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Edición N° 26 - invierno 2002

ATENEO: Hospital de Emergencias Psiquiátricas “Torcuato de Alvear”
El chico de la tapa

Por:
Lic. Corina Comas
*
(Datos sobre la autora)


“El chico de la tapa tiene
algunos asuntos
pendientes...”

Lautaro llega a la guardia del hospital el 19/9/01 a las 23 hs. con orden judicial de internación del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Nº 7. Viene derivado de la Casa de Admisión del Circuito de Jóvenes en Conflicto con la Ley dependiente del Consejo Nacional de la Niñez, la Adolescencia y la Familia. Trae un informe médico donde consta un “episodio de excitación psicomotriz y conductas autodestructivas” ocurrido en horas anteriores.

Frente a la evaluación de los profesionales Lautaro se niega a aportar datos de su historia, se pone “nervioso” cuando lo interrogan acerca de su familia. Sólo refiere que se cortó los brazos porque no le gusta “estar encerrado” y que consume drogas desde la pubertad, aunque no lo hace actualmente.

Queda internado en guardia “acompañado” por un custodio de minoridad.

Al día siguiente pasa a Sala de Adolescencia. Allí, decide contar algo más sobre su historia. Se encontraba bajo régimen de libertad condicional, trabajaba en una verdulería y en una carnicería, y periódicamente debía comparecer ante el Juez. Sin embargo no había concurrido a la última audiencia. Hacía aproximadamente quince días lo habían detenido por pedido de captura mientras estaba realizando compras en una panadería de su barrio. Luego, había sido llevado ante el Juez y de allí trasladado a la Casa de Admisión mientras se definía su destino.

No era esa la primera vez que pasaba por instituciones de minoridad. Desde los nueve años estaba en la calle y había pasado por distintos institutos de menores (posteriormente nos enteraríamos por el Juzgado que tiene alrededor de once causas), recuperando su libertad gracias a sucesivas fugas de los mismos. Pero ahora había encontrado otro modo de escapar de estas instituciones: perder el control, romper muebles, lastimarse, amenazar con quitarse la vida delante de otros internos y del personal.

Al cabo de un día en el hospital, Lautaro comenzó a plantear que se sentía “cómodo”, “tranquilo”, manifestando su intención de quedarse allí hasta que cumpliera dieciocho años, fecha en la cual se “borrarían” sus causas, o hasta que él considerara adecuado “pedir el egreso”. Frente a la posibilidad del alta de internación despliega una serie de amenazas, a la vez que transgrede normas institucionales y desafía permanentemente a algunos enfermeros que lo tratan con cierto recelo por su condición de “delincuente”.



“... su madre está de yiro y sus

hermanos bebiendo en el

bar.”

Un par de días más tarde, Lautaro se transforma en “Pesadilla”, tal como lo había apodado un compañero de Casa de Admisión dado el carácter incesante de sus demandas.

En principio pide comunicarse con su madre. Dado que en su casa no tenían teléfono debía llamar a la Comisaría que quedaba en la misma cuadra y esperar que fueran a buscarla. En reiteradas ocasiones acompañé a Lautaro (y a su custodio) hasta un teléfono desde el cual se pudieran realizar comunicaciones de larga distancia. Generalmente, el intento se frustraba. En este orden de aparición, la respuesta que obtenía desde la Comisaría era que su madre no quería atender, que no disponían de personal para ir hasta su casa, o directamente al reconocer su voz le cortaban. Lautaro salía ofuscado, golpeando cuanta silla o escritorio se interpusiera en su camino y rezando un rosario improperios hacia la policía. No obstante, no claudicaba. Para intentar poner un orden a la demanda le propongo que establezcamos día y horario de llamada, lo cual podía respetar en la medida que su impulsividad se lo permitía.

En algunas situaciones la impulsividad cedía frente a la desesperación. En más de una oportunidad llegaba por la tarde al Servicio Social diciendo: “no doy más, quiero hablar con ella”. Allí se le ocurrió que podía llamar yo y cuando la madre atendiera pasarle el teléfono, bajo la premisa de que la policía tenía “algo” con él, pero a mí no me iban a negar esa posibilidad. Ponemos en práctica esta idea, pero el resultado no fue el esperado. El cabo que contesta el teléfono me dice que ellos no pueden perder tiempo porque “la señora también es medio insana, no quiere tener nada que ver, cuando la buscamos no abre la puerta o te saca volando... nosotros ya no vamos, no disponemos de personal”. El cabo me comunica con un oficial a quien solicito ¿en un rapto de inocencia? que trate de explicar la situación al paciente y no le corten el teléfono cuando llama.

Lo interesante de estas escenas era la posibilidad de interactuar con Lautaro fuera del ámbito de la sala de internación y en un espacio abierto por su propia demanda. Mientras esperábamos los diez minutos que desde la Comisaría nos pedían para ir a buscar a su madre, Lautaro traía diferentes temas. Preguntaba por la medicación, hablaba de la música que le gusta, de su intención de pedir al Juzgado que lo “traslade” por unas horas a visitar a su madre (tal como lo habrían hecho alguna vez), de la situación de calle en que había vivido, de los trabajos que había tenido. Sin embargo, cuando lo interrogaba intentando ahondar en su trayectoria biográfica, pedía disculpas argumentando algún malestar físico y daba por terminada la charla.



“Y pasan los barbones, los

snobs y los hincha pelotas

los tanques, las estrellas,

las revistas y la Federal.

Y yo me río de todos en la

cara son unos idiotas

un ángel me vigila y me

protege en esta ciudad.”

Otra de sus demandas recurrentes fueron los permisos de salida. Una vez que Lautaro conoció el movimiento de la Sala comenzó a exigir igualdad de trato con los otros pacientes. Pide permiso “para ir una hora a Carrefour” acompañado por el custodio y “esposado”. Explico que fundamentalmente por su situación procesal no podía salir del hospital. Lautaro argumenta: “yo no puedo ser procesado ni encarcelado porque soy menor”. Reconozco la veracidad de sus palabras, pero agrego que una causa correccional equivale para los menores a una causa penal para los mayores de 18 años, y que en este momento se encuentra bajo la tutela del Juez, quien dispone de él como menor mientras la causa siga su curso. Lautaro abandona el consultorio sin decir palabra.

Más tarde continúa insistiendo en el tema. Le propongo que hable con el Jefe del Servicio, dado que por lo visto las razones que yo esgrimiera parecían no alcanzar. Allí me dedica sus primeros desafíos, invitándome a transgredir las normas: “¿me va a decir que los médicos no pueden darme un permiso sin que el Juez se entere?”. Continúo firme en mi postura y entonces me pide hablar con su madre. Como estaba ocupado el teléfono, le pido el número de la Comisaría para hacer el contacto, con el compromiso de buscarlo cuando lograra comunicarme. Lautaro se niega a darme el número y me reta a conseguirlo por mis propios medios. Apuesta cesar en su demanda si lo logro. Gano la partida y Lautaro cumple su promesa.

Entre tanto el proceso judicial iba siguiendo su curso. El Defensor había solicitado la evaluación de médicos forenses a fin de determinar si el paciente podía ser trasladado a una comunidad terapéutica. Pero en la entrevista con el forense Lautaro volvió a “pasar por loco”, como sabía hacerlo cuando quería escapar del encierro, por lo cual se desaconseja esta opción.

Con unos pocos movimientos, Lautaro lograba poner en jaque el sistema institucional y dejar en evidencia su incapacidad para dar respuesta a la complejidad su problemática. El Consejo Nacional de la Niñez, la Adolescencia y la Familia no lo admitía dado su cuadro psiquiátrico y potencial agresividad. La comunidad terapéutica lo rechazaba argumentando que su finalidad no era atender patologías duales. La familia era un camino que se había probado anteriormente y que tampoco había dado resultados favorables. Finalmente el hospital, que por todos los medios trataba de expulsarlo dado que su “trastorno de personalidad antisocial” generaba conflictos permanentes en lo cotidiano.

El Juzgado ordena una nueva evaluación del Consejo. La profesional que lo entrevista en el hospital propone derivarlo a una Residencia Educativa, institución orientada a la reinserción social de adolescentes con causas penales. No obstante, faltaba la evaluación de la trabajadora social, situación que acarreó una serie de dificultades relacionadas con la coordinación interinstitucional. Lautaro debía trasladarse hasta las oficinas del Consejo, el problema era quien haría efectivo dicho traslado. En principio el Juzgado ordenó que fuera trasladado en un móvil policial, pero no había personal disponible. Entonces la responsabilidad recayó sobre el Consejo, quienes cumplieron con la orden previo cruce telefónico de palabras conmigo, dado que el pedido había sido formulado desde el hospital.

Lautaro se encontraba ansioso y preguntaba por qué tenía que seguir siendo evaluado por tantos profesionales si ya había hablado con dos forenses. Explico que el Juzgado lo requería para definir el seguimiento de su causa. Lautaro insiste: “¡pero si yo voy a vivir con mi mamá!”. En una catarata de insistencias (de Lautaro y mías), reitero que la decisión está en manos del Juez y le propongo que él mismo llame al Juzgado y plantee allí sus dudas y cuestionamientos.

Al regresar de la entrevista Lautaro dice: “me fue mal, me preguntaron boludeces como siempre... qué consumo, cuánto consumo...” Pregunta qué pasó con los permisos de salida para visitar a su madre y con el traslado. Le ofrezco el teléfono para que llame al Juzgado. Acepta, marca el número y me pasa el tubo. Pide que hable y le pase el teléfono porque no sabe qué decir. Corto y respondo negativamente, diciendo que tanto el interés por llamar como el expediente son responsabilidad suya. Me pregunta qué debe decir cuando lo atiendan. Ensayamos una idea y finalmente se comunica, plantea su inquietud y solicita una audiencia. Luego me cuenta que no hay posibilidades de que lo lleven a visitar a su madre porque el lunes lo trasladan a otra institución: “yo de ahí me voy a fugar y me voy a presentar solo ante el Juez”. Trato de introducir algunas cuestiones acerca de las consecuencias negativas de tal decisión. Lautaro persiste en la idea y me deja hablando sola.

En horas de la tarde de ese mismo día recibo una llamada desde el Juzgado donde citan a entrevista al Jefe del Servicio y la psicóloga tratante dado que no había sido admitido en la Residencia Educativa porque Lautaro había expresado que quiere quedarse en el hospital. Transmito esto al equipo y al Jefe del Servicio, quien se niega a asistir a dicha entrevista dado que “no debe quemarse la cabeza del jefe en la primera opción” y se compromete a asistir en una segunda oportunidad, de ser necesario.

Luego de dicha entrevista Lautaro es citado a audiencia. Se mostraba contento con la oportunidad de ser él mismo quien expresara su opinión ante la Secretaria del Juzgado. Antes de partir me pregunta por su aspecto físico: “¿cómo estoy?”. Le preocupa su presentación, hablamos de ello y de cómo se sentiría más cómodo. Por el momento el tema era: “¿voy con pantalón largo o corto? ¿me visto cheto o tumbero?”. Decide ir “cheto” para dar una buena imagen, aunque aclara que eso no significa que él sea un “careta”.

Luego de la audiencia Lautaro vuelve al hospital más animado. El Juzgado ordenaría una nueva evaluación por parte del Consejo para reconsiderar el ingreso a la Residencia Educativa: “me van a trasladar a una institución con más libertad... quiero estudiar, terminar 7mo. grado, quiero volver a trabajar...”. Hablamos sobre la importancia de poder sostener estos proyectos en función de cuidar su libertad. Lautaro dice que quiere hacer tratamiento en el hospital con el mismo equipo que lo atendió en la internación.

Sin embargo la evaluación se demora porque el Consejo no disponía de profesionales que pudieran llegar hasta el hospital para entrevistar al paciente. Lautaro comienza a manifestar sus “nervios” por la espera y termina con contención física y farmacológica. Luego se preocupa por lo sucedido, dado que el Consejo puede cambiar de opinión y derivarlo a un instituto de seguridad, y pide disculpas al equipo tratante por lo que hizo.

Al día siguiente llega el profesional del Consejo que debía evaluarlo. A pedido de Lautaro el equipo está presente en la entrevista. Allí se entera del funcionamiento de la Residencia Educativa y las responsabilidades que implica su estadía en esa institución.

Sin conocer el lugar, me dice que le gusta porque conoce el barrio, él “paraba” en una plaza y trabajaba en una parroquia cercanas. Estábamos hablando de eso en el patio de la Sala cuando su custodio me llama y manifiesta su “preocupación” por una posible intención de fuga dado que Lautaro tiene “demasiadas” precisiones sobre el “instituto” y la fecha del traslado. Aclaro, con un dejo de ira, que Lautaro no va a ningún instituto de seguridad sino que a una Residencia Educativa, lo cual cuenta con su total acuerdo. Retomo el diálogo con el paciente, pero no puedo dejar de pensar en las palabras del custodio, quien en ese momento encarnó la actitud de todos los agentes institucionales que alguna vez se cruzaron en la historia de Lautaro y le cerraron la oportunidad para configurar sus relaciones de un modo diferente, incluso en el hospital.

Por fortuna, la situación no siguió dilatándose y al día siguiente (9/11/01) Lautaro fue trasladado a la Residencia Educativa en una camioneta del Consejo. Se llevaba en el rostro una gran sonrisa en la cual se concentraban las expectativas de comenzar en un lugar nuevo y el miedo a lo desconocido.


“Yo siempre viví en la boca
del diablo
naciendo, muriendo y
resucitando...”

Días más tarde recibimos una llamada telefónica de la psicóloga de la Residencia Educativa. Lautaro había protagonizado un episodio de excitación psicomotriz al no tener respuesta frente a su demanda de “traslado” para visitar a su madre y sus dificultades para dormir sin recibir medicación. Ésto había ocurrido por la noche, por lo cual fue asistido por la guardia del Hospital Piñero, donde recomendaron consultar con un psiquiatra del Alvear acerca de la conveniencia de mantener un tratamiento psicofarmacológico.

Lautaro no quería cualquier psiquiatra. Reclamaba la atención de su equipo tratante.

Habiendo evaluado la situación, decidimos ir una mañana a la Residencia Educativa como modo de hacer sentir a Lautaro que su derivación no entraba en la serie de abandonos que habían marcado su historia. En diversas ocasiones habíamos discutido en el equipo acerca de lo que nos generaba el trabajo con este paciente. Generalmente, al llegar a la Sala nos encontrábamos con las quejas de algunos enfermeros por la conducta de Lautaro y con una lista de transgresiones, algunas de las cuales quizás hubieran sido aceptadas como propias de la patología si se trataba de otro paciente. Pero Lautaro llevaba la marca de ser un “marginal”, un “delincuente” y un “psicópata”, frente a ello nada era pasible de ser tolerado.

De modo contrario a lo que enseñan “los expertos en la clínica”, Lautaro parecía no generarnos esa sensación de incomodidad que se presenta en la interacción con los psicópatas. La puerilidad de sus manejos nos transmitía cierta sensación de desamparo, de búsqueda de límites y de reconocimiento a su presencia. Nos hablaba de su historia en la calle, de un padre que no conoció, de una madre que permanentemente lo expulsaba, de su deseo de ser alguien respetado aunque sea por la vía del delito, de su no-lugar.

Cuando nos vio en la Residencia Educativa, Lautaro nos recibió emocionado: “psicóloga, asistente... ¿¡vinieron!?”. Tanto más se agrandó su sonrisa cuando le confirmamos que habíamos ido a “verlo a él” para saber cómo estaba. Escuetamente nos contó cómo se encontraba en ese lugar, dado que se hallaba presente la psicóloga de la institución. Nos preguntó si podía continuar tratamiento con nosotras. Le planteamos que era posible y lo citamos para la semana siguiente.

Acompañado por el director de la Residencia Educativa concurrió puntualmente a la entrevista. Allí me contó algo más acerca de su integración con los chicos de la casa y de las responsabilidades que tenía. También habían comenzado a trabajar en la posibilidad de que terminara el primario y, lo que más le interesaba, de llevarlo a visitar a su madre la próxima semana. Acordamos que hablaríamos de ello en la próxima entrevista.

Pero no hubo próxima vez. Luego nos enteramos que después de la visita a la casa de su madre decidió irse de la Residencia Educativa porque sus hermanos lo “necesitan” y el debía trabajar para proveer a la familia.

El 30/11/01 reingresa por guardia acompañado por personal del Centro de Alojamiento de Menores en Tránsito y orden judicial de internación del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Nº 11. Había sido detenido por “infracción a la Ley Nº 23.737 (de estupefacientes)”. En el Juzgado Lautaro había dado un nombre falso. Desde el hospital se solicitó a la policía que tomara sus huellas dactilares para determinar su identidad. Quedó internado por tres días, fecha en que tenía que ir a declarar.

El 5/12/01 Lautaro es trasladado desde el Ce.Na.Re.So., con orden judicial del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Nº 7. Se lo interna transitoriamente en guardia hasta tanto sea derivado a una comunidad terapéutica.

Al día siguiente, según consta en la historia clínica, se convocó a una reunión en la que participaron el Jefe del Departamento Emergencias Psiquiátricas, el Jefe del Servicio de Adolescencia y dos psiquiatras, de la Guardia y de Adolescencia, en la cual “se discute la realidad sociopática” del paciente. De allí resultan las acciones subsiguientes: la psiquiatra y el trabajador social de la guardia informan telefónicamente al Juzgado acerca de la imposibilidad de mantener la internación dado que el paciente carece de patología psiquiátrica y se solicita custodio.

Se aplica un plan farmacológico orientado a evitar “conductas impulsivas”, léase “Lautaro no pudo levantarse de la cama por varias horas”. Esa misma tarde, cuando me iba del hospital lo encuentro saliendo de la guardia. Apenas si podía caminar. Me cuenta que lo “pichicatearon” y que no soporta más ese estado. Le digo que trate de no deambular porque puede caerse y que mañana hablamos.

Mañana será otro día... pero ¿cuál? Alrededor de las 21hs. Lautaro se fuga del hospital.



“No voy a morir de amor

no voy a morir de amor...”

El 12/4/02 Lautaro ingresa al hospital por cuarta vez, derivado por el Consejo Nacional de la Niñez, la Adolescencia y la Familia con un cuadro de “descompensación emocional... escuchó voces... sintió miedo... estuvo en la calle”. Se interna directamente en Sala de Adolescencia.

Casualmente (¿ ?) ese mismo viernes por la tarde había estado comentando que tenía pensado escribir un ateneo sobre este caso. El lunes me entero, por un comentario ocasional de una profesional de la Sala de Adolescencia, que Lautaro estaba internado. El cruce de miradas con quien había sido su psicóloga y la expresión casi al unísono de “está acá, eso quiere decir que no está muerto!” fueron inevitables.

Minutos más tarde Lautaro estaba en la puerta de la sala de profesionales preguntando por “su equipo tratante”. Insiste en que seamos nosotras quienes lo atendamos. Me impactó su aspecto físico. Habían pasado tan sólo cuatro meses desde la última vez que lo había visto, pero para él parecían haber pasado al menos cuatro años.

Tenemos una entrevista en la cual refiere que llegó al hospital porque quiere “rescatarse”. Pido que me cuente qué hizo desde que se fugó del hospital. Me responde con un gesto de sorpresa: “¡eh! ¿cómo que me fugué?”. Le respondo que no juegue de “careta” y que llamemos a las cosas por su nombre. Me cuenta entonces que estuvo en la calle, fumando pasta base hasta casi “darse vuelta”, lo cual le dio “miedo y bronca” y lo decidió a pedir ayuda: “quiero rescatarme... ¿qué voy a ganar en la calle?... nada voy a ganar”. Dice que entonces recurrió al Consejo del Menor. Ante mi pregunta, contesta que no recuerda con quien habló. Le digo que creo que sí sabe el nombre de esa persona, que cuando quiera puede decírmelo. Se queja porque está “empastillado” y me interpela “¿cómo puede ser? vengo a rescatarme de la droga y me tienen empastillado”. Remito a que hable de ésto con el médico. Al salir del consultorio me dice: “María, María se llama la señora con la que hablé”. María es la trabajadora social que lo había entrevistado antes de ser admitido en la Residencia Educativa.

Actualmente me encuentro trabajando, en coordinación con el Consejo, en la derivación de Lautaro a una institución adecuada a su problemática. Por mi parte, sólo pretendo que pueda encontrar un lugar donde se sienta más contenido y no reciba “dosis” tan altas de maltrato institucional como la que está recibiendo en el hospital, dado que hoy por hoy, ante la menor transgresión se le aplica medicación intramuscular que, literalmente, lo pone a dormir por dos días.

En la última entrevista, Lautaro me pregunta cuándo lo trasladan porque ya no quiere estar en el hospital. Respondo que en el Consejo me pidieron que le comunicara que “el traslado será la próxima semana”, pero debe “tener paciencia” y esperar que lo evalúen, de lo contrario “volver a la calle”. Le pregunto qué opción va a elegir. Me devuelve la pregunta insistentemente: “¿usted que dice que haga?”. Me resisto pero le respondo: “y, no sé, si pediste ayuda...”. Me mira sonriente y dice: “entonces, mejor espero ¿no?”. Nos despedimos hasta el lunes...

Mientras escribo este ateneo no puedo dejar de pensar en Lautaro: ¿estará en el hospital todavía? Quisiera llamar para confirmar que está ahí, para hablar con él y disuadirlo si piensa fugarse. Pero éste precisamente es el punto de incertidumbre de la intervención, donde el otro se escapa de nuestro dominio. Quizás el lunes no lo encuentre, pero Lautaro me demostró que su paso por el hospital de algún modo le brindó instrumentos para continuar sobreviviendo. De otro modo no hubiera regresado esta última vez.



* Datos sobre la autora:
* Lic. Corina Comas
2do. Año de la Residencia de Trabajo Social en Salud Mental

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