"El positivismo en el poder: Las prácticas preventivas y las acciones curativas".

Por:
Emiliano Arriaga Zugasti.
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(Datos sobre el autor)


Introducción.

Durante las dos últimas décadas del Siglo XIX, la República Argentina asistió a la definitiva consolidación de su Estado nacional. Fue en el transcurso de ese período, y aún con mayor vigor al iniciarse el Siglo XX, cuando el aparato estatal avanzó como nunca antes lo había hecho sobre el terreno de la intervención en lo social.

Por consiguiente, el Estado acentuó su predominio en la demarcación tanto de los medios como de los fines de la intervención, en detrimento del poderío eclesiástico y de otros factores de poder. Para la consecución de sus fines, quien controlase ahora la estructura estatal, tendría a su disposición un gran abanico de instituciones, prácticas y dispositivos.

Desde la perspectiva de la clase dirigente, orientada por una matriz de pensamiento imbuida de positivismo, la intervención del Estado debía cumplir con el objetivo de garantizar la paz y el orden, allanando así el camino hacia la administración y el progreso. En términos de la visión dominante, ello implicaba la aplicación de dos tareas en forma simultánea; vacunar y prevenir vía políticas integradoras; curar e inmunizar mediante políticas segregadoras.

Con el propósito de comprender cuáles fueron los rasgos más sobresalientes que caracterizaron el período temprano de la intervención estatal en lo social, el presente artículo aborda los aspectos fundamentales de tal cuestión analizando las intervenciones practicadas entre los años 1880 y 1916 aproximadamente.

La lógica que atraviesa el ensayo está motivada por el análisis de las representaciones sociales elaboradas por los dirigentes argentinos (caracterizadas por su perfil positivista), y por el estudio de los principales métodos de intervención, que, sin duda, se encontraban condicionados y eran producto de dichas representaciones.

Por lo tanto, el artículo consta de tres divisiones, en las cuales se trata, primero, la hegemonía del positivismo; luego, se lleva a cabo el abordaje de las políticas tendientes a la cooptación y a la búsqueda de consenso; y posteriormente, se da lugar al compendio dedicado a las intervenciones de neto corte represivo y segregador.

En suma, el ensayo permite divisar de qué manera, cierta representación de la realidad condiciona las prácticas estatales de intervención. Los dispositivos de intervención puestos en funcionamiento por la generación del 80’, cargaban con la impronta de construcciones discursivas de tinte positivista.

De acuerdo con la perspectiva dominante, se tornaba necesario poner coto al desorden, al caos y al estado de crispación. Las representaciones sociales impartidas por los intelectuales al servicio de la clase dirigente, destacaban la existencia de la barbarie a la que oponían la civilización, diferenciaban lo segregable de aquello que era posible integrar y lo anómalo de lo normal.

Para concretar sus objetivos, era preciso activar un conjunto de políticas de carácter dual, que a su vez, mantuviesen una interconexión, fueran mutuamente dependientes. La dominación, entonces, iba a ser solapada y encubierta, aunque también iba a manifestarse desnuda y sin tapujos.

El positivismo en el poder: La oda a Darwin; el culto a la medicina.

“Tributar a la memoria de Darwin el homenaje de la gratitud de esta parte de la humanidad, por el bien que nos lega con sus rectificaciones y descubrimientos”.

Domingo Faustino Sarmiento. 1



En el marco del presente artículo, la cita recientemente reproducida no constituye un mero pasaje de nuestra historia contemporánea. Las palabras emitidas por quien ejerció la Presidencia de la Nación y cumplió el rol de ser uno de los padres intelectuales del modelo vigente por varios años en el país, denotan y dejan entrever la potente influencia ejercida en aquella época por el darwinismo social.

Efectivamente, durante el período de consolidación definitiva del Estado argentino, el país no sólo actuó como receptor de vastas masas de población, sino que, también abrió sus puertas a corrientes de pensamiento que marcaron a fuego la realidad local y perduraron en el tiempo. “El positivismo y el cientificismo se introdujeron en los medios intelectuales argentinos desde 1880; en 1920 su influencia era todavía manifiesta”. (Soler, 238).

No obstante ello, el predominio de la corriente de pensamiento positivista en el ámbito político y cultural de la época no se produjo azarosamente ni surgió en forma instantánea y repentina. La orientación de los cuadros intelectuales en dirección del positivismo fue producto de un proceso iniciado por otras escuelas ideológicas.
Por lo tanto, “la influencia de los Iluministas como Cabannis, Destutt de Tracy, sumada al Utilitarismo de Bentham, las ideas políticas de Constant y las económicas de A. Smith, serán a través de Condorcet, y más tarde de Saint Simon y Comte, un antecedente de la construcción del Positivismo en la Argentina”. (Carballeda, a: 37).

En resumen, fue como consecuencia de la fusión, superposición y evolución de estas diversas vertientes de pensamiento que se conformó en nuestro país una peculiar y exuberante visión positivista de la realidad. Así, “la característica central del positivismo de aquella época es la concepción de un progreso evolutivo articulado en una matriz biologista. La generación del 80’ encontrará mediante ese sucedáneo de la providencia una ideología legitimada por la ciencia moderna”. (Alori y otros, 59). La política era, por lo tanto, analizada en clave biológica.

De este modo, tal estructura conceptual sería utilizada como cimiento de un discurso en construcción; los intelectuales de la clase dirigente apelarían cada vez que fuera necesario al artilugio de la superioridad racial, ya que, el mismo gozaba, desde su óptica, de validez científica.

Lo cierto es que, el saber científico otorgaba a una pequeña minoría la posibilidad de justificar su poderío ante el resto de la sociedad y de afirmar su capacidad para dar por tierra todo intento de subversión del orden establecido. La oligarquía, “la elite establecida, ejercía sobre el país una dominación ilustrada. Defendía ferozmente sus privilegios, pero se apoyaba en la razón: animadora del progreso, su conservadorismo se teñía de filosofía positivista”. (Rouquié, 51).

Sin embargo, como resultado de la empedernida defensa de sus privilegios y de las consecuencias de sus arremetidas ideológicas, la clase dirigente debió hacer frente a los violentos embates propinados por la Iglesia nacional. Surgió en ese entonces, un “contraste entre el cientificismo anticlerical abrazado por algunos liberales y el ultramontanismo cada vez más difundido en el campo católico”. (Di Stéfano y Zanatta, 343).

El conflicto ideológico resulta comprensible, máxime si es analizado desde la óptica clerical, ya que, quienes manejaban ahora los hilos del poder eran los promotores de la invasión estatal sobre cotos de antiguo control confesional.

Para la Iglesia argentina, se tornaban cada vez más evidentes los límites que imponía la clase dirigente a sus capacidades de intervenir en la realidad cotidiana. Un claro ejemplo de su intención por revertir tal situación fue la creación de “la universidad católica, tan anhelada por los obispos, decididos a combatir la hegemonía del positivismo en las aulas universitarias, formando una clase dirigente imbuida de la concepción de la vida y del orden temporal”. (Di Stéfano y Zanatta, 386).

A pesar de la iniciativa educacional del clero y de otros intentos impulsados en pos de modificar el creciente deterioro de su posición en tanto interventor en lo social, la ideología de la oligarquía gobernante fue impuesta por los cuadros de intelectuales orgánicos a todos los ámbitos de la sociedad.

Como fruto del adoctrinamiento ejercido por las prédicas emitidas en clave positivista, sus valores “intervinieron en todos los aspectos que podían estar referidos a la cultura, la ciencia, las instituciones seculares e, incluso, religiosas”. (Corbiére, 26). De esta forma, los rasgos naturalistas y biológicos que caracterizaron a la sociología positivista de la época, penetraron tanto en el ambiente político como en el jurídico, influyeron en la medicina y en la filosofía, alcanzando también con sus impactos a la cultura, la antropología criminal, la ciencia y a las instituciones en general.

Poco a poco, la concepción naturalista del mundo hizo sentir su influjo donde se lo propuso. Así es como “el biologismo se presenta entonces, tanto en el campo filosófico como en el sociológico, como la característica fundamental del pensamiento positivista argentino”. (Soler, 166). El positivismo impregnó área por área con sus razonamientos biologicistas.

El corolario inmediato de esta exuberante visión que igualaba a la sociedad con el organismo humano, fue la entronización del profesional de la salud. Nadie mejor que el médico para emitir la palabra autorizada y diagnosticar con precisión. Consiguientemente, “el discurso médico va a introducirse dentro de lo que se consideraba la acción social, incorporando nuevas categorías, sentidos y clasificaciones”. (Carballeda, b: 74).

Desde entonces, los profesionales de la salud pasaron a desempeñar el papel de apóstoles autorizados a profetizar acerca de esta pseudo-religión: el positivismo nacional.

La medicalización de la vida cotidiana se tornaría cada vez más evidente, y traería consigo una creciente prevalencia del médico a la hora de fijar los objetivos de la intervención estatal en lo social y de demarcar los límites entre lo segregable y lo pasible de integración. En ese contexto, hasta “los ingenieros perciben esta preponderancia de los médicos sobre los temas urbanos y territoriales, que continuará en las décadas siguientes, y se establece una lucha sorda (en la que los médicos llevan ventaja) por la definición del perfil del técnico que debe ocuparse de los problemas de higiene urbana”. (Liernur y Silvestri, 153).

Resumiendo; el prestigio y la autoridad de la medicina se encontraban en su cenit; las prácticas promovidas por los profesionales sanitarios eran casi indiscutibles. Prueba de ello, “el positivismo proseguirá su tarea de medicalización que, al conjuntarse con el lombrosismo, penetrará en las disciplinas jurídicas”. (Terán, 18). La arremetida biológica y naturalista no encontraba límite alguno.

Por lo tanto, la conformación de un potente cóctel de ideas integrado por nociones biologicistas, naturalistas y el pensamiento de Lombroso, se hizo patente, se volvió real. Aún más, ese cóctel, fue inyectado en grandes dosis a todo el cuerpo social.

Sin duda, la dosificación masiva de aquel corpus teórico causó efectos en el organismo. Así fue como, una lectura “biológico-psicológica, basada por ejemplo en los discutibles descubrimientos de la criminología positivista, ofrece argumentos adicionales para una actitud de rechazo global y horrorizado al inmigrante”. (Halperin Donghi, 222).

A partir de aquella lectura de la realidad, efectuada desde una óptica clínico-médica y criminológica, se estigmatizaría a determinados sujetos sociales, se los encuadraría como lo anormal. Es decir, una peculiar visión del mundo en perspectiva positivista, dará lugar a representaciones sociales sobre el inmigrante, el gaucho, el mestizo y el aborigen, cargadas de xenofobia y discriminación.

Las ideas que habían proliferado en aquella época, gestaron unas representaciones sociales en las que la tolerancia hacia la diversidad cultural y étnica se encontraba totalmente ausente. El concepto de herencia se sumaba al de la supervivencia del más apto y al de la superioridad racial. A esta gama de definiciones se había aferrado un jurista argentino, que “afirmaba a comienzos de siglo que, habiendo Darwin y Galton demostrado que la influencia de la herencia era inescapable tanto entre los animales como los humanos, la vida social demandaba la eliminación del ‘tipo criminal’ que podía ‘infectar’ la sociedad”. (Zimmermann, 113).

Para contener y someter a la barbarie, para impedir que prolifere el caos y para imponer ‘paz y administración’ era necesaria la disciplina; “de ahí, que el bandidismo social, sea otro de los ejes de la ‘intranquilidad’ del Positivismo Argentino, desde la preocupación por el delito surgirá una nueva criminología”. (Carballeda, a: 42). Una criminología que se referiría a patologías, infecciones y a rasgos comunes a todos los delincuentes, como si el delito fuera algo hereditario, contagioso.

Respecto al nacimiento de esta nueva antropología criminal, fue destacada la labor intelectual desempeñada por varios profesionales cercanos a la órbita de la oligarquía dominante. Algunos de ellos son, Dellepiane, Drago y Ramos Mejía, a los que podemos agregar otras reconocidas personalidades como Rivarola y Matienzo, ya que, a estos, “se debe un proyecto de código que tuvo una notable influencia sobre el desarrollo de la penología argentina”. (Soler, 155).

En definitiva, se torna visible a nuestros ojos de qué manera el avasallador avance del positivismo nacional tuvo como correlato inmediato una oscura visión racista y discriminatoria. Esta mirada, “se dirigió contra el extranjero que no participaba de las tradiciones nacionales ni procuraba asimilarlas, el desagradecido y el ‘peligroso’ ”. (Romero, 199). Se dirigió entonces, contra aquel que rehusaba proletarizarse y que se resistía a la domesticación.

Desde luego, el peso de las ideas esbozadas por los intelectuales orgánicos es indiscutible, incuestionable. De allí que, es posible observar cómo “la mentalidad de la oligarquía conservó la marca del clima positivista en el que se desarrolló. El darwinismo social fundamenta racionalmente sus prejuicios sobre la superioridad de la raza blanca”. (Rouquié, 55). El darwinismo, en consecuencia, actúa como herramienta para justificar la dominación. Sus conclusiones ‘científicas’ son esgrimidas para naturalizar el fraude, el clientelismo político, las intervenciones federales, la explotación de la peonada, el encarcelamiento, la deportación y demás acciones de cuestionable ejecución.

Sin embargo, resulta necesario advertir acerca de la existencia de cierta heterogeneidad en cuanto al impacto del positivismo sobre las mentes de sus adeptos y seguidores. El espectro estaba compuesto por tendencias moderadas y por orientaciones más extremas. Por ejemplo, “el asimilacionismo intransigente de Sarmiento es entre otras cosas la expresión ideológica más benévola de una creciente toma de distancia frente al fenómeno inmigratorio, que por otra parte es expresado en una clave de xenofobia sistemática y radical por Eugenio Cambaceres en su novela En la Sangre, de 1887”. (Halperin Donghi, 216).
Aunque, de benévola no tenía mucho la idea sarmientina de la asimilación cuasicompulsiva, máxime si consideramos el apego de gran parte de los inmigrantes a sus tradiciones, a su grupo étnico y a la idea siempre vigente del retorno a su país de origen.

Sintetizando, desde la visión dominante se destacaba la necesidad tanto de prevenir como de curar. De otra manera, se tornaba difícil garantizar el progreso sin imponer el orden. El énfasis iba en dos direcciones, buscaba la consecución de ambos fines.
Había que prevenir la enfermedad y la gestación de nuevos focos infecciosos en el organismo en cuestión. Además, había que erradicar aquellas patologías que ponían en riesgo la salud del cuerpo social.

A continuación, entonces, serían activadas desde el aparato estatal una serie de medidas de carácter dual. Las mismas, bregarían por integrar, asimilar y nacionalizar, pero, a su vez, buscarían reprimir, castigar y segregar. Las intervenciones se dirigirían a barnizar la dominación social, a ocultarla y solaparla, se orientarían a institucionalizar el predominio de unos sobre otros.

Las prácticas preventivas: Vacunando al cuerpo social.

“La minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa de las inspecciones, la sujeción a control de las menores partículas de la vida y del cuerpo darán pronto, dentro del marco de la escuela, del cuartel, del hospital o del taller, un contenido laicizado, una racionalidad económica o técnica a este cálculo de lo ínfimo y del infinito”.

Michel Foucault. 2



Escuelas, cuarteles, hospitales y talleres, fueron algunos de los dispositivos que estuvieron al alcance de la clase dominante para la consecución de sus objetivos. Estos mecanismos de dominación se activaron en pos de cercenar el desorden y de afianzar un nuevo ordenamiento de la sociedad, además, fueron en dirección de la neutralización y el disciplinamiento de los sujetos sociales.

De esta manera, los promotores del proyecto oligárquico del 80’ en la Argentina implementaron a través de la utilización de aquellos dispositivos un conjunto de políticas preventivas, de prácticas tendientes a vacunar al cuerpo social contra las infecciones contestatarias que circulaban en ese entonces. Por consiguiente, una faz de la intervención en lo social sería aquella encargada de la puesta en marcha de acciones tendientes a la uniformización, a la conformación de una amalgama en la que las infecciones no pudieran ingresar.

Así, según la óptica de la dirigencia, vía la inscripción de nuevas costumbres, de una nueva educación, de una nueva nacionalidad, el cuerpo social tomaría forma y se volvería impenetrable ante las prédicas cargadas de apelaciones a la insurrección.
Consiguientemente, “el Estado se propuso educar y disciplinar a los sectores populares y constituir en ellos la identidad del habitante y el ciudadano”. (Romero, 199). El Estado se dispuso a construir a la nueva nación.

Las escuelas, los cuarteles, los hospitales y los talleres, se transformaron en los instrumentos al servicio de la asimilación, de la instrucción, de la higienización, y de la proletarización. En las instituciones oficiales se haría uso de diversos mecanismos, de innumerables artilugios que permitirían la consolidación del orden. Una de estas herramientas fue “el recurso a ‘lo nacional’, establecido particularmente en el plano de lo simbólico, se expresará a través del culto a los símbolos patrios, la acción ‘nacionalizadora’ atribuida al nuevo régimen militar después de la Ley del Servicio Militar Obligatorio y la acción a través de la educación pública”. (Falcón, 384).

En fin, mecanismos como la conformación de una historia oficial del país, la invención de héroes nacionales, la creciente presencia de los símbolos patrios y de las fechas recordatorias, fueron desplegados por los intelectuales al servicio de la clase dominante con el objeto de uniformizar, de producir en el aluvión zoológico efectos tendientes a la gestación de sentimientos comunes.

Por lo tanto, la escolarización sería uno de los ámbitos donde aquella producción de valores en común podría darse en forma más efectiva. De allí que, el proyecto nacional de la generación del 80’ tuviera muy en cuenta la inversión en el sector educativo, ya que, como destaca la historia de corte más oficial, durante el primer gobierno de Roca, “el rubro educación mostraba sustanciales avances: el número de escuelas públicas se elevaba a 1.741; los establecimientos particulares a 611”. (Luna, a: 74). Se avanzaba entonces, en la institucionalización de la dominación.

Sin embargo, Félix Luna en su afán de reproducir las bondades de la oligarquía argentina no ha prestado demasiada atención a la existencia de algunos efectos no deseados por aquella elite conservadora. El prestigioso historiador no contó la otra historia, a la que en ciertos pasajes de sus diversas obras se refirieron Halperin Donghi y Luis Alberto Romero.

Estos autores, dirigieron su mirada hacia los rechazos que generaron en los extranjeros los intentos de la clase dominante por producir cambios en sus costumbres y conductas. Rechazos que, en gran parte, eran respuestas de los recién llegados a la oscura visión que tenía el gobierno de ellos (fruto del flujo positivista que circulaba en las representaciones sociales oficiales) y a los malos tratos que se les propinaba a varios de los foráneos en el afán de integrarlos o separarlos del cuerpo social.

Por consiguiente, para una gran cantidad de inmigrantes, las ventajas de conservar sus condiciones como extranjeros eran evidentes, ya que, “su naturalización aumentaría las áreas de conflicto potencial con autoridades inferiores cuya arbitrariedad las hace temibles, y los privaría de la protección consular que es la barrera más eficaz contra esa arbitrariedad misma”. (Halperin Donghi, 214).

Y respecto de la escolarización, el alcance de la misma si bien puede que sea considerable como afirmaba Félix Luna, tampoco fue tan magnífico. En suma, “esa extranjería constituyó una valla difícil de salvar: ignorantes del idioma, analfabetos en su mayoría, permanecieron relativamente ajenos a la influencia de la escuela, que sólo en la etapa siguiente alcanzará a sus hijos”. (Romero, 199).

Obviamente, no todos los recién llegados al país arribaban con demasiadas pretensiones de instalarse definitivamente en él. Entonces, para qué asistir a establecimientos dónde se abogaba por borrar sus antiguas concepciones y se buscaba moldear al nuevo sujeto social; al habitante del suelo argentino. De allí que, por ejemplo, los italianos, impulsaron “sus escuelas, sus periódicos, sus intelectuales, que mantienen y explotan la nostalgia de los inmigrantes”. (Halperin Donghi, 215). De igual manera se comportaron las comunidades provenientes de las otras regiones europeas que se instalaron en nuestro país.

Por otra parte, prosiguiendo con la descripción de los dispositivos utilizados para doblegar el desorden y afianzar la paz y el orden en la sociedad, un mecanismo regularmente puesto en marcha por la clase dominante fue el relacionado con la medicalización de la vida cotidiana. En fin, como destaqué en el capítulo anterior, el positivismo dio lugar a un creciente reconocimiento de la figura del profesional de la salud en la esfera de la intervención estatal.

El médico fue una de las figuras más relevantes a la hora de delinear las intervenciones del Estado en lo social, y el peso de su rol puede verificarse en la gran cantidad de políticas de sanidad implementadas durante el período transcurrido entre los años 1880 y 1916. Por ejemplo, la puesta en funcionamiento de varias prácticas sanitarias y la creación de “la Asistencia Pública de Buenos Aires en 1883, fue complementada por la progresiva extensión de las facultades de inspección y control de estos organismos en temas relacionados con la salud pública”. (Zimmermann, 101).

Asimismo, la preocupación de los funcionarios argentinos de aquel entonces por el tema de la salubridad fue incesante, de allí, la creciente importancia otorgada a la “práctica sanitaria, centrada en el saneamiento y vigilancia de puertos, la lucha contra las enfermedades surgidas del comercio internacional, el control del cuerpo y la enfermedad individual”. (Huergo, 62). Por supuesto, esa dedicación de parte de los higienistas hacia las tareas de saneamiento no era producto del desinterés, sino que existía en estos sectores una intencionalidad proveniente de sus concepciones darwinistas, positivistas y racistas de la sociedad.

Para quienes habían adherido a las conclusiones xenófobas fruto de la lectura positivista de la realidad, se tornaba necesaria la intervención estatal en materia sanitaria, y se volvía una obligación institucional la prevención de toda enfermedad que pudiera atacar al organismo.
En consecuencia, debían implementarse una serie de medidas que no sólo abogasen por el cuidado del individuo, sino que, también lo hicieran por la prevención del cuerpo social en su conjunto. Así, “la provisión de servicios sanitarios eficientes, el creciente status académico de la higiene y el mejoramiento de la oferta de vivienda salubre, fueron acompañados por el crecimiento en el número de instituciones hospitalarias y la creación de un sistema de asistencia médica gratuita para los más necesitados”. (Zimmermann, 105).

En aquel período, todos los aspectos de la vida cotidiana fueron atravesados por la injerencia de los presupuestos médicos, y por supuesto, los habitantes del suelo argentino debieron someterse a un control sanitario permanente. Con el consentimiento de los profesionales de la salud, “desde la oficina bacteriológica a la inspección municipal, y desde el hospital al dispensario zonal, prácticas e instituciones se afianzaron en torno a la vigilancia”. (Armus, 529). Vigilar, por lo tanto, se constituyó en uno de los aspectos más sobresalientes de la intervención estatal.

Ahora bien, otro de los dispositivos activados desde el seno de la clase dirigente estuvo constituido por el conjunto de intervenciones relacionadas con el sector laboral. Las políticas implementadas dentro del marco de la relación Estado-trabajadores, tuvieron dos caras, fueron duales, y aquí me ocuparé de aquellas tendientes a la cooptación e integración del trabajador.

El Estado buscó formar al habitante del suelo argentino no sólo bajo la égida de la educación, sino que también lo intentó en tanto proletario. En una primera instancia, adjudicó esas funciones a la administración municipal, aunque, en los comienzos “la actitud del gobierno comunal osciló entre la prescindencia y la negación a intervenir en los conflictos y a tibios intentos reformistas que no produjeron durante las dos últimas décadas del siglo anterior una sola medida destinada a regular las relaciones obrero-patronales”. (Suriano, 113).

En aquel entonces, la mayor preocupación de la oligarquía terrateniente estaba relacionada con la puesta en marcha de prácticas dirigidas hacia la prevención de las patologías contestatarias y su diseminación en el cuerpo social. Inquietud compartida también por la dirigencia eclesiástica nacional, la cual se hizo patente con la creación de los Círculos Católicos de Obreros, a los que se otorgaron funciones muy específicas: “la actividad de los Círculos mantuvo en su conjunto un perfil prevalentemente conservador, dominado por la preocupación de sustraer a los obreros del ‘virus’ socialista o anarquista”. (Di Stéfano y Zanatta, 389). La posibilidad de una expansión virósica en el organismo preocupaba a vastos sectores de la sociedad.

Así, los fines de las intervenciones en lo social fueron en dirección de impedir toda penetración de prédicas y de actitudes que pudieran implicar la subversión del orden imperante. Las intervenciones estatales, si bien adoptaron diversas formas, se inclinaron más del lado de la separación de los portadores de ideales considerados como peligrosos que de aquella faz tendiente a la integración del proletariado.

Los esfuerzos de la clase dirigente apuntaban, de diversas maneras, hacia la colocación de barreras que pusieran coto a los intentos por diseminar el desorden y difundir el caos social. Consiguientemente, “los primeros pasos de los poderes públicos en materia de política social fueron tímidos y contradictorios y parecían responder antes al temor del conflicto que a una conciencia clara de la necesidad de integrar a los trabajadores al sistema”. (Suriano, 110).

En suma, las intervenciones del Estado en lo social entre los años 1880-1916, y más precisamente aquellas enmarcadas dentro del ámbito laboral, no se caracterizaron por evidenciar un predominio de su inclinación integradora y cooptativa, sino que, mayoritariamente, fueron evidentes sus rasgos represivos y segregadores.

Sin duda, coincido con la apreciación de un erudito en la materia, Ricardo Falcón, quién, refiriéndose a la política estatal tendiente a la integración a cargo del Departamento Nacional del Trabajo, dice: “esta segunda faz de la política oficial frente a los sectores populares, que se expresaba de una manera harto retaceada, no llegaba a ocultar el aspecto dominantemente represivo de la política oficial”. (Falcón, 382). El accionar policial aumentaba en aquel entonces y era el más difundido en el campo laboral.

Además, gran parte de los proyectos de ley presentados en aquellos tiempos, podían fracasar debido a la fuerte oposición que despertaban sus pretensiones reformistas en los enclaves del higienismo y en el seno de los intelectuales orgánicos. Un claro ejemplo de ello lo constituye “la reglamentación del descanso dominical, ya que, escapaba a su atribución en la medida en que no era un problema específico de higiene o salubridad así como tampoco la cuestión de la utilización del tiempo libre era en 1880 una preocupación de los sectores dirigentes ni de los médicos higienistas”. (Suriano, 113).

Otro elemento que refuerza el argumento acerca del predominio de las intervenciones de corte segregador y punitivo es la actitud estatal ante la situación del trabajador rural. En el campo argentino, “antes de 1921 no existían leyes que protegieran a los agricultores de explotaciones indebidas o regulasen los contratos de arrendamiento”. (Solberg, 248). Es obvio, los terratenientes no iban a legislar en contra de sus intereses.

Resumiendo, escuelas, cuarteles, hospitales y talleres, fueron algunos de los ámbitos en los cuales el Estado intervino disciplinando y reglamentando. Sin embargo, aquellos dispositivos no fueron los predominantes durante los años 1880-1916, sino que, las representaciones sociales emitidas por los intelectuales positivistas actuaron como catalizadoras de intervenciones más cercanas a la represión y a la separación del cuerpo social de los sectores considerados como exponentes de la barbarie.

Las acciones curativas y la cirugía mayor: Extirpando los focos infecciosos y demás anomalías.

“El hombre del pueblo que resistía instintivamente a la domesticación, fue despreciado como exponente de barbarie”.

John William Cooke. 3



La barbarie, entonces, desde la perspectiva de la clase dirigente, estaba conformada por todos aquellos habitantes del suelo argentino que oponían sus resistencias ante las tentativas de domesticación impulsadas por el gobierno nacional. Por ende, la barbarie se encontraba fuera de las áreas del orden y de la paz, y dentro de la esfera de la crispación y el desorden; la barbarie sería blanco de intervenciones punitivas y segregadoras.

Las intervenciones, orientadas por las representaciones sociales cargadas de positivismo y de conceptos como la superioridad racial, se dirigieron a alejar del cuerpo social a los portadores del virus contestatario. De este modo, “la aparición del discurso médico higienista que articulará lo biológico con lo político, pondrá sus ojos en la orilla, en la periferia de la sociedad”. (Carballeda, a: 41).

Los sectores periféricos de las grandes urbes fueron los blancos preferidos por los higienistas y demás profesionales que se ocupaban en aquellos tiempos de demarcar los lineamientos de la intervención en lo social. Un claro ejemplo de ello lo constituye la difusión del alumbrado público en las grandes ciudades, como, en este caso, Buenos Aires. De allí que, la colocación de la iluminación en “la esquina es clave, ya que era el sitio donde el posible delincuente podía esconderse y atacar”. (Liernur y Silvestri, 30). El Estado se proponía vigilar, acechar con su mirada echando un haz de luz en la oscuridad.

El alumbrado callejero sería otro de los dispositivos que estarían al alcance de los ejecutores del proyecto oligárquico, y serviría sobre todo para tornar más eficaz la lucha contra el delito. A la iluminación de las calles de la ciudad, el Estado y los empresarios sumaron la diseminación de la luz eléctrica en los talleres y fábricas, lo que puede comprenderse en términos de “rentabilidad y visibilidad, dos factores unidos en el estímulo a la difusión del alumbrado eléctrico en los lugares de trabajo”. (Liernur y Silvestri, 56).

Por consiguiente, la iluminación permitía el acceso a nuevos territorios que pasaban a estar ahora bajo el control de las estructuras estatales y de la órbita del empresariado. Sin duda, el Estado extendió sus funciones de control y vigilancia, ya que, para la clase dominante “el Estado debía existir, debía ser fuerte, autoritario, y arbitrar permanentemente en el juego de intereses de la comunidad”. (Luna, b: 136).

La omnipresencia del aparato estatal y de sus agentes fue volviéndose cada vez más patente durante el período iniciado en 1880. En esos años, tanto la gestión presidencial de Julio A. Roca como las subsiguientes colocaron bajo la égida del Estado un creciente número de funciones concernientes a la vigilancia, el control y la represión.

Durante los primeros años del dominio de la oligarquía terrateniente, “se tornó necesario disciplinar la ciudad para armonizar el proceso productivo, el uso del espacio y el comportamiento de los sectores populares. Desde este punto de vista el problema fue delimitado por el Estado casi exclusivamente al ámbito municipal en tanto cuestión urbana”. (Suriano, 112). Es decir, en la etapa inicial, la clase gobernante asignó las funciones detalladas recientemente a los municipios distribuidos por todo el país.

Sin embargo, con el transcurso del tiempo, el afloramiento de la denominada ‘cuestión social’ obligó al Estado nacional a hacerse cargo del grueso de las intervenciones, que hasta ese entonces habían sido consideradas como responsabilidades de otros poderes públicos. El término cuestión social tenía que ver con la situación de los sectores subalternos de la sociedad, con los inmigrantes, mestizos, gauchos y aborígenes que poblaban el suelo argentino, y que no gozaban de condiciones demasiado dignas de trato, vivienda, status socioeconómico y salud.

Ante este surgimiento de la cuestión social, el Estado no hizo mayoritariamente otra cosa que, primero intentar ignorarlo, para luego, buscar contenerlo de una manera no muy decorosa que digamos. Cabe recalcar que, para los intelectuales que prestaban sus servicios a la clase superior de la sociedad argentina “el anarquismo resultaba ser una especie dentro del género de la inmigración indeseable (junto a criminales, enfermos, mendigos, etc.) que debía expulsarse para preservar la salud de la sociedad”. (Zimmermann, 136).

En fin, los mismos sujetos que eran víctimas de condiciones paupérrimas de trabajo, vivienda y salubridad, también serían blanco de una constante persecución, discriminación y coerción física. Para el Estado, estos sujetos eran los portadores del caos social, de una incesante inseguridad y de una violación constante del principio de autoridad.

Continuando con este tema, se torna relevante destacar que “el adversario del soberano, y después el enemigo social se ha transformado en un desviacionista que lleva consigo el peligro múltiple del desorden, del crimen, de la locura”. (Foucault, 306). Sintéticamente, eso fue lo que ocurrió en la Argentina de aquellos tiempos, cuando a quien se estigmatizaba por pertenecer a una raza inferior se lo consideraba como anómalo, como representante de barbarie, y por ende, como pasible de segregación y de castigo.

Las intervenciones que, desde lo sanitario habían buscado rechazar del cuerpo social a los sujetos portadores de determinadas enfermedades mediante la creación de un gran número de instituciones, fueron imitadas en el ámbito de la política y la sociedad en general. Por lo tanto, “si el hospital fue la ‘máquina’ de separar lo sano de lo patológico en el campo del comportamiento biológico de los habitantes, la cárcel fue creada para cumplir el mismo objetivo en el campo del comportamiento social”. (Liernur, 450). Entonces, en sintonía con el hospital se engendró el dispositivo carcelario.

En consecuencia, las intervenciones se dirigieron hacia la separación del cuerpo social de los sectores considerados (desde los círculos intelectuales adoctrinados en las teorías de Darwin, Lombroso y otros teóricos positivistas) como portadores de enfermedades anarquizantes e insurreccionales. Aquellos enfermos sociales eran los extranjeros y los marginados, ya que, se asociaba a lo anormal con el delito y la criminalidad.

Producto de esta cada vez más usual asociación, se tornaba necesario “instaurar un sistema de detección que permita la identificación y consiguiente exclusión de aquellos núcleos migratorios en donde la extranjería se conecta con la marginalidad”. (Terán, 52). El positivismo criminalizaba a la periferia de la sociedad.

Cuando la franja de lo marginal, aquello considerado como exponente de la barbarie, amenazaba con extenderse y con cuestionar la conservación del orden vigente, debía ser cercada y limitada. Lo marginal, evidentemente, estaba compuesto por el inmigrante que había rehusado integrarse, por el gaucho, el mestizo y el aborigen.

Aquellos sujetos, según la visión predominante, estaban avocados a la indisciplina y al desorden. De allí que, el Estado buscaría separarlos del cuerpo social. “Por definición, entonces, el ‘orden’ excluía a todos aquellos elementos que podían obstruir el progreso, el avance de la civilización, fueran éstos indios o montoneras”. (Oszlak, 59). La paz expulsaba escollos en aras de la administración.

Fue con el fin de conseguir la pacificación de la sociedad, de formar al proletariado nacional y de allanar el camino de la modernización, que se activaron desde las estructuras estatales una serie de medidas que tomaron forma de ley. Varias normas fueron sancionadas para desprender del cuerpo social a los portadores del caos. Ya durante el año “1894, el proyecto de Código de Policía elaborado por una comisión nombrada por el Ministerio del Interior, contemplaba la expulsión de anarquistas”. (Zimmermann, 151).

Anteriormente, aunque no con tanta suerte, en nuestro país, leyes contra la vagancia, “habían intentado disciplinar una mano de obra particularmente escasa”. (Korol y Tandeter, 64). De esta manera, es posible verificar que fueron varios los intentos estatales para someter bajo el imperio del orden y del trabajo a vastas masas de población.

Continuando con esta línea argumental, cabe acotar que, en la Argentina de los años 1880-1916, se promulgaron innumerables reglamentaciones que tenían la misma orientación. Efectivamente, y hubo algunas de ellas, como la Ley de Residencia y la Ley de Defensa Social, que adquirieron gran repercusión política debido a los debates que generaron y a las implicancias que tenían en cuanto a la relación Estado-trabajadores.

La mencionada Ley de Residencia, promulgada durante el año 1902, “permitía al Ejecutivo expulsar del país a todo extranjero sospechado de actividades o prédicas subversivas, sin intervención del Poder Judicial”. (Di Tella, 119). Sin duda, este tipo de normas no hacían otra cosa que reforzar la discrecionalidad y arbitrariedad de los poderes estatales, y además, endurecer la visión de los propios actores sociales, aumentando su confrontacionismo y oposición.

Los debates anteriores a la sanción de las leyes, se encontraron frecuentemente, atravesados por las prédicas de los positivistas. Entonces, legisladores y demás funcionarios, descargaban toda su artillería pesada en contra de quienes eran considerados como los padres de la inseguridad. En un contexto de estas características fue aprobada la Ley de Defensa Social, en 1910, ya que, “también ella va acompañada de campañas que se basan en una abierta y virulenta xenofobia: los terroristas por hipótesis no son argentinos”. (Halperin Donghi, 222).

Ese mismo año estuvo signado por un recrudecimiento de la resistencia popular, lo que obligó al Estado a intensificar sus iniciativas para consolidar la tranquilidad social. Afirmativamente, “en 1910, los dispositivos de vigilancia se vieron reforzados al organizarse la División Orden Público de la Policía en las secciones Orden Político y Orden Social”. (Zimmermann, 163).

Como consecuencia, se produjo un incremento de las instituciones vinculadas al control, es decir, las estructuras estatales tendientes a la búsqueda del orden mediante el accionar punitivo y violento fueron fortalecidas con mayor cantidad de personal y nuevas funciones.

Lo cierto es que, a partir de esta serie de hechos, queda muy en claro el posicionamiento que tomó el Estado de cara los sectores subalternos. Evidentemente, “para el Estado oligárquico-represivo el movimiento sindical no era más que un factor de desorden y perturbación, promovido por agitadores extranjeros”. (Del Campo, 249).

Respecto de los trabajadores rurales, la visión oficial era similar. La impronta positivista daba lugar a intervenciones caracterizadas por su crudeza y arbitrariedad, ya que, las autoridades estatales no contemplaban de ninguna manera la precariedad en la que debían desenvolverse los campesinos, sino que se empeñaban en reforzar aquella inferioridad. Para ilustrar esta realidad, basta con recordar el proceder del Estado durante una huelga desatada en 1913: “la policía territorial, cumpliendo órdenes directas impartidas por el gobierno nacional, intimidó a los chacareros huelguistas desalojando a decenas de familias”. (Solberg, 255).

Por supuesto, aquellas familias no eran para la clase dominante un conjunto de sujetos inocentes. Los braceros y peones, los inquilinos sometidos al capricho y a la explotación del terrateniente, eran desagradecidos, brutos, analfabetos, gauchos salvajes, o contingentes de extranjeros acostumbrados a la vagancia y a la protesta permanente.

Para sintetizar, los dirigentes argentinos no estaban dispuestos a poner en peligro ni su aparente superioridad racial, ni su poderío político, ni mucho menos sus dominios en el plano económico. En fin, las intervenciones orientadas hacia la segregación social y la represión de aquellos sujetos considerados seres inferiores, portadores del estigma y la anormalidad, tuvieron como objeto la cristalización del orden... y la búsqueda del progreso.

Comentarios finales.

En otros términos, las intervenciones en lo social puestas en marcha durante el período 1880-1916 fueron funcionales a los intereses de la clase dirigente. Las mismas estuvieron condicionadas por la ideología positivista, su asimilación de lo político con lo biológico-naturalista y por la noción de la superioridad racial.

Enmarcadas dentro de aquel contexto conceptual, las políticas estatales no hicieron otra cosa que afirmar el poderío oligárquico y dar por tierra con todo vestigio de insurrección. Fueron las instituciones del Estado las encargadas de reproducir el orden establecido juzgando, controlando, disciplinando y aniquilando a quienes se consideraba como portadores del des-orden.

‘Científicamente’, los intelectuales al servicio de la clase dominante, justificaban ante los demás su superioridad. De la misma manera, emprendían las políticas más atroces e intolerantes contra quienes, según fundamentos otorgados por la ciencia, eran inferiores y debían ser separados de la sociedad; contra los exponentes de lo atrasado, lo impuro y lo anormal.

Por consiguiente, la raza superior, o sea, la oligarquía terrateniente, bregaba por asegurar su supervivencia en la lucha por la vida. Sin duda, sus relaciones con el gran capital y la posesión de miles de hectáreas, le otorgaban ventajas significativas en aquella pelea desatada en la jungla social. Asimismo, otra garantía de su supervivencia, vendría de la mano del aniquilamiento del menos apto; entonces, buscó desprenderse de las razas inferiores de la sociedad.

Las intervenciones preventivas, de corte cooptativo e integrador, buscaron vacunar y tornar inmune al cuerpo social de los virus en circulación. Mientras que, las acciones curativas, estuvieron estrechamente relacionadas con la aplicación de la cirugía mayor, es decir, un tipo de intervención sin anestesia que permitiera extirpar los focos infecciosos, que se orientara a perseguir, reprimir y segregar.

Civilización y barbarie, orden y desorden, superior e inferior, sano y enfermo, fueron las díadas emitidas por los voceros de la ideología dominante. Estas díadas, o sea, las representaciones sociales oficiales, sirvieron para discriminar y estigmatizar al ‘otro’, así como también, para tornarlo sujeto de intervención.

Anexo:

El positivismo en el poder.

A modo de continuación del ensayo, es posible delinear algunas acotaciones al mismo. Entonces, en sintonía con la hegemonía del positivismo evidenciada a partir de los años 80’ en la Argentina, nos cabe agregar que la penetración de este discurso social también influyó en la visión de Juan B. Justo. El fundador del Partido Socialista “llevaba la marca de Herbert Spencer y de los darwinistas sociales que creían en la posibilidad de aplicar los modelos de la selección de razas al mundo social”. (Adelman, 268). En aquellos años, la hegemonizante noción de la superioridad racial se daba el lujo de infundir su marca a lo largo de todo el espectro político de la sociedad nacional.

Por consiguiente, Justo iba a concordar con el diagnóstico elaborado por los intelectuales que gozaban de cierta influencia en el seno de los sectores dominantes, aseverando acerca de la existencia de una estirpe no del todo desarrollada. Aunque, si bien aquel político de orientación socialista se asemejaba en este aspecto no coincidía con las medidas implementadas por los estructuras estatales.

En el plano de las ideas impartidas por ciertos grupos de intelectuales de la época pueden situarse también los conceptos vertidos por Bunge, Álvarez, Ameghino, Ingenieros y Ramos Mejía. Por ejemplo, Agustín Álvarez “expresó en su Manual de patología política su temor de que el medio ambiente de tradición española concluyera por absorber la inmigración extranjera, portadora de ideas y sentimientos superiores”. (Cibotti, 406).

Sin duda, la relevancia de estas figuras es significativa, ya que, “corresponderá a José Ingenieros elaborar el discurso positivista más difundido en la Argentina, y entre fines del XIX y el Centenario sus interpretaciones se ven terminantemente penetradas por categorías que se reclaman de una ‘sociología científica’ encuadrada en las matrices del positivismo evolucionista y darwiniano”. (Terán, b: 332). Fue Ingenieros entonces, uno de los más destacados portadores de la ideología que, en los albores de la Argentina moderna, justificó apelando a la inferioridad racial las intervenciones estatales tendientes a reforzar tanto la asimilación de algunos grupos sociales como la precipitación de la coerción física sobre otros.

Las prácticas preventivas.

En el plano de las políticas de carácter preventivo, o sea, aquellas inclinadas hacia la faz cooptativa e integradora, pueden ubicarse aquellas pensadas por Emilio Coni, o bien las impulsadas por Bunge, un peso pesado del positivismo nacional.

Nada más saturado de higienismo positivista que las tentativas del primero de aquellos funcionarios respecto de la institucionalización de la salud pública. En aquel entonces, “el hospital llegó a constituir un modelo en pequeño de la ‘perfecta’ organización urbana, y algunos, como Emilio Coni, imaginaron incluso un prototipo de ciudad ideal a partir de sus principios de saneamiento físico y moral”. (Liernur, 449). Es obvio, para quienes se habían aferrado a rajatabla del consenso higiénico aquél era el prototipo modelo de una urbe exenta de deformaciones malsanas, tanto éticas como físicas.

La persecución de la higiene atravesaba las barreras de lo privado y se inmiscuía en los hogares de los habitantes. Las inspecciones domiciliarias buscaban higienizar las viviendas de quienes poblaban las grandes ciudades del país. Así, “su generalización se hizo efectiva luego de 1906, cuando una eficaz dirección sanitaria concretó la reorganización del servicio apoyándose en cuadrillas móviles de desinfección y estaciones sanitarias”. (Armus, 535).

Fue también en torno de las trabajadoras sexuales que se activaron una conjunción de medidas estrechamente enlazadas con la salud pública y el consenso higiénico que imperaba en aquel entonces. Por lo tanto, se dispuso realizar “el control médico-sanitario de las profesantes –desde luego no de los clientes- debido al miedo generalizado al contagio de las enfermedades venéreas a cuya cabeza se hallaba la sífilis”. (Barrancos, 580). De esta forma, se aunaban esfuerzos para controlar la práctica de la prostitución desde una visión fundamentalmente clínico-médica.

Las acciones curativas.

Respecto de la aparatología diseñada para la vigilancia y la activación de acciones punitivas, “en 1877 se inauguró la primera de estas nuevas máquinas, el mecanismo panóptico que proyectó Ernesto Bunge como Penitenciaría Nacional en Buenos Aires”. (Liernur, 451). Desde luego, podía combinarse ahora el control y el castigo, el acecho de la autoridad y la pena merecida por el delito cometido. Junto a ello, “tras las huellas de la Penitenciaría, también en la Cárcel de Reincidentes de Ushuaia se empleó un esquema panóptico”. (Liernur, 451). Arquitectónicamente se imitaban las enseñanzas acerca de la vigilancia que había pergeñado Bentham.

Por otra parte, la marginación, o sea, el alejamiento de los enfermos facilitaría la examinación de los mismos y, sobre todo, evitaría la diseminación epidemiológica. Para ello, “en Buenos Aires, desde 1882, la Casa de Aislamiento se transformó en hospital para enfermos contagiosos y cuatro años más tarde se trasladó a un nuevo terreno”. (Armus, 534). De este modo, se buscaba eludir la difusión y el contagio de las enfermedades, y con ese fin, fue avanzándose en la institucionalización de este tipo de prácticas y experiencias consideradas totalmente necesarias.


Bibliografía:


NOTAS

1 Sarmiento, Domingo Faustino, Conferencia leída en el Teatro Nacional (1881), Obras Completas de Sarmiento, Vol. XXII, Buenos Aires, 1951, en: De la República Posible a la República Verdadera, Botana, Natalio y Gallo, Ezequiel, Ariel Editorial, Buenos Aires, 1997, pág. 163.

2 Foucault, Michel, “Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión”, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2002, pág. 144.

3 Cooke, John William, “Apuntes para la militancia”, Schapire Editor, Buenos Aires, 1973, pág. 47.



* Datos sobre el autor:
* Emiliano Arriaga Zugasti.
Licenciado en Ciencia Política (UBA).
Periodista en FM de la Ciudad, en Pigüé, Provincia de Buenos Aires.
Cursando, modalidad a distancia, en FLACSO, el Posgrado "Curso Superior en Ciencia Política y Sociología".

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