en su belleza o autenticidad, sino en “su representatividad sociocultural, en su capacidad de materializar y de expresar el modo de vivir y pensar de las clases subalternas, las maneras como sobreviven y las estratagemas a través de las cuales filtran, reorganizan lo que viene de la cultura hegemónica, y lo integran y funden con lo que viene de su memoria histórica”. 36

El poder de representación o la representación del poder

Para el análisis cultural, Williams establece una productiva distinción entre las instituciones, prácticas y obras “manifiestamente” significantes y otras instituciones, prácticas y obras, con el objeto de “activar” las relaciones entre ambas: “sustancial e irreductiblemente presentes” —disueltas, según la metáfora utilizada por el autor— unas en otras. 37
Así como sería un error reducir el sistema social al sistema significante, “sería igualmente erróneo suponer que podemos estudiar provechosamente un sistema social sin incluir, como parte central de su práctica, sus sistemas significantes, de los cuales en cuanto sistema, depende fundamentalmente”. 38
Es decir, si bien toda práctica social produce significación, hay prácticas que son específicamente significativas, y ambas están tan íntimamente vinculadas que no pueden estudiarse unas sin ponerlas en relación con las otras. Dicho con palabras de Roger Chartier, si lo que se busca es analizar en modo en que se representan las prácticas se vuelve indispensable analizar la prácticas de representación, ya que ambas conforman un universo único.

El espacio de lo público es, por definición, el espacio de la representación del mundo común, allí las representaciones —en el modo en que son conceptualizadas por Chartier— van modelando las prácticas de la sociedad, de la comunidad, del sujeto, aún en la certeza de que la experiencia es irreductible al discurso. Las representaciones como significaciones que construyen la realidad. Representación que no sólo es “representación de una ausencia”, sino como presencia que pertenece al sujeto presente y constituye una forma de representarse a sí mismo, de organizar el mundo y de relacionarse con el mismo, y “constituir con ello a quien la mira como sujeto mirando”. 39

Esta manera de pensar las representaciones permite articular algunas relaciones entre los individuos o grupos y el mundo social. Relaciones útiles para abordar la indivisibilidad entre el hacer y el decir/representar: “en primer lugar, las operaciones de recorte y clasificación que producen las configuraciones múltiples mediante las cuales se percibe, construye y representa la realidad; a continuación, las prácticas y los signos que apuntar a hacer reconocer una identidad social, a exhibir una manera propia de ser en el mundo, a significar simbólicamente una condición, un rango, una potencia; por último, las formas institucionalizadas por las cuales ‘representantes’ (individuos singulares o instancias colectivas) encarnan de manera visible, ‘presentifican’, la coherencia de una comunidad, la fuerza de una identidad o la permanencia de un poder”. 40
Esto supone luchas de y por la representación, por el ordenamiento y jerarquización de lo social, por lo que quedan abiertos dos caminos: el que lleva a pensar en la construcción identitaria como el resultado de una relación entre las representaciones impuestas por aquellos que tienen el poder y lo que cada grupo puede expresar —obediente o desobediente— de sí; el que lleva a pensar la división social objetiva como el crédito acordado a las representaciones que cada grupo hace de sí mismo y de su capacidad de hacer reconocer su existencia como unidad.
Como lo dice el mismo Chartier: “Nuestra perspectiva busca comprender a partir de los cambios en el modo de ejercicio del poder (generadores de formaciones sociales inéditas) tanto las transformaciones de las estructuras de la personalidad como las de las instituciones y las reglas que gobiernan la producción de obras y la organización de las prácticas”. 41

Espacio público: política, comunicación y cultura

Todo lo anterior nos obliga a resituar nuestra consideración sobre la ciudadanía y repensar al ciudadano como sujeto de lo público en la medida en que, en definitiva, es el ciudadano quien realiza la democracia, considerando ésta como “el devenir verdaderamente público de la esfera pública/pública.” 42
Pero así como no hay democracias completas y logradas, no hay ciudadanías acabadas; lo que hay son creaciones sociales: procesos interminables de reconstrucciones parciales de la democracia y la ciudadanía. El espacio público —en tanto categoría de análisis— permite pensar la ciudadanía desde una doble articulación: por un lado, entre el individuo y la sociedad, y por otro, entre lo doméstico y lo político. Doble articulación que se encarna en un mismo sujeto: el ciudadano.

Para Hannah Arendt, la palabra público posee dos significaciones relacionadas entre sí. En primer lugar, y vinculado a la noción de visibilidad, “significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible”. 43
Por lo tanto, lo inapropiado, lo que no es digno de verse u oírse, se convierte en un asunto privado, y por lo mismo, invisible a todos. En segundo lugar, el vocablo público significa el mundo compartido y común a todos, diferenciado del detentado y poseído privadamente en dicho mundo. Compartir el mundo significa que hay “un mundo de cosas entre quienes lo tienen en común”. 44
En definitiva, uniendo ambas significaciones, público es aquello que es común a todos y por lo tanto puede ser visto y oído por todos: la realidad —que depende por entero de la apariencia— garantiza la existencia de una esfera pública; por lo mismo, “la realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumerables perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común”, 45 ya que es la apariencia, lo que otros y nosotros vemos y oímos, lo que la constituye. Los diferentes matices y las distintas trazas desde los cuales lo común se constituye son garantes de la realidad compartida ya que “el fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva”. 46

Los hombres —no el hombre único, en sentido abstracto— aparecen en el mundo común a través de la acción y la palabra; al hacerlo ponen de manifiesto la pluralidad humana: “si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse”. 47
A través del discurso y la acción los hombres y mujeres muestran quienes son, descubren su identidad, se revelan, aparecen en el mundo humano. Pero para que esta cualidad reveladora de las palabras y los actos se manifieste es necesario la existencia de una esfera pública. Por otra parte, sin revelación del agente, acción y discurso pierden sentido o adquieren un sentido instrumental y pasan a ser una forma de realización entre otras. 48

Asimismo, el espacio de lo público surge del actuar y hablar juntos y por ello es un espacio de aparición, lugar donde unos se muestran a otros, donde los hombres aparecen y se revelan. Y aunque todos los hombres son capaces de actos y palabras, el espacio público no siempre existe; la mayoría de los hombres no viven en él. Incluso, ningún hombre puede vivir todo el tiempo allí. Sin embargo, estar privado de este espacio es “estar privado de realidad, que, humana y políticamente hablando, es lo mismo que aparición. Para lo hombres, la realidad del mundo está garantizada por la presencia de otros, por su aparición ante otros”. 49

En la particular y restringida concepción de la política de Hannah Arendt, el poder 50 —que emerge entre los hombres y mujeres cuando actúan juntos y se esfuma cuando se separan— es la condición de existencia de la esfera pública y de las varias maneras en que ésta puede organizarse. “El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades”. 51 Es decir, el actuar comunicativo y/o político agotan su sentido —su trascendencia— en la misma ejecución de ese acto y no en su resultado, cuando se muestra ante otros y ante sí, cuando aparece y revela su identidad; es decir, se ubica fuera de la categoría de medios y fines. Dicho de otro modo, o bien los medios para lograr ese fin ya son el fin y o bien ese fin no puede ya ser medio de otra realidad. De allí que Hannah Arendt diga que el poder no es acumulable —como los instrumentos de la violencia— sino que sólo existe en su realidad, “el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan”. 52

Si como dice Hannah Arendt, “el único factor material indispensable para la generación de poder es el vivir unido del pueblo”, 53 el ejercicio que los ciudadanos realicen de ese poder (en términos variables que van de lo común y general como opuesto a individual y particular, pasando por lo visible y manifiesto como opuesto a oculto y secreto, hasta lo abierto y accesible como opuesto a cerrado y vedado) es lo que caracterizará al espacio de lo público.

Atando cabos

Siguiendo la huella de Hannah Arendt, Marita Mata propone considerar la ciudadanía como “un modo de específico de aparición de los individuos en el espacio público, caracterizado por su capacidad de constituirse como sujetos de demanda y proposición en diversos ámbitos vinculados con su experiencia”. 54

Hay práctica ciudadana cada vez que un individuo se constituye en sujeto frente a un poder, haciendo referencia —a través de la acción y la palabra— a lo público, “incorporando la problemática de la diversidad y la diferencia y sobrepasando los marcos de referencia estrechamente estatales”, 55 generando a su vez diferentes grados de institucionalidad. Esta práctica puede desarrollarse en el ámbito estatal o en el comunitario, donde sea, produce efectos comunicativos, políticos y culturales; es decir, constituye y reconoce, defiende y consolida, cuestiona y transforma, instituciones, prácticas y obras que son públicas porque hacen a lo público.

La práctica ciudadana, en la medida en que compone un sujeto de lo público, supone un sujeto de concertación —de comunicación, de política y de cultura— y, por ello, es constituyente de poder. En este sentido, la práctica ciudadana supone una actualización permanente de la disputa sobre quién, cómo y dónde puede o debe hablar y hacer sobre lo que atañe a todos.
Pero, al mismo tiempo, el espacio de lo público a partir de las representaciones que construye el poder configura en cada momento histórico una particular subjetividad, una específica cultura política y comunicativa que constriñe —material y simbólicamente— los perfiles que adquiere esa práctica. La democracia es, en este sentido, el resultado de la multiplicidad de los poderes que los ciudadanos debemos construir y confrontar en la redefinición de lo público, es decir, del mundo común.

NOTAS

1 CARRO, José Pablo: Espacio público, política y comunicación, ponencia presentada en las VIII Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación “Intervenciones en el campo de la comunicación: un debate sobre la construcción de horizontalidades”, 16 al 18 septiembre, La Plata, 2004.

2 CALETTI, Sergio: Comunicación, política y espacio público. Notas para pensar la democracia en la sociedad contemporánea, Borradores de Trabajo, Bs. As., 1998-2002.

3 CALETTI, Sergio: Ob. Cit., p. 98 (subrayado en el original).

4 KYMLICKA, Will y Wayne NORMAN: “El retorno del ciudadano. Una revisión de producción reciente en teoría de la ciudadanía”, Agora Nro. 7, Bs. As., invierno de 1997, pp. 5-42.

5 Castoriadis sostiene que siempre hay una inadecuación entre la materia a juzgar y la forma misma de la ley, ya que la primera es concreta y singular y la segunda es abstracta y general. Esto hace que el juez deba interpretar la ley, lo que implica recurrir a consideraciones sustantivas y no meramente procedimentales. Retomaremos este problema más adelante.

6 QUIROGA, Hugo: “Democracia, ciudadanía y el sueño del orden justo”, en QUIRIGA, Hugo, Susana VILLAVICENCIO y Patricia VERMEREN (Comps.): Filosofías de la ciudadanía. Sujeto político y democracia, , p. 198.

7 Ob. Cit.: p. 201.

8 BORÓN, Atilio: “Democracia y ciudadanía”, en GAVEGLIO, Silvia y Edgardo MANERO (Comps.): Desarrollos de la teoría política contemporánea, Ediciones Homo Sapiens, Rosario, 1996.

9 Si bien desde una perspectiva diferente, Isidro Cheresky trabaja una noción similar en su artículo “¿Una nueva ciudadanía?” al vincular la ciudadanía con la “conciencia de derechos”, en QUIROGA, Hugo, Susana VILLAVICENCIO y Patricia VERMEREN (Comps.): Filosofías de la ciudadanía. Sujeto político y democracia,

10 Borón reconoce un tercer ciclo de ciudadanización abierto a partir de 1983 con el retorno a la democracia, caracterizado centralmente por su escasa “presión” desde abajo y por desarrollar fundamentalmente derechos vinculados a la vida privada de los ciudadanos y no impactar en las instituciones públicas.

11 Ob. Cit.: p. 69.

12 Ver las voces Ciudadanía y Contractualismo en DI TELLA, Torcuato, Hugo CHUMBITA y otros: Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas, Ariel, Bs. As., 2004.

13 ARGUMEDO, Alcira: Los silencios y las voces en América Latina. Notas sobre el pensamiento nacional y popular, Ediciones del pensamiento nacional, Bs. As., 1996, pp. 198-199.

14 ARGUMEDO, Alcira: Ob. Cit., p. 231.

15 ARGUMEDO, Alcira: Ob. Cit., pp. 251-252.

16 ARGUMEDO, Alcira: Ob. Cit., p. 244.

17 GARRETÓN, Manuel: “Democracia, ciudadanía y medios de comunicación. Un marco general”, en AAVV: Los medios: nuevas plazas para la democracia, Calandria, Lima, 1995, p. 102.

18 Ob. Cit.: pp. 102-103.

19 ALFARO, Rosa María: Prólogo a Escenografías para el diálogo, AAVV, Calandria, Lima, 1997.

20 REY, Germán: “Otras plazas para el encuentro”, en Escenografías para el diálogo, AAVV, Calandria, Lima, 1997, p. 28.

21 REGUILLO, Rossana: “La comunicación en la re/construcción de las ciudadanías políticas y culturales”, en Revista Aportes de la comunicación y la cultura, Nro. 11 y 12, Universidad privada de Santa Cruz de la Sierra, Santa Cruz, marzo de 2004, pp. 13-22.

22 MARTÍN-BARBERO, Jesús: De los medios a las mediaciones, Convenio Andrés Bello, Santafé de Bogotá, 1998, prefacio a la quinta edición, p. xv.

23 Ob. Cit.: p. 125.

24 MARTÍN-BARBERO, Jesús: Ob, Cit., p. xv.

25 WILLIAMS, Raymond: Sociología de la cultura, Paidós, Barcelona, 1994, p. 13 (subrayado en el original).

26 WILLIAMS, Raymond: Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1997, pp. 143-149.

27 DI TELLA, Torcuato, Hugo CHUMBITA y otros: Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas, Ariel, Bs. As., 2004, pp. 146-148.

28 CHARTIER, Roger: Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII, Gedisa, Barcelona, 1995, p. 27.

29 Ob. Cit., p. 28.

30 Ob. Cit.: p. 18.

31 Ob. Cit.: p. 31.

32 Ob. Cit.: p. 147.

33 WILLIAMS, Raymond: Marxismo y literatura, p. 129.

34 WILLIAMS, Raymond: Marxismo y literatura, p. 131-2.

35 Ob. Cit.: p. 99.

36 Ob. Cit.: pp. 100-1.

37 WILLIAMS, Raymond: Sociología de la cultura, Paidós, Barcelona, 1994, pp. 195-6.

38 WILLIAMS, Raymond: Sociología de la cultura, Paidós, Barcelona, 1994, pp. 194-5.

39 CHARTIER, Roger: “Poderes y límites de la representación. Marin, el discurso y la imagen”, en Escribir las prácticas. Foucault, de Certeau, Marin, Manantial, Bs. As., pp. 75-99.

40 CHARTIER, Roger: Ob. Cit., pp. 83-84.

41 CHARTIER, Roger: El mundo como representación, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 62.

42 CASTORIADIS, Cornelius: “¿Qué democracia?”, en Figuras de lo pensable, Fondo de cultura económica de argentina, Bs. As., 2001, p. 152. Castoriadis propone distinguir tres esferas en las que se realizan las relaciones entre el individuo y la sociedad: una esfera privada, oikos; una esfera público/privada, agora; y una esfera pública/pública, ecclesia. En el oikos se realizan las actividades familiares, lo que ocurre dentro de nuestras casas; el agora es el lugar que está fuera del dominio político, es un espacio público pero también privado porque allí los ciudadanos no “resuelven” nada —en sentido estricto—, pero donde se traban todo tipo de relaciones que poseen, sin dudas, una dimensión cultural, comunicacional y, sin duda, política; la ecclesia es el lugar donde se resuelven los asuntos comunes, el lugar de la deliberación y la decisión, el espacio en el que se realiza el poder público (el gobierno, el congreso, los tribunales).

43 ARENDT, Hannah: La condición humana, Paidós, Bs. As., 2003, p. 59.

44 Ob. Cit., p. 62.

45 Ob. Cit., p. 66.

46 Ob. Cit.: p. 67.

47 Ob. Cit.: p. 200.

48 Hannah Arendt ejemplifica esto con la guerra. Cuando las personas sólo están a favor o en contra de las demás, los hombres emplean la violencia para lograr ciertos objetivos en contra del enemigo; en estos casos, las palabras no revelan nada, sólo sirven para engañar al enemigo o deslumbrar al mundo con la propaganda, se vuelven medios para alcanzar un fin.

49 Ob. Cit.: p. 222.

50 Si bien está fuera del interés de este trabajo comparar las perspectivas de Cornelius Castoriadis y Hannah Arendt, vale la pena realizar algunas aclaraciones con relación a sus consideraciones sobre el poder. Lo que para Castoriadis es el poder explícito, para Arendt no es más que pura violencia. Para Arendt el poder se constituye y existe sólo en presencia de la política pero para Castoriadis la política es una específica manifestación del poder, es decir, pude haber poder sin existencia de la política.

51 Ob. Cit.: p. 223.

52 Ob. Cit.: p. 223.

53 Ob. Cit.: p. 224.

54 MATA, María Cristina: “Comunicación, ciudadanía y poder. Pistas para pensar su articulación”, en Diálogos de la comunicación, Felafacs, Lima, Nro. 54, noviembre, 2002, pp. 66-76.

55 MATA, María Cristina: Ob. Cit., p. 66.



* Datos sobre el autor:
* Pablo Carro
Licenciado en Comunicación Social.
Profesor Instituto Secundario Integral Modelo Jefe de Trabajos Prácticos en la Cátedra Introducción a la Comunicación Social en la Escuela de Ciencias de la Información, Universidad Nacional de Córdoba

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