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Edición N° 36/37 - marzo 2005

Desandando el camino: de la naturalización al uso selectivo de proyectos en la atención de necesidades y problemáticas sociales 1

Por:
Esteban Bogani
* (Datos sobre el autor)


Introducción

El propósito de este artículo es indagar en las principales debilidades y fortalezas que presentan los proyectos sociales en tanto instrumentos de intervención destinados a mejorar las condiciones de vida de los sectores pobres de la población.

En primer lugar, cabe interrogarse entonces sobre por qué resulta importante escribir respecto del uso de proyectos. En respuesta a esto, puede sostenerse que el interés radica en que -al hablar de proyectos- hoy en día se está haciendo alusión a gran parte de las políticas sociales existentes. La razón es que (tanto en Argentina como en la mayoría de los países latinoamericanos) los mismos configuran por excelencia la unidad mínima de asignación, inversión y gestión territorial de recursos de dichas políticas.

Es preciso aclarar además que, en este caso, el interés está orientado ante todo a evaluar el uso de proyectos como instrumento de intervención, puesto que ya existe un amplio conjunto de estudios dedicados a la evaluación de resultados y de los impactos de determinados proyectos y programas (Tenencia y Flood, 2002; Hicks y Wodon, 2001). Del mismo modo, existe también un importante número de trabajos destinados a tratar la elaboración y desarrollo de los mismos. Estos acercamientos suelen adoptar la forma de manuales de consulta en los que se describen los distintos componentes de un proyecto sin ahondar, no obstante, en la posibilidad de problematizar este tipo de intervenciones (Castro y Chaves, 1998; Cohen y Franco 1988). En contrapartida a estos tipos de trabajos, cabe consignar que son pocos los análisis respecto de las características, pertinencia y demás aspectos colindantes a esta clase de intervenciones. En resumidas cuentas, este artículo intenta ‘desnaturalizar’ las prácticas basadas en proyectos sociales y empezar a preguntarse sobre sus posibilidades y limitaciones, desde un enfoque en el que se privilegian aspectos concernientes a entender a los mismos como instrumentos para operar en el campo de lo social.

En cuanto a su organización interna, el presente trabajo se ordena del siguiente modo: el primer apartado está dedicado a presentar un breve racconto histórico sobre el surgimiento y posterior generalización del uso de los proyectos para atender problemas sociales. En este caso, cabe aclarar que el estudio se restringe a los proyectos elaborados en el marco de la denominada planificación tradicional, dejando por ende de lado (y para futuros artículos) a todos aquellos otros proyectos desarrollados en base a una concepción estratégica. No obstante lo cual la reconstrucción histórica llega hasta el período en el que surgió esta último enfoque. En el marco histórico antes delineado, y en el segundo acápite, se presentan algunas características asumidas en la actualidad por la gestión de proyectos. En particular, son descriptos tres aspectos fundamentales: la situación en que se inscriben estas prácticas (con especial atención las capacidades locales), el sentido de las acciones de los actores participantes en proyectos y, por último, la relación -a veces tan esquiva- entre proyectos y política. Para concluir, se lista algunas reflexiones sobre las oportunidades de los proyectos sociales.

1. Orígenes y generalización del uso de proyectos sociales

Hoy en día -y en plano cotidiano- la palabra “proyecto” suele ser utilizada en múltiples acepciones. Un proyecto puede así ser tanto una salida de fin de semana como el pensamiento sobre las próximas vacaciones o la posibilidad de llevar a cabo determinados estudios. En cualquier caso, estas expresiones siempre tienen en común una cierta alusión al futuro, a determinados objetivos, a la posibilidad de evaluar alternativas, a la organización de actividades, etc.

De un modo similar al anterior, cuando se habla de proyectos sociales es factible estar asignándole a esa misma palabra múltiples significados. Suele ser común, por ejemplo, llamar proyecto social tanto a un trabajo de extensión comunitaria de una escuela o grupo religioso, como a la vinculación de una empresa con su entorno social, la intención de unos jóvenes de ayudar a escuelas rurales, el voluntariado hecho por personas o grupos, etc. En realidad, y para ser precisos, aún cuando las anteriores actividades puedan ser parte de, quizás no se ajusten con exactitud a lo que en materia de planificación social se entiende como un proyecto social.

En reiteradas ocasiones, tareas como las anteriores son llevadas a cabo con fines altruistas y voluntariosamente, sin por eso condecirse con la modalidad de trabajo propia de cualquier proyecto social. Por esto se hace necesario aclarar en primer término que por proyecto social se entiende una “…propuesta de acción orientada a modificar una situación social inicial que permite mejorar las condiciones sociales de una población y su contexto…” (Castro y Chaves, p. 11) Por detrás de esta definición, que no difiere sustantivamente de tantas otras consignadas en manuales dedicados a la temática, se encuentra la propia historia de la planificación social.

En este orden de cosas, a continuación se describe sucintamente el contexto en el que tiene lugar el surgimiento de la planificación social. En principio, y con el objetivo de acotar el abordaje planteado, se hace una breve recapitulación de la situación en la que se enmarca la adopción - y posterior generalización- de proyectos sociales para promover el desarrollo social y atenuar la pobreza.

En un sentido estricto, el surgimiento de lo que hoy se denomina planificación puede ubicarse en la década del mil novecientos treinta. No obstante esto, hay quienes sitúan su origen mucho antes y lo remiten al aporte hecho por autores clásicos de las ciencias sociales, pudiéndose establecer así distintas tradiciones en el campo de la planificación social (Bustelo, 1996). En verdad, el interés – o, para ser más exactos, la preocupación- de aquellos autores estaba más centrada en la cuestión del orden social que en la planificación misma. En todo caso, el interrogante que los animaba era cómo se podía construir -con vistas a futuro- una sociedad mejor. De allí, de esta “mirada hacia adelante”, surge su asociación con la planificación social.

Sin desconocer entonces análisis de más larga data, puede sostenerse que durante los últimos años de la década del treinta y los primeros de los cuarenta tiene lugar en los Estados Unidos un proceso -iniciado por la creciente marginalidad urbana- en el que se conjugan los campos de la planificación urbana y el aporte de las ciencias sociales, sobre todo de la sociología. De esta manera, planificadores y arquitectos dedicados al diseño de vivienda y nuevos barrios se preocuparon principalmente por la eliminación de los asentamientos irregulares. Pero -además de perseguir estas metas físicas- se establecieron algunas otras de carácter social. De hecho, se aspiraba a la eliminación de esos asentamientos a través del acceso a mejores viviendas y al cambio de estilo de vida por parte de las personas que hasta entonces habían vivido en aquéllos.

Este otro propósito (el de cambiar la conducta de los marginales y mejorar, en general, las condiciones de vida de los habitantes de barrios pobres) recibió en sus inicios distintos nombres. Entre ellos, los de “…renovación humana, desarrollo comunitario, programa para las áreas grises y planificación social…”. (Lazarfield y otros, 1971; p.11) Desde entonces, la expresión planificación social se ha utilizado la mayor parte de las veces para describir estos programas o al menos para distinguirlos de los métodos de planificación física utilizados para mejorar la traza urbana. De esta manera, se aspiró a darle una entidad propia a las intervenciones sociales efectuadas, sobre todo en su comienzo, por el Estado.

En sus orígenes la expresión “planificación social” fue tomada de los trabajadores sociales, campo en el que se ha usado durante largo tiempo para referirse a la “…coordinación de las actividades de numerosos organismos individuales que brindan servicios sociales…” (Ídem ant., p.12). Desde una perspectiva sociológica, en cambio, tales programas fueron descriptos como esquemas para la movilidad guiada o, aun más precisamente, para la movilidad guiada de la clase baja, puesto que se proponen inducir la movilidad de personas entre sectores sociales, en especial la de aquellos a quienes algunos sociólogos describían como integrantes de clase la baja.

Una vez superada la crisis económica del treinta y a pesar de los indicios de un mayor crecimiento económico evidenciado algunos años más adelante, la sociedad norteamericana (en particular, sus trabajadores sociales y sociólogos) tomaron conciencia de la necesidad de llevar a cabo intervenciones ‘correctivas’ en el campo de lo social. El objetivo: saldar situaciones de marginalidad y pobreza que, de otro modo y a causa de sola dinámica económica, habrían tendido a agravarse. De este modo surgen las primeras experiencias de planificación social, cuya expresión más pequeña es el proyecto social.

En forma similar a lo sucedido en los Estados Unidos, aunque con una mayor orientación al ámbito rural y al trabajo con comunidades campesinas, en Latinoamérica también surgieron los primeros proyectos y programas sociales enmarcados en una concepción de desarrollo comunitario y promoción social (Golbert, 1996; p. 17). De estas primeras experiencias latinoamericanas cabe decir que son deudoras de las iniciativas de desarrollo social y de la reflexión en torno a resultados tales como la acción de promoción en áreas urbanas de los Estados Unidos (Martínez Nogueira, 1991; p. 115). En esos años – en 1961, para ser más precisos- los Estados Unidos pusieron en marcha la denominada Alianza para el Progreso, cuyo propósito fue movilizar recursos hacia Latinoamérica para contrarrestar el impacto ocasionado por la revolución cubana en la región. Esta ayuda se cristalizó en el apoyo a ‘proyectos para el desarrollo’ que desde ese entonces comenzaron a extenderse por toda la región. 2

Las primeras experiencias en materia de planificación social traen consigo la posibilidad de establecer prioridades de trabajo a partir de la elaboración de diagnósticos, la organización de actividades en función de ciertos objetivos, la chance de determinar responsabilidades y tiempos de trabajo, así como también la asignación recursos de un modo más conveniente y la evaluación de las acciones emprendidas. En pocas palabras, la planificación aportó a las intervenciones sociales una lógica que antes no tenían.

No obstante esto último, cabe también recordar que (en materia de atención de las algunas necesidades sociales) existían y de hecho, siguen existiendo, campos respecto de los cuales se llevan a cabo intervenciones públicas estatales de un modo amplio y de forma continua. Tal el caso de las áreas de salud y educación. En estos sectores, se implementaron por ese entonces los denominados proyectos de demostración. Así es como se llamó y aún se llama a aquellos que proponen y llevan a cabo un enfoque o tratamiento innovador de un problema social. Los mismos suelen estar a cargo de un equipo de acción/investigación y, entre otros propósitos, tienen como meta fundamental obtener información significativa sobre el funcionamiento de los distintos elementos intervinientes en su gestión. Por esto mismo, se trata de proyectos caracterizados por una auto-evaluación constante que permite – de ser necesario- emprender las acciones correctivas del caso, además de conocer aspectos concernientes a su gestión, resultados e impactos.

A través de los años, estos avances fueron asumiendo la forma de métodos. Así, hacia finales de la década del sesenta, la agencia de cooperación de los Estados Unidos (US-AID) concibió el marco lógico que rápidamente fue incorporado por otras instituciones y agencias de cooperación. Este método de elaboración de proyectos, que destaca las relaciones ‘racionales’ entre los componentes internos de un proyecto, se encuentra vigente hasta hoy día y cuenta con una importante aceptación. No obstante esto, y desde mediados de los años setenta, el campo de la planificación social sufrió importantes transformaciones a partir del cuestionamiento de gran parte de sus postulados y modo de funcionamiento. La peor parte en estas críticas la llevaron los grandes proyectos y programas, parte de los cuales estaban basados en el modelo del marco lógico. ¿Qué fue lo que se les cuestionó?
En particular, el centralismo de sus análisis y toma de decisiones, su falta de flexibilidad, su desconocimiento de las necesidades locales, su inobservancia de la complejidad de lo social, etc. En respuesta a esta situación fue que surgieron las primeras experiencias y planteos de orden teórico asociados a la planificación estratégica (Matus, 1993). Este tipo de abordaje reconoce la complejidad de la realidad y el carácter conflictivo que la misma suele asumir en ocasiones. Implica, por consiguiente, la consideración de escenarios móviles y cambiantes en donde conviven –y no siempre armoniosamente- diversos actores con múltiples intereses.

Dentro de este nuevo paradigma – a partir del cual el anterior recibió el nombre de “tradicional”- surgieron distintas propuestas metodológicas como, por ejemplo, el sistema de Planificación Estratégica Situacional (PES), el ZOPP (Zielorientierte Proyektplanung o Planificación Orientada hacia Proyectos) y el MAPP (Método Altadir de Planificación Popular). No obstante, cabe resaltar que esta nueva orientación se adoptó en distintos grados y, más allá de sus aportes, aún no ha logrado reemplazar al anterior tipo de planificación. Algo particularmente evidente en el caso de los pequeños proyectos llevados a cabo por organizaciones sociales barriales.

***

En lo que respecta a Argentina –y, con el cuidado del caso, también en el resto de Latinoamérica- cabe sostener que el uso de pequeños proyectos sociales cuenta con algunos años de antigüedad. Algunos autores sitúan su inicio entre fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta (Cardarelli y Rosenfel, 1998) y fechan su generalización entre fines de los ochenta y principios de los noventa.
Cabe notar que este cambio de perspectiva coincide con un inusitado aumento de la desocupación y la pobreza, fenómenos que desde entonces crecieron en intensidad y volumen. En paralelo a este empeoramiento de la situación social, se operó una serie de transformaciones en la modalidad de intervención del Estado. Dichos cambios estuvieron básicamente asociados a una nueva orientación de sus acciones.

En el área de las políticas sociales, por ejemplo, se pasó de implementar acciones destinadas a mejorar la calidad de vida del conjunto de la población a otras dirigidas a determinados sectores sociales; sobre todo, a los pobres.
En un sentido estricto, y a partir del cambio en el modelo de políticas sociales ocurrido en los noventa, se abandona un paradigma de acuerdo con el cual las políticas sociales se entendían como “…el conjunto de las políticas (de gasto público social, tributaria, laboral y demográfica) que se dirigen a la población y sus condiciones de vida…” (Cortes y Marshall, 1993, p. 3) para pasar a otro en el que las mismas quedan restringidas a los denominados programas de combate a la pobreza. 3

En líneas generales, y a partir de estas reformas, se pasó a atender sólo a ciertos grupos de desfavorecidos en aquellos casos en los que sus familias y el mercado no podían brindarles algún tipo de asistencia. Por lo tanto, la intervención estatal adoptó un lugar definitivamente residual en lo que respecta a las mejoras en las condiciones de vida de la población. Dicho de otro modo, pasó a ocuparse sólo de aquellos espacios dejados vacantes por otros actores, deviniendo así en una suerte de actor de última instancia.
A partir de esta orientación general, se establecieron una serie de directrices destinadas a implementarse en materia de reorganización de las intervenciones sociales del estado. Entre estas se destacan tres mecanismos para propiciar:
a) la descentralización de la gestión de programas,
b) la focalización del gasto social en grupos prioritarios o vulnerables y
c) la privatización de áreas de políticas, habilitando de este modo a las empresas la posibilidad de proveer de servicios y bienes -por caso, las administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones (AFJP´s ) en materia previsional- junto con la apertura a organizaciones no gubernamentales para la cogestión de proyectos y programas estatales (Draibe, 1994).

Como inesperada consecuencia de todos estos cambios, resultó así que los pequeños proyectos (aún sin haber surgido, tal como se demostró con anterioridad, a propósito de estos mecanismos) se adecuaron o al menos resultaron ser funcionales al esquema de nuevas políticas sociales. Esto se observa en que, por ejemplo, con la incorporación del uso de proyectos se transfirió la responsabilidad respecto del cambio de la situación de pobreza a las organizaciones sociales involucradas en los mismos.
O, al menos, se las hizo co-partícipes de esta responsabilidad, compartida ahora entre el Estado y las organizaciones de la sociedad. En efecto, en el actual estado de situación son estas últimas las que tiene a su cargo no sólo el trabajo de identificar y priorizar las necesidades y problemas de su comunidad, sino también el de formular alternativas de solución a las mismas, procurar la obtención de fondos e implementar dichas acciones con el objeto de mejorar la situación.

En la medida en que estos cambios se fueron consolidando, gran parte de la asistencia financiera pasó a desembolsarse contra la presentación de pequeñas intervenciones planificadas. Estas transformaciones instalaron, al mismo tiempo, cierto entendimiento -compartido por organismos de gobierno, agencias de financiamiento internacional y organizaciones no gubernamentales- acerca de la ‘naturalidad’ respecto de la utilización de proyectos sociales.
En otros términos, la consecución de los fondos necesarios para revertir determinado estado de cosas pasó a estar indefectiblemente asociada a la formulación de un proyecto. Proyecto y solución, entonces, pasaron a ser para todos los involucrados parte mutuamente dependientes, sin posibilidades de cuestionamiento ni de discusión. Este entendimiento, claro está, no resulta ser ingenuo, ya que naturalizar los proyectos supone, por caso, dar por sobreentendido que el Estado sólo puede ocuparse de esas mínimas intervenciones, acotando por consiguiente el espacio de intervención estatal.
Como conclusión lógica de ese análisis se desprende que el Estado se encarga de disponer cierta cantidad de recursos para la atención de una problemática (como puede ser la pobreza) y de establecer las bases de concursos de proyectos para que las organizaciones sociales puedan entrar en competencia por los mismos. Detrás de la búsqueda de una mejora de asignación de recursos, por ende, se desdibuja la cabal responsabilidad del Estado en cuanto a la atención a los pobres.
2. De los orígenes y posterior generalización de los proyectos a su inserción en las prácticas cotidianas de barrios pobres

En este apartado, y en el contexto antes establecido, se indagará en tres aspectos concernientes a la posibilidad de reflexionar en torno al uso de proyectos sociales. En primer lugar, se describe la situación en la que se inscriben estas prácticas, prestando especial atención a la relación entre proyectos, pobreza y capacidades locales. En segundo lugar, se presentan algunos comentarios sobre el sentido de las acciones de los actores -en particular, destinatarios, técnicos y agencias de apoyo a proyectos- y como tercer punto se aborda la relación entre proyectos y política.

2.1 Pobreza, capital humano y social

De acuerdo a la experiencia existente es factible sostener que, para llevar a cabo un pequeño proyecto, se requiere de determinados elementos básicos. Entre otros, cabe mencionar la existencia de cierto grado de interés y participación por parte de la población involucrada en la situación a modificar. En otras palabras, se necesita su tiempo y dedicación, junto con su capacidad de asumir responsabilidades, relacionarse con otros, administrar tiempos y recursos, confiar en terceros el desarrollo de actividades, etc. Por lo tanto, todo proyecto requiere de un grado básico de desarrollo de capital humano y de cierto soporte comunitario o capital social. 4

Con respecto al capital humano, la experiencia demuestra que no resulta sencillo involucrar en determinado proyecto a las personas inmersas en una situación de pobreza extrema. Particularmente, en actividades tales como el diseño y la gestión del mismo, puesto que ambas actividades suponen un nivel de complejidad que a menudo las excede. En este sentido, sirvan como ejemplo las dificultades observadas para la definición de objetivos y metas (dos conceptos a menudo difíciles de diferenciar para los involucrados), y hasta de la posibilidad de pensar en términos de estructura grupal asumiendo un horizonte temporal de – como mínimo- mediano plazo.
De hecho, la mayoría de las personas en situación de pobreza extrema viven en un puro presente, en el tiempo real de la supervivencia. Y –aun cuando los inconvenientes antes mencionados puedan no ser exclusivos de los sectores pobres- está claro que en ellos tienden a empeorar. Lo cual no quita que, en ocasiones, incluso el trabajo en grupos de sectores medios con cierto grado de educación resulte dificultoso.

Estos requerimientos -intrínsecos a la propia lógica de los proyectos- sesgan negativamente la participación de personas pobres en la formulación y gestión de los mismos, relegándolas por consiguiente y en gran cantidad de ocasiones, a la mera condición de receptores o ‘beneficiarios’ de los bienes o servicios generados a través de esas mismas iniciativas. De allí que estos escollos –dado que los proyectos son la única posibilidad de acceder a los recursos- a menudo sean saldados a través de la contratación de ‘especialistas’ o gestores, en la jerga de las políticas públicas.
Por consiguiente, los mentados proyectos (al ser traducidos en formularios de presentación ante una agencia de financiamiento) pocas veces tienen en cuenta las verdaderas características y posibilidades de los grupos sociales existentes detrás de esas carpetas. Por esto mismo, no es de extrañar que (una vez aprobados los proyectos) el espejismo comience a deshacerse y distintos problemas, a surgir. En especial, se trata de inconvenientes relativos a la gestión que tornan imprescindible la labor de los ‘especialistas’, reforzando así la dependencia establecida desde el primer momento.

En esta instancia se podría identificar -a modo de imagen y como elementos claramente diferenciados- lo que bien podríamos denominar las vidas paralelas de un proyecto. La primera de dichas “vidas” estaría asociada a su manifestación como ‘formulario´, mientras que la otra referiría a su desenvolvimiento como ‘proceso social’. Considerar, pues, únicamente la primera de ellas supone confundir el camino o, al menos, salir en busca de un atajo que, en verdad, conduce a un sitio distinto de aquel al que en principio se quería arribar. Por el contrario, comprender a los proyectos como pequeños procesos sociales habilita la posibilidad de establecer el itinerario a seguir hasta llegar al destino elegido, más allá que finalmente se lo pueda (o no) alcanzar. De allí la importancia de que los grupos destinatarios puedan asumir dichos proyectos como propios, y en sus distintas dimensiones. Pueden, por caso, encargarse de su elaboración -incluyendo su escritura en un formulario- y también de su desarrollo.

En lo relativo al capital social, en primer lugar se puede sostener que la estrategia de políticas sociales desplegada en los noventa trabajó con sobreentendidos, dando por ejemplo como ciertas determinadas condiciones respecto de la situación de contexto. Entre las creencias o supuestos más comunes de aquellos años podría mencionarse la existencia de un grado de organización social importante (redes, solidaridades primarias, etc.) en gran parte de las comunidades pobres del país. Sin embargo, la realidad demostró la inexactitud de dicha presunción y, de hecho, distintos estudios en la materia dan cuenta de la heterogeneidad existente aún hoy en día en el campo de las organizaciones sociales. 5
Para ser más precisos, podríamos decir que este tipo de capital no se encuentra uniformemente distribuido en la sociedad argentina, y aquellas comunidades con pobreza material de larga data cuentan -en general- con idéntico grado de pobreza organizativa. Algo que – y quienes trabajan apoyando el desarrollo de proyectos lo saben perfectamente- bien puede formularse en forma de regla: cuanto menor sea el desarrollo organizacional de un grupo o comunidad, mayor será el trabajo previo que se requiera para la formulación y puesta en marcha del proyecto. Así, la prolongación de la situación de pobreza atentó en muchas ocasiones contra la generación de mecanismos de reciprocidad, la participación en espacios públicos y el sentido de pertenencia a comunidad, todos ellos soportes indispensables para el desarrollo de cualquier iniciativa.

En la década del noventa, y para el caso argentino, el poder desarticulador de la pobreza de larga data quedó de manifiesto en la descomposición de los lazos sociales y la ruptura de las solidaridades primarias, un fenómeno propiciado además por el discurso y las prácticas de las políticas neoliberales vigentes en ese entonces. Coexistieron en aquellos años, aunque contradictoriamente, aspectos asociados al incremento de actitudes individualistas con acciones destinadas a la promoción de la organización social. 6
Como resultado, a menudo los proyectos quedaron ‘atrapados’ en esas contradicciones.

En resumidas cuentas, y a modo de primer corolario, puede sostenerse que la situación de pobreza se torna, por una parte, en el objeto de cambio de los pequeños proyectos sociales pero, por la otra y paradójicamente, en un importante impedimento para la concreción de los objetivos propuestos. Este diagnóstico, en particular en lo que toca al segundo aspecto, dio lugar a la puesta en marcha de toda una serie de programas de fortalecimiento de grupos e instituciones orientadas a contrarrestar en algo esa ausencia de capital social, indispensable para la puesta en funcionamiento de los pequeños proyectos sociales. 7

2.2 Proyectos y actores sociales

El campo de acción de los proyectos -además de estar relacionado con entornos signados por la pobreza- suele constituirse en un espacio en el que conviven múltiples lógicas de acción propias de distintos actores. El interés en el estudio de los actores radica en que son quienes contribuirán (o no) a la construcción de la viabilidad social del proyecto. Por este motivo se torna indispensable entender el entramado social que permitirá que el proyecto en juego sea concretado exitosamente. De todos los actores intervinientes, aquí apenas nos limitaremos a abordar algunos respecto de los que se plantean, a su vez, sólo determinadas cuestiones en particular.

Desde la identificación de necesidades y problemas relevantes hasta el logro de los objetivos fijados, resulta sumamente importante el modo en que se construyen y desarrollan las relaciones entre los actores. ¿Por qué? Porque es precisamente en esta instancia en la que se juega el proyecto como proceso social, como oportunidad de fortalecer capacidades para el cambio (abriendo instancias de participación y organización de los sectores populares) o, por el contrario, como simple posibilidad de atraer recursos al barrio o la comunidad.
Este encuentro de actores constituye, o mejor dicho, resulta ser un aporte fundamental para la construcción de las posibilidades con las que cuenta el proyecto. En otras palabras, el encuentro de actores barriales puede desencadenar procesos participativos y organizativos o – en su defecto- constituir una mera sumatoria de sellos y cartas de aval en la carpeta de presentación del proyecto.

En principio, deben mencionarse los grupos destinatarios de los servicios o bienes generados por los proyectos, aquellos quienes desde agencia de apoyo a proyectos aparecen como “beneficiarios”. Una denominación por cierto paradójica (cuando no contradictoria) teniendo en cuenta que para ser tal hay que ser pobre o vulnerable en algún aspecto, algo así como haber sido – y antes que nada- “beneficiado” con la pobreza (¿?).
En general, y más allá de la anterior polémica, los destinatarios suelen ser personas pobres que ven a los proyectos –sobre todo a partir de la dinámica de funcionamiento establecida en los años ochenta y noventa- como una posibilidad (cuando no la única) de acceder a recursos para ellos y sus barrios, en un marco de dramáticas restricciones materiales. En este sentido, cabe preguntarse qué sucede con ellos, qué rol suelen asumir en las distintas instancias del ciclo de vida del proyecto. En general, esos espacios participativos son asumidos por estos grupos sociales, aunque también corresponde consignar que estas intervenciones suelen ser conducidas o “tuteladas”, particularmente desde el lado de las agencias de apoyo a proyectos. De allí que estos últimos suelan plantearse más en función de los intereses y prioridades de las agencias de financiamiento que de las necesidades de la comunidad.

En relación a estos procesos participativos, también cabe apuntar que los destinatarios a menudo perciben cierta contradicción entre a) el espacio generado alrededor del proyecto donde -trabajo de los promotores sociales mediante- suelen ser escuchados y tenidos en cuenta y b) la situación de contexto más general en las que sus chances de ser considerados suelen ser sustancialmente menores y, en la mayoría de los casos, quedan restringidas a las consultas electorales.

En todo caso, entre destinatarios y agencias de financiamiento están los promotores sociales y mediadores políticos. Existe – en particular sobre estos últimos- estudios realmente significativos (Auyero, 2002), por lo que este comentario está centrado más que nada en los promotores sociales, agentes comunitarios o simplemente técnicos, como los denomina el argot del caso. Los mismos entran en la escena barrial casi simultáneamente con el surgimiento del uso de los proyectos y la constitución de las primeras organizaciones de apoyo técnico. Hasta podría decirse -sin temor a errores- que hoy en día constituyen parte del paisaje o, mejor dicho, del elenco de gran parte de los barrios periféricos de cualquier gran ciudad latinoamericana.

Esta centralidad en la escena barrial despertó en muchos barrios el interrogante sobre el o los verdaderos objetivos de los técnicos. ¿Acaso buscan facilitar el trabajo de las agencias de apoyo a proyectos o más bien promover el desarrollo de los grupos de población pobre? En realidad, la anterior disyuntiva puede allanarse ubicando la cuestión en el justo medio y diciendo que, en gran medida, los técnicos ofician de bisagra entre los intereses de las agencias y las expectativas y necesidades de los destinatarios. En muchas oportunidades, además, esta tarea -por demás loable- no resulta nada sencilla puesto que, por un lado, supone descifrar acertadamente los objetivos y mecanismos de funcionamiento de las agencias de apoyo a proyectos y, por el otro, conjugar esa lógica con la dinámica social en que se expresan las necesidades y las capacidades del barrio.

En cuanto a las agencias de apoyo a proyectos suele ser mucho lo dicho, pero también lo que resta por decir. En búsqueda de las tan remanidas eficacia y eficiencia, gran parte de las mismas optaron por recortar sectorial y poblacionalmente sus intervenciones. De allí que hoy, por ejemplo, se preste apoyo a acciones específicas y acotadas tales como un proyecto de prevención de enfermedades de transmisión sexual destinado a adolescentes o de promoción de la empleabilidad de desocupados de larga data, etc.
Estas orientaciones, una vez “bajadas” a los hechos, instalan singulares prácticas en el territorio. Un ejemplo ilustrativo: luego de llevado a cabo un concurso de proyectos destinado a apoyar a la creación de espacios de encuentro comunitario, muchos pueblos terminaron contando con muchos más salones de usos múltiples de los necesarios. O, dentro de esa misma lógica perversa, un programa que requería a sus participantes la condición de tener menores a cargo promovió que muchas adolescentes quedaran embarazadas para poder así acceder al ‘beneficio’ del programa.
Estos simples ejemplos demuestran cómo, dado cierto nivel crítico de restricciones materiales, a menudo la lógica de funcionamiento de los proyectos termina invirtiéndose. Así, en vez de formularse a partir de las necesidades y problemas de una comunidad, la “realidad” comienza a transformarse (y no siempre para mejor) a partir de la oferta de financiamiento por parte de las agencias.

Sin lugar a dudas, el Estado -cuando asume el rol de agencia de apoyo a proyectos- merece un comentario aparte. Porque, en su caso, además de las anteriores afirmaciones también caben otras concernientes a su pretensión de asumirse como portador del bien común. En este sentido, cuando el Estado elige intervenir en base a la implementación de proyectos, automáticamente provoca múltiples efectos en las representaciones que tienen de él los sectores pobres.
Entre los disparadores de esta situación cabe mencionar: las apariciones intermitentes del Estado asociadas al propio funcionamiento de los concursos de proyectos. En el marco de estas actividades se propicia la competencia entre los distintos proyectos, y por ende, pareciera haber entonces grupos sociales más merecedores de la asistencia que otros. En síntesis, a partir de ese acceso diferenciado a los recursos el concepto mismo del bien común se desdibuja y pierde claridad.

De más está decir que estos comentarios no agotan el análisis de los actores y sus vinculaciones con los proyectos, y sólo tuvieron la intención de presentar un tema por demás amplio y complicado.

En resumidas cuentas, y como nuevo corolario, puede sostenerse pues que no parece sencillo -y los hechos así lo confirman- que estos actores puedan conjugar fácilmente sus intereses y esfuerzos de manera mancomunada detrás de un proyecto. En todo caso, el conocimiento del sentido de su lógica de acción posibilita una mejor comprensión de la situación en la que se insertan los proyectos, sus oportunidades y limitaciones.

2.3 Proyectos y ¿asepsia política?

Dentro del campo de las políticas públicas y, en particular, las políticas sociales, suele ser común entender a las esferas técnicas y políticas como áreas escindidas y, en muchos casos, incluso contrapuestas. 8
Pero en realidad, detrás de la supuesta búsqueda de asepsia de las tareas técnicas, no hay otra cosa que una práctica política. Así al menos se desprende de parte análisis hecho con anterioridad respecto del rol de los técnicos. En las siguientes líneas se intenta profundizar este argumento.

En esta materia, cabe establecer dos niveles de análisis: por una parte, el de la política como práctica clientelar y, por la otra, como instancia más general capaz de promover transformaciones en la realidad social. En este sentido, y respecto del primer nivel de análisis, resulta conocida aquella posición para la que la introducción de los proyectos repercutió favorablemente en la asignación de recursos en detrimento de su uso discrecional. De esta manera los proyectos introducen cierta lógica en la atención de prioridades, la evaluación de estrategias de intervención, el uso eficiente de los recursos, etc. Esto es claro y aquí parece no haber gran discusión.

En relación a la segunda instancia, sintéticamente puede sostenerse que los proyectos se instauran sobre un equilibrio inestable, definido por la tensión constante entre perpetuar el actual “estado de cosas” y posibilitar procesos de cambio social. En principio, cabría mencionar que los proyectos (por su misma especificidad) no pueden resolver la cuestión de índole macro 9.
De hecho, los mismos circunscriben el análisis de un problema a un espacio acotado (por caso, a un barrio). Y a partir de la elaboración de un diagnóstico, en el que se delimitan las causas y efectos del problema, se establecen relaciones, etc. De esta manera, las manifestaciones de la pobreza, por caso, se presentan como pasibles de ser solucionadas o, al menos, atendidas. Este recorte –en ocasiones aconsejable desde lo metodológico- opera sin embargo (y aún sin proponérselo) como un verdadero mecanismo de ocultamiento con respecto a las causas económicas, sociales y, por qué no, hasta políticas de la pobreza que se propone paliar.
En un árbol de problemas no se evidencia el poder de los sectores dominantes, por ejemplo, ni existe mecanismo lógico que permita presentar de una manera clara las profundas causas involucradas en un determinado estado de cosas. La técnica de formulación pierde entonces su supuesta asepsia, deja de ser ingenua, toma partido. Así, al abrir espacios acotados de intervención, los proyectos terminan siendo funcionales a aquella perspectiva – cuestionable, por cierto- según la cual “todo cambio es para que nada cambie”.

En contrapartida a estos comentarios, se podría argumentar (y con razón) que, cuando un proyecto se lleva a cabo desde una mirada participativa, los procesos puestos en marcha indefectiblemente fortalecen la capacidad de análisis crítico de la realidad por parte de los destinatarios. Algo que, a menudo, supone el primer e indispensable paso en una comprensión de la pobreza como fenómeno pluricausal. Es decir, puede que los proyectos no resuelvan importantes problemas sociales como la desigualdad social, la pobreza o la desocupación, lo cual no quita que -en determinadas situaciones- éstos contribuyan a un fortalecimiento de prácticas ciudadanas y una profundización de la democracia a partir de la que buscar alternativas de respuesta a esas situaciones.

Esta ambivalencia o tensión, claro está, plantea dos alternativas de resolución enfrentadas. La primera, que los proyectos sirvan simplemente como instrumentos para introducir una mayor racionalidad en el uso de recursos. La segunda, que puedan dar lugar a procesos participativos y de organización social más amplios, a partir de los cuales generar otros impactos de más largo aliento.

Esta línea argumentativa, sin embargo, podría ser refutada simplemente diciendo que los comentarios previamente formulados se corresponden solamente con los proyectos inscriptos en un tipo de planificación tradicional, en la que no se lleva a cabo un análisis situacional contemplando que los distintos actores tienen distintos propósitos políticos y en la que el conflicto no es asumido por quien planifica. Aun cuando este comentario sea pertinente, no menos apropiado resulta apuntar que hoy en día “…el abandono de la metodología tradicional de programación no ha sido universal. Sus alternativas no alcanzaron aún el grado de consolidación que aquella supo disfrutar por tanto tiempo, tal vez por su mayor complejidad y variedad…” (Martínez Nogueira, 1998; p.25)

En síntesis, y quizás como principal logro atribuible al uso de los proyectos, debería consignarse su capacidad para restringir el uso clientelar de los recursos públicos y su contribución a la generación de espacios de participación social. En efecto, “…los grupos en situación de desventaja encuentran en estos proyectos la única opción de protagonismo -aunque sea limitada- en asuntos que les conciernen y que les ofrecen ámbitos de sociabilidad, identidad, lealtades internas y vinculaciones con sectores de poder, además de acceso a bienes esenciales y a la capacidad de gestión para involucrar a familias enteras en el mercado asistencial…” (Cardarelli y Rosenfel, 1998; p.74)
Quizás, y este podría ser el tercer corolario, el punto de inflexión sea naturalizar un modo de intervención que despoja a la problemática de la pobreza de su ‘causas profundas’ aquellas vinculadas al funcionamiento de la economía y el sistema de dominación política. En la práctica, los proyectos siempre se inscriben en una práctica política más allá del sentido que esta asuma.

Palabras finales

Durante los últimos años, el uso de proyectos se generalizó al punto tal de convertirse en ‘natural’. En determinados casos, las organizaciones fueron constituyendo y hasta variando su misión institucional a partir del desarrollo de distintos proyectos sociales, como si poco o nada existiese más allá de estos. Así, organizaciones y proyectos se transformaron casi en sinónimos, en una misma cosa.
Como resultado, las ‘ganancias’ propias de la lógica de funcionamiento de los proyectos (establecer un diagnóstico, objetivos, estrategias de acción, etc.) terminaron atenuándose hasta casi desvanecerse. La razón: los proyectos funcionaron, en muchas ocasiones, como simples canales de asignación y transferencia de recursos.

Este artículo intentó aportar algunos elementos para problematizar situaciones como la anterior. En primer lugar, se reconstruyó en parte la historia de la planificación social. Luego se revisaron los prerrequisitos para la puesta en marcha de cualquier proyecto (capital humano y social), la necesidad de conciliar los distintos intereses y lógicas de acción social en función de construir la viabilidad social del proyecto (las relaciones entre actores) y, por último, se comentó la tensión entre la posibilidad de consolidar el actual ‘estado de cosas’ o lograr cambios en las condiciones de vida de los sectores pobres (su relación con la política) en que se inscriben las prácticas basadas en proyectos.

En cualquier caso, de lo que se trata es de considerar los aspectos antes revisados y de sumar otros, priorizando en todos los casos la mejora en las condiciones de vida de los sectores más postergados de la sociedad. En esta discusión a futuro, cabe también interrogarse en qué medida resulta apropiado a la implementación de proyectos, así como también qué esperar de estos. Por lo que vale desandar el camino y utilizar selectivamente a los proyectos como instrumento de intervención social.
Estos comentarios, vale repetirlo, no pretenden de ningún modo menoscabar los aportes de los proyectos, sino más bien situarlos en las coordenadas sociales actuales para -de este modo- acrecentar sus aportes y potenciar sus impactos. Para concluir, sólo resta agregar que el abordaje y desarrollo aquí abierto alrededor de los proyectos sociales concita más interrogantes y nuevas dudas que certezas. En todo caso, y de haberlo logrado, éste - y no otro- pretendió ser su aporte.

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NOTAS

1 Este artículo surge del intercambio de opiniones con otros colegas y reflexiones propias entorno de experiencias de apoyo a la generación de proyectos propiciada desde programas sociales estatales y de la realización de talleres para la formulación de proyectos llevados a cabo en distintas instituciones educativas y organizaciones de la sociedad civil. En todos los casos, las afirmaciones aquí sostenidas son sólo responsabilidad del que suscribe.

2 Para consultar en detalle en qué consistió esta política, se puede consultar “The 1961 Foreign Assistance Act” (http://www.usaid.gov/about_usaid/usaidhist.html)

3 La denominada “guerra contra la pobreza” surge, en realidad, como iniciativa estadounidense bajo la presidencia de Lyndon Johnson en 1964. No obstante, la expresión “guerra contra la pobreza” fue reasumida, principalmente por los Organismos de Crédito Multilateral, durante los noventa para designar a las políticas focalizadas.

4 Por capital social se entiende al “…agregado de los recursos reales o potenciales que se vinculan con la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento o reconocimiento mutuo…” (Bourdieu, 1985). De hecho, el capital social suele ser una precondición para el desarrollo económico, como así también para un gobierno efectivo (Putman, 1999)


5 Por caso puede verse al respecto el documento Hacia la constitución del Tercer Sector en la Argentina, Centro Nacional de Organizaciones de la Comunidad. Secretaria de Desarrollo Social. Buenos Aires, 1998. También pueden revisarse a tal efecto los documentos elaborados por el GADIS

6 En este sentido cabe revisar a los distintos programas sociales de la época para encontrar en los mismos componentes destinados a la promoción y fortalecimiento del capital social.

7 A modo ilustrativo se pueden mencionar al Programa de Fortalecimiento de la Sociedad Civil (Argentina), Programa de Fortalecimiento de la Sociedad Civil Dominicana (Republica Dominicana) Programa ejecutivo para ONGS de ALC (Costa Rica)

8 En gran parte de la literatura abocada a las políticas públicas se suele sostener que la administración, o para el caso la función de los técnicos, queda fuera del dominio propio de la política. Las cuestiones administrativas no son cuestiones políticas y aunque la política fija las tareas de la administración, debe abstenerse de manipular sus oficinas. Se puede consultar en esta materia los escritos de Oszlak, O, por ejemplo, Políticas Públicas y Regímenes Políticos.

9 En relación a esta temática se puede consultar el texto de Martinez Nogueira (1991)



* Datos sobre el autor:
* Esteban Bogani
Egresado de la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires. Se agradecerá el envío de comentarios a la dirección de correo electrónico: eboga@yahoo.com

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