La sociedad civil y la construcción de ciudadanía

Por:
Lic. Nora Aquín.
Lic. Patricia Acevedo.
Lic. Gabriela Rotondi.
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(Datos sobre las autoras)


“Si Marshall viviera, a medio siglo de sus conferencias de Cambridge y en esta época de incertidumbre generalizada, de sistemas judiciales discriminatorios y de altísimas tasas de desocupación y pobreza, tendría que enfrentarse a una constatación bastante paradójica : que desde hace más de veinte años haya venido aumentando a diario la proporción de países que se proclaman democráticos, no quiere decir en absoluto que haya crecido en la misma medida la cantidad de ciudadanos que habitan el mundo”.
José Nun1


 1.- A modo de introducción: El carácter problemático de la noción de ciudadanía.

Vivimos tiempos adversos a los derechos sociales, a la identidad ciudadana, a la conciencia de ciudadanía. A pesar de lo cual –o precisamente por ello- la categoría de ciudadanía concita en la actualidad un interés que no lograba hace veinte años, adquiriendo una capacidad de resonancia no alcanzada hasta ahora en su propia historia, y ello por razones tanto de orden teórico como político. El interés teórico del término puede deberse a la capacidad de la ciudadanía para integrar las exigencias de justicia y pertenencia.
Políticamente, se señala como escenario del resurgimiento del interés que comentamos, por un lado, la tendencia instalada de creciente indiferencia de los ciudadanos en su calidad de votantes; por otro, el pluralismo en aumento, concomitante con el florecimiento de múltiples ejes de diferenciación social, en medio de exigencias cada vez mayores de adaptación a las nuevas reglas de juego impuestas por la globalización, lo cual provoca una crisis en las identidades políticas.

La ciudadanía, pues, aparece como preocupación política, en medio de un proceso de desidentificación política y de pérdida de confianza en las instituciones democráticas (Kymlicka, 1997; Paramio, 1998). Preocupación que nos atañe a nosotros mismos como ciudadanos; de ahí la dificultad adicional que se presenta en el abordaje de este tema, en tanto requiere un esfuerzo mayor de separación analítica entre la mirada teórica y la mirada política, entre lo que encontramos y lo que desearíamos encontrar.

Los autores coinciden en reconocer a la noción de ciudadanía múltiples sentidos: se discuten sus distintas concepciones, sus contenidos, su status, sus significados, su genealogía, su relación con la tensión público-privado. De manera que distintos autores le otorgan, teóricamente, significados muy distintos y le imprimen, políticamente, valores muy divergentes.
Sus componentes centrales –pertenencia, jerarquía, igualdad, virtud, derechos, deberes- adquieren mayor o menor relevancia según el momento histórico en que se inscriba el análisis de la ciudadanía. Con lo que estamos diciendo que no hay una “esencia” atribuible a la ciudadanía, sino que la misma contiene todos estos elementos, a la vez que no contiene a ninguno de manera particular y definitiva.
Podría afirmarse (Andrenacci, 1997) la existencia de un conjunto de elementos constitutivos de la ciudadanía que han permanecido si se revisa la historia de Occidente: la ciudadanía como frontera y jerarquía, como pertenencia y privilegios. Lo que ha variado, sin embargo, es el modo de articulación entre estos elementos y los modos de actuación concreta –históricamente situados- de tales fronteras, jerarquías, definiciones del espacio común y procesos de legitimación. Esto es que, si bien podemos reconocer algunos aspectos “invariantes”, ellos adquieren sentido en las formas históricas concretas.

La posición clásica de la ciudadanía como posesión de derechos es desarrollada por Marshall en “Citizenship and Social Class”, escrito en 1950, esto es, en plena segunda post guerra. Considera a la ciudadanía en tres dimensiones: la civil, la política y la social, y la define como la fuerza opuesta a la desigualdad entre las clases sociales, en tanto se trata de derechos universales que comparten todos y cada uno de los miembros de una comunidad nacional. La ciudadanía civil se corresponde con los derechos legales (libertad de expresión y de religión, derecho a la propiedad y a ser juzgado por la ley).
La ciudadanía política se refiere a los derechos a participar en el poder político, ya sea como votante o mediante la práctica política activa; y la ciudadanía social se refiere al derecho de gozar cierto standard mínimo de vida, de bienestar y de seguridad económica. Podríamos afirmar que esta concepción - que suele ser denominada pasiva o privada, en tanto remite a derechos sin énfasis en la participación como obligación ciudadana- ha permeado al conjunto del sentido común, ya que cuando la gente es preguntada por el significado de la ciudadanía, tiende más frecuentemente a ligarla con derechos y no con responsabilidades.

La idea de ciudadanía con fuerte predominio de los derechos, ha sido cuestionada desde distintos ángulos, tanto teóricos como políticos. Pese a su procedencia muy diferente, tales críticas apuntalan la necesidad de incorporar las obligaciones, responsabilidades y virtudes como constitutivas de la ciudadanía.

Los críticos provenientes de la Nueva Derecha atacan a los derechos sociales de ciudadanía, en tanto los consideran incompatibles con las exigencias de libertad negativa y con los reclamos de la justicia con base en el mérito. Alegan que los derechos sociales y el Estado de Bienestar, al promover la pasividad, generan clientes obedientes de la tutela burocrática, y por lo tanto, llevan a la servidumbre. Consideran que la responsabilidad de ganarse la vida es inalienable, y en esta concepción basan su propuesta de eliminar toda red de seguridad, en tanto la incapacidad de cumplir con las obligaciones es un obstáculo a la plena pertenencia tan grave como la ausencia de derechos iguales. Encontramos aquí una inspiración de base malthusoniana, en cuanto a que el motor de las prácticas sociales es el amor propio y no el altruismo, y está presente su observación en el sentido de que la “riqueza” de los pobres debilita su predisposición para el trabajo.

Desde la izquierda, se han producido posiciones ambiguas en relación a la cuestión social. No son pocos los que, con Habermas (1992), critican que las instituciones del Estado de bienestar promueven la clientelización del rol del ciudadano, ya que promueven la pasividad y la dependencia. Pero se advierte una resistencia a la consideración de la imposición de obligaciones, ya que presuponen que la dependencia de las personas se debe a la falta de oportunidades, y no a la renuencia al trabajo. Su solución consiste en aceptar la idea de responsabilidades como constitutiva de la ciudadanía, pero garantizando que los derechos de participación precedan a las responsabilidades. Dicho de otro modo, reclaman que se aseguren los derechos de participación como condición necesaria para exigir el cumplimiento de obligaciones.

Podríamos sintetizar en este aspecto diciendo que Salvo la Nueva Derecha, que lo que se propone es un asalto al propio principio de ciudadanía2, el resto de las posiciones convergen en la idea de que una concepción adecuada de ciudadanía exige equilibrio entre derechos y responsabilidades. Para algunos, tal equilibrio exige descentralización, dispersión del poder estatal, transferencia de poder a los ciudadanos; otros colocan el énfasis en el valor intrínseco de la actividad política para los participantes, otorgando un orden de superioridad a la vida política por sobre la vida privada.
Los teóricos de la sociedad civil consideran que las virtudes ciudadanas –tales como la civilidad y el autocontrol- no se adquieren a través del mercado ni de la participación política, sino a través de la participación en organizaciones voluntarias de la sociedad civil, tales como sindicatos, escuelas, cooperativas, asociaciones de vecinos u otras.
Aunque las distintas afirmaciones de cada perspectiva resultan, hasta ahora, afirmaciones empíricas sin evidencia a favor o en contra. Desde distintos ángulos, y salvo los conservadores modernos, que han reafirmado el rol del mercado, el resto del espectro reconoce a la ciudadanía como una condición política y social que confiere un status independientemente de la posición económica.

Ahora bien; la ciudadanía también es problemática desde otro ángulo: asistimos a un momento de ruptura entre ciudadanos y dirigentes, enmarcada en un proceso de crisis de representación, de las palabras, de identidades individuales y grupales; viene perdiendo entidad el ciudadano dotado de las mismas capacidades y derechos.
El ingreso en la escena público-societal de nuevos actores dotados de nuevos intereses torna más abstracta la idea del ciudadano de la república liberal. Esta crisis se expresa, por un lado, a través de la autonomización de la dirigencia política, que asume una suerte de comportamiento corporativo al anteponer los intereses derivados de su propia posición frente a los intereses y necesidades concretas de sus representados; practican diversas formas de malversación del capital político, ensanchando la distancia que los separa de la gente común.
Por otro, una distancia cada vez mayor entre los intereses generales de la ciudadanía y los intereses sectoriales, diferentes y conflictivos de grupos que comparten algunas características objetivas pero no todas (Tenti Fanfani, 1997).
De manera que asistimos a la reconfiguración de los conflictos y dilemas de integración en nuestra sociedad: se han modificado los actores, los objetos de disputa, las relaciones de fuerza y los espacios en donde se dirimen las disputas. Asistimos a la proliferación de escenarios y de actores dotados de intereses específicos: jubilados, desempleados, trabajadores precarios, jóvenes en busca de empleo, mujeres, grupos informales del sector urbano, grupos de excluidos por sus opciones sexuales,... ¿pueden hoy integrarse en una estrategia colectiva?
Pueden articular de alguna manera sus intereses? Sabemos, efectivamente, que los principios de desigualdad que se derivan del género, la etnia, la clase u otros contextos, tienen una existencia real y concreta; pero, ¿ deben ser relevantes a la condición de ciudadanía como tal? ¿Es válida la propuesta de los pluralistas culturales, que, en contraste con el universalismo, proponen la ciudadanía diferenciada, en base al conjunto de exclusiones actuales que se han estructurado alrededor ya no del eje económico educativo –que es el que concentró los esfuerzos de Marshall- sino alrededor del eje de la diferencia en relación a la cultura compartida? Se trata de grupos que se constituyen como diferentes a partir de su identidad socio-cultural y no de su pertenencia a una clase social. Así, mujeres, homosexuales, aborígenes, minorías étnicas y religiosas permanecen excluidos de la cultura compartida pese a poseer derechos universales de ciudadanía.

La ciudadanía diferenciada sostiene que para estos grupos, un criterio de equidad radicaría en su participación en la comunidad política no solo como individuos sino también por su pertenencia a un grupo, con una representación especial a nivel de las instituciones políticas3.

Serían necesarias mayores discusiones para determinar si la ciudadanía diferenciada genera solidaridades restringidas o una mayor simetría en cuanto a las posibilidades de ser ciudadano. Preguntarse sobre este aspecto equivale a interrogarse sobre el problema de la igualdad y la diferencia, lo particular y lo universal. Son numerosas las posiciones que intentan dilucidar esta cuestión, considerando que estas nuevas manifestaciones de intereses particulares constituyen un testimonio de que la política busca nuevas formas de abrirse y enriquecerse en el contacto con las necesidades, los sujetos, los movimientos que se presentan invadiendo novedosamente la arena política (Ingrao, 1984). “En rigor (Habermas, 1979) si alguna particularidad presentan estos movimientos, es retornar a los valores universales de la ciudadanía, tales como la igualdad y la solidaridad”.

De cualquier modo, creemos que la cuestión no se resuelve adscribiendo simplemente a la idea de ciudadanía diferenciada, sino que hoy más que nunca es preciso pensar en la construcción de un espacio público que pueda acoger las múltiples pertenencias comunitarias traspasándolas a un orden que permita la convivencia, lo cual exige la reconstitución de ciertas ideas generales, universales que acojan en su seno a las diferencias, y a la vez impidan la fragmentación.

2.- Algunas relaciones cruciales entre ciudadanía y Trabajo Social.

Todas estas son, a nuestro criterio, cuestiones sustanciales para el Trabajo Social. En efecto, la profesionalización de nuestra práctica está ligada con los derechos sociales de ciudadanía, garantizados por el Estado de Bienestar. En términos de OFFE (1992:74), el Estado de Bienestar se define como una serie de disposiciones legales que dan derecho a los ciudadanos a percibir prestaciones de la seguridad social obligatoria y a contar con servicios estatales organizados -entre otros, en el campo de la salud y la educación- en una variedad amplia de situaciones definidas como de necesidad y contingencia. Entre los medios a través de los cuales el Estado de Bienestar interviene, se encuentra la puesta en servicio de la experiencia profesional de los trabajadores sociales, que contribuyen, desde su lugar específico y a través de los distintos tramos de su historia, a debilitar parcialmente los motivos y razones del conflicto social, eliminando asimismo parte de los riesgos que resultan de imponer la forma de mercancía a la fuerza de trabajo.
La mayor cercanía del Trabajo Social con la cuestión de la ciudadanía se entabla a nivel de los derechos sociales, concebidos como espacio de construcción de sujetos que se emancipan de las limitaciones básicas que impone la pobreza, y de la dependencia de ser asistidos por intervenciones de políticas estatales.
En esta perspectiva –que inauguró el mismo Marshall- seguimos pensando en los derechos sociales como habilitaciones para su ejercicio, como desarrollo de capacidades, abiertos a la posibilidad de su conquista, y por lo tanto presuponen la constitución de actores que “ganen” el espacio político que posibilite su implementación efectiva.

Así, pues, la temática de la ciudadanía se encuentra en el centro de las preocupaciones del trabajo social en tanto profesión que actúa en el espacio público societal y público estatal; ello debido a que tanto la ampliación como la restricción de servicios sociales (ligados a los denominados derechos de ciudadanía social), se relacionan profundamente con la dimensión de vigencia de la democracia política y social; y al mismo tiempo con la capacidad de demanda de distintos actores sociales.

Analizando su especificidad en términos históricos, hay constantes que se revitalizan en los últimos quince años de debates, en torno a la inserción de la profesión en la sociedad, su vinculación histórica con la asistencia social, su relación orgánica con el Estado, el rescate de las determinaciones institucionales.

Encubierta por el Servicio Social Tradicional, ignorada por el movimiento de reconceptualización y recuperada en los años 80, la cuestión de la ciudadanía viene ocupando espacios cada vez mayores en las discusiones sobre la profesión. Pero, y aquí nuevamente la pregunta inicial: cuáles son las implicancias del tema para el T.S.?

Estas razones de peso histórico adquieren una renovada importancia en la actualidad. En efecto, por procesos relacionados con lo que señalábamos como el ensanchamiento de la brecha entre distintos grupos sociales, en un momento de profundas mutaciones que se caracterizan por la enorme desigualdad en la distribución del ingreso y una creciente extensión de la pobreza, Trabajo Social se encuentra de cara a los conflictos más agudos de los procesos de ajuste, mediando a nivel micro entre lo que podríamos denominar la lógica de la demanda social y la lógica del ajuste.

La tensión que articula a estas demandas –y que explica las características actuales de nuestro espacio de intervención- se origina, por un lado, entre las promesas de la democracia y los reclamos más urgentes de los sectores empobrecidos, y por el otro, los resultados concretos obtenidos a través del funcionamiento del régimen político (REPETTO, 1994). De ahí que nuestra práctica cotidiana constata a diario cómo la ola reaccionaria actual contra la ciudadanía social amenaza al conjunto de las dimensiones constitutivas de la ciudadanía plena, proceso que viene siendo denominado como de desciudadanización, y que al interior de nuestra profesión se manifiesta en lo que podríamos llamar la neofilantropía, expresión específica para el Trabajo Social del neoliberalismo y el neoconservadurismo, retrotrayéndonos, con nuevos ropajes, a la prehistoria de la ciudadanía social, en que se consideraba al problema de la pobreza y la indigencia como objeto de sentimientos privados de compasión y piedad hacia los grupos más vulnerables.
Aquí ubicamos el núcleo duro de las implicancias de la ciudadanía para el Trabajo Social. ¿Vamos a incorporarnos al debate, o nuestras únicas posibilidades radican en la aceptación acrítica de la neofilantropía?

Creemos que así como sociólogos y politólogos pueden estar esforzándose por definir a priori la forma de ciudadanía que es legítima o admisible, los trabajadores sociales tenemos la posibilidad concreta de buscar las formas de identidad que aparecen como significativas para la propia gente, y las formas concretas en que la poda de la ciudadanía social afecta a la condición plena de ciudadanos, a la conciencia de ciudadanía.

Así como veíamos que algunos autores afirman que la más eficiente escuela de ciudadanía se encuentra en la familia, otros sostienen que radica en la interacción política, otros en las distintas organizaciones de la sociedad civil, sean escuelas, sindicatos, asociaciones de vecinos u otras. Como en general éstas son afirmaciones carentes de constatación empírica, podemos, a priori, adoptar posiciones diferentes frente a estas diferentes perspectivas de análisis.
Pero me atrevo a hacer, al respecto, una afirmación y una hipótesis.

La afirmación es que Trabajo Social interviene como profesión, en los distintos ámbitos de generación de ciudadanía, sean éstos público estatales, público societales, o aún privados. Y la hipótesis es que todos los ámbitos en que interviene Trabajo Social pueden, claro que sí, ser usinas de ciudadanía, pero también de desciudadanización: o es que una familia no puede constituirse en una escuela de despotismo? O es que una organización vecinal no puede desarrollar prácticas paternalistas y caudillescas?

Decíamos que las evidencias compartidas están resquebrajadas. Esto debe ser asumido, juntamente con la incertidumbre. La riqueza de la incertidumbre radica en que está todo por redesignar. Si bien es cierto que este desconcierto forma parte de las amenazas de desintegración, también creo que brinda oportunidades muy ricas de una profunda reorganización social. De estas oportunidades de reorganización participamos nosotros cotidianamente a nivel micro. Desde este ángulo, el Trabajo Social aparece como una práctica social, y como tal, estructurada por una situación macrosocial estructurante.
Nuestras prácticas sociales en concreto significan una intervención social con el propósito de transformar o estabilizar cierto aspecto de la realidad social. En tanto práctica social (BOWLES Y GINTIS, 1982), y distinguiendo a las prácticas por su objeto, Trabajo Social participa de características de la práctica distributiva (Hablamos de práctica distributiva como distribución de valores de uso entre individuos y grupos, cuyo objetivo es lograr una distribución deseada) y al mismo tiempo de aspectos propios de la práctica cultural (Entendida como constelación de símbolos y formas culturales sobre las que se forman las líneas de solidaridad y fragmentación entre grupos, y su propósito es la transformación o reproducción de estas herramientas del discurso). Aquí querríamos ubicar el combate a fondo, teórico, metodológico, e instrumental, contra la neofilantropía.

De manera que trabajamos con sujetos sociales que circulan y buscan satisfacer sus necesidades –materiales y no materiales- en ámbitos públicos, estatales o del ámbito de la sociedad civil, y que lo hacen en tanto han sido investidos como sujetos de derechos. Esto es, que, más allá de las diferencias, se está partiendo de una igualdad real o potencial, establecida o aplicada.

Cuando mencionamos que trabajamos con sujetos sociales que circulan en la búsqueda de satisfactores, estamos conceptualizando distintas formas de interacción entre sujetos: una forma muy importante de interacción es la transferencia de prácticas a través de límites entre ámbitos. Para el caso del Trabajo Social, individuos y grupos, en su lucha cotidiana por la reproducción dentro de un mismo ámbito, intentarán a veces basarse en experiencias vividas en otros ámbitos. De manera que el funcionamiento interno de un ámbito de prácticas sociales puede promover la transformación de otros ámbitos en virtud de la participación común de individuos y grupos que transfieren sus experiencias.
Con lo que queremos significar que las prácticas que se desarrollen a nivel familiar, grupal , comunitario o institucional dentro del campo de nuestra profesión, pueden ser transferidas a otros ámbitos de la interacción social, y con ello, indirectamente, aportar a la constitución de ciudadanía o bien alentar procesos de desciudadanización.

3.- El Trabajo Social puede contribuir a la consolidación de la ciudadanía.-
Consideramos que los procesos en que interviene Trabajo Social pueden facilitar la efectivización de la ciudadanía dado que la profesión interviene en la integración de diversos aspectos de acciones y programas que vienen a atender un conjunto diversificado de derechos.
De ello se deriva la importancia teórica y la utilidad práctica que cobra la indagación sobre la ciudadanía para nuestra profesión, sobre todo considerada ésta como actividad deseable, esto es, reconociendo la inextrincable relación entre calidad y extensión de la ciudadanía y la participación de todos y cada uno en la comunidad política de pertenencia.

Por lo tanto, del conjunto de posibilidades de discusión que ofrece la categoría de ciudadanía, en nuestra condición de trabajadores sociales, esto es, profesionales abocados a prácticas distributivas y culturales, nos interesa mucho más que la ciudadanía como condición legal –esto es, plena pertenencia a una comunidad política particular- la ciudadanía como actividad deseable, esto es, la calidad y extensión de la ciudadanía dependiente de la calidad y extensión de su participación en su comunidad de pertenencia. De ahí que propiciamos para el Trabajo Social, el enfoque de la ciudadanía como valores sustentados y significados por la población a través de contenidos concretos, detectando qué contenidos de valores de ciudadanía forman parte del sentido común actual, como evidencias compartidas acerca de lo que es normal y natural, de lo que es posible y deseable.

Nosotros vemos a diario que el problema de la degradación ciudadana es que tiende a que el malestar se diluya hacia adentro o hacia los costados, más que hacia arriba (lucha entre iguales). Si, como dice Habermas, Las instituciones de la libertad constitucional no son más valiosas que lo que la ciudadanía haga de ellas” (Habermas, 1992), creo que los trabajadores sociales tenemos que detenernos a pensar de qué manera construir, reconstruir o recuperar ciudadanía, entendida como derechos y responsabilidades, como igualdad y diferencia. De manera que la ciudadanía no quede relegada a la idea de un status legal, sino que sea trabajada como una identidad compartida y por lo tanto inclusiva.
Tenemos que realizar el esfuerzo de reconocer la multiplicidad de particularidades propia de los distintos actores de la sociedad civil, pero buscando al mismo tiempo articulaciones de esas particularidades a partir de prácticas conjuntas. Tratemos de generar lógicas de acción colectiva basadas en el reconocimiento de la diversidad y la tolerancia respecto a otras diversidades, pero implementando al mismo tiempo un accionar conjunto. Hagamos de la ciudadanía una práctica de la palabra, el gesto, la imagen y la acción.
La incorporemos como un conjunto de ejercicios o prácticas deliberativas y comunicativas de una comunidad de ciudadanos sobre sus propios asuntos, pero también sobre los asuntos públicos. Asumamos la ciudadanía como uno de nuestros compromisos ético-políticos; esto tiene una importancia crucial en tanto actúe como mediadora con los demás compromisos que sostenemos en la sociedad civil, y nos posibilite una actuación transversal.

El Trabajo Social se encuentra hoy exigido a construir nuevas propuestas frente a nuevos interrogantes. Estos interrogantes se desprenden de la nueva cartografía socio-política de nuestros países, que asisten a un momento de ruptura entre ciudadanos y dirigentes, enmarcada en un proceso de crisis de representación, de las palabras, de identidades individuales y grupales.
El ingreso en la escena público-societal de nuevos actores dotados de nuevos intereses torna más abstracta la idea del ciudadano de la república liberal. La dirigencia política se autonomiza y practica múltiples formas de malversación del capital político, ignorando las necesidades de la gente común.

Por otro lado, se va creando una distancia cada vez mayor entre los intereses generales de la ciudadanía y los intereses sectoriales, diferentes y conflictivos de grupos que comparten algunas características objetivas pero no todas (Tenti Fanfani, 1997). En tercer lugar y simultáneamente, en el seno mismo de la sociedad civil, asistimos a un proceso de desocialización, en términos de pérdida de identidad, aislamiento social y estrechamiento de los espacios de problematización colectiva, producto, en gran medida, de las transformaciones ocurridas en el mundo del trabajo, y que arrojan ineludibles consecuencias en las condiciones objetivas de vida, y por lo tanto, en las percepciones, como así también en la red de solidaridades y de pertenencias de los individuos.

Ello produce cambios en las modalidades tradicionales de asociación, tales como sindicatos, centros vecinales y otros, dando lugar a nuevas lógicas de acción. En este nuevo mapa: ¿cuál es el valor interpretativo actual de algunas categorías que han sido tan caras para el Trabajo Social, como la de clase social, o la de mundo popular? La idea de lo popular " otrora significativa y aglutinante de determinadas prácticas sociales ,se asemeja hoy , al decir de García Canclini, a un conglomerado heterogéneo de grupos sociales sin un sentido unívoco.
Lo popular designa las posiciones de ciertos actores que los sitúa ante los hegemónicos no siempre en forma de enfrentamientos ( García Canclini ,1992 ). El otrora compacto mundo popular se ha heterogeneizado: asistimos al surgimiento de esta vasta y heterogénea trama de organizaciones de la sociedad civil, que se proponen, desde distintos espacios y concepciones, satisfacer apremiantes necesidades sociales.
Al lado del Estado -y en muchos casos reemplazándolo- encontramos ONGs., asesorías, servicios, nuevas asociaciones comunitarias, destinadas a contribuir a la satisfacción de las apremiantes necesidades sociales y la defensa de los derechos de los ciudadanos. Se trata de lo que genéricamente se ha denominado el tercer sector, que precisamente se viene abriendo paso al calor de las nuevas modaliidades de articulación entre Estado y mercado, y de las manifestaciones de una creciente fragmentación social y dispersión de las responsabilidades que antes se encontraban aglutinadas en la esfera gubernamental.

La amplitud del término, del mismo modo que a la alusión a lo no gubernamental, nos presenta nuevas disyuntivas e interrogantes. Ya que la noción misma de tercer sector varía en dimensiones considerables cuando incluímos a aquellos que incipientemente se asoman a prácticas sociales absolutamente desconocidas , como es el caso por ej. de fundaciones empresarias. Todas estas nuevas organizaciones imprimen nuevas modalidades de acción colectiva, sumamente heterogéneas.

Dibujado así un breve panorama de la sociedad civil en las nuevas condiciones, nos atrevemos a afirmar que hoy más que nunca es preciso pensar en la construcción de un espacio público que pueda acoger las múltiples pertenencias comunitarias traspasándolas a un orden que permita la convivencia, lo cual exige la reconstitución de ciertas ideas generales, universales que acojan en su seno a las diferencias, y a la vez impidan la fragmentación . Al mismo tiempo, creemos que hay aportes posibles desde el Trabajo Social para la construcción de un espacio público democrático, donde la noción de ciudadanía es un aspecto vertebrador.

En general, los teóricos de la sociedad civil –pensamiento comunitarista de sólido arraigo en la década de los ‘80- sostienen que ni el mercado ni la participación política garantizan el desarrollo de una perspectiva democrática, sino que ella es posible trabajando en el seno de las organizaciones de la sociedad civil: sindicatos, familias, asociaciones étnicas, cooperativas, grupos de protección del medio ambiente, asociaciones de vecinos, grupos de apoyo a las mujeres, donde se desarrolla una virtud que es esencial a la democracia: la virtud del compromiso mutuo.
En esta perspectiva, “la civilidad que hace posible la política democrática sólo se puede aprender en las redes asociativas de la sociedad civil” (Walzer, 1992).
Sin embargo, ¿es ésta solamente una cuestión de fe? La fe en la función educativa de la participación, o la superioridad de la vida política, o la sociedad civil como semillero de virtudes cívicas: ¿cómo asegurar que la participación enseñará responsabilidad y tolerancia? ¿No es posible que una asociación vecinal, o una familia –instituciones típicas de la sociedad civil- sean verdaderas escuelas de despotismo?
Claro que sí, sobre todo si tenemos en cuenta que en gran parte de América Latina la relación Estado-sociedad ha mostrado un claro desequilibrio en favor del Estado, con una debilidad notable de la sociedad civil. Este Estado ha expresado históricamente una modalidad de relaciones sociales que han estado marcadas por un modelo de autoridad paternal-vertical, con relaciones de favor más que de derecho, con características caudillescas que no se sujetan a reglas, y admiten cualquier transgresión a cambio de ciertas gracias.
Esto es, en nuestro caso nos encontramos frente a una sociedad civil a la cual el Estado se ha comportado en una relación de patrón-súbdito, con un estilo de política social más parecido a un estatuto para la minoridad en riesgo que a un conjunto de derechos sociales.

Nuestra sociedad civil viene siendo tratada como niños, con una alta relación de dependencia supliendo el ejercicio de derechos, carente de marcos reguladores de conflicto. Este estilo de mando vertical autoritario, ha perdurado hasta nuestros días y está jugando fuertemente en las relaciones y representaciones políticas actuales, influyendo también en las diversas formas de asociativismo no gubernamental. Si esto es así, Trabajo Social deberá abandonar urgentemente la ilusión --en términos de Soledad Loaeza- de la sociedad como "una señora que entiende muy bien las cosas, sabe lo que quiere y lo que tiene que hacer, es buena, buena, buena, y desde luego, la única adversaria posible de la perversidad estatal.
Es tan virtuosa y tiene tanta seguridad en sí misma, que da miedo". Aquí se patentiza una de las formas del esquema binario que queremos cuestionar: sociedad civil buena-Estado perverso. Pero no es así; en este tema, como en tantos otros, la supuesta perversidad estatal ha penetrado cada una de las redes de la sociedad civil.
Las instituciones, y ámbitos organizativos diversos, " viven y padecen " idénticas contradicciones, que cada ámbito o escenario público estatal. Pero más allá de las posiciones que tomemos en torno a las posibilidades y límites de la sociedad civil, sí estamos en condiciones de hacer, al respecto, una afirmación y una hipótesis. La afirmación es que Trabajo Social interviene como profesión, en los distintos ámbitos de generación de ciudadanía, sean éstos público estatales, público societales, o aún privados.

Y la hipótesis es que todos los ámbitos en que interviene Trabajo Social pueden, claro que sí, ser usinas de ciudadanía, pero también de desciudadanización; por eso decíamos antes que no hay afirmaciones a priori que valgan para afirmar qué valores pueda desarrollar una familia o una organización vecinal. Y aquí adquiere toda su importancia la dimensión de nuestra intervención como práctica cultural.

4 – A modo de conclusión: Recuperando utopías.-

El neoliberalismo ha tomado forma al interior de nuestras profesiones, a través de las prédicas neofilantrópicas, que, al calor de la reducción del gasto social, intentan consolidar el desplazamiento de una concepción de la intervención social basada en derechos sociales, a la de una intervención sustentada por piedad y otros deberes morales. Creemos que el debate de la ciudadanía al interior de nuestra profesión es el antídoto necesario a la instalación definitiva de la neofilantropía. Pero ello bajo algunas condiciones:

4.1. Para el Trabajo Social, es hora de reconocer que no existen reservas culturales intocadas, no hay un sector social que -como en la época de la Reconceptualización hacía la clase obrera- hoy alimente nuestras esperanzas. Los profundos cambios que se vienen produciendo en la sociedad globalizada, impiden continuar pensando un mundo popular homogéneo y predestinado desde el cual vamos a poder reconsiderar todo el sistema. Es necesario reconocer que los procesos simbólicos de expectativas de la modernización no quedan en la frontera de la población; la mayoría podrá estar al margen de los beneficios tangibles del proceso, pero toda la población participa de sus expectativas. Se trata de procesos que han permeado profundamente a todos los sectores sociales.

4.2. En este marco tenemos que realizar el esfuerzo de contraponer procesos de inclusión , repensando al sujeto histórico - señalado desde diversas concepciones e identificado de todos modos con los más pobres- del Trabajo Social.
Romper un reduccionismo de " relaciones prioritarias entre el TS y el sujeto pobre ".La noción de pobreza tendrá en éste marco que replantearse.
En ésta línea tendremos además que pensar, tal como lo plantea Pedro Puntual (1996) " identificar las distintas formas de asociación de la población. Y agregamos, identificar no solo como acto de nombramiento y reconocimiento de la diversidad, sino identificar expresiones, formas, mandatos asumidos y mandatos que se dejan al margen de la acción colectiva en una acción que puede significar espera o que puede significar demanda al estado en otros momentos. Identificación que pone en tensión aspectos como cooptación y autonomía, articulación o gestión de recursos locales / individuales.

4.3. Por otra parte, hoy resulta insuficiente enfocar exclusiva y unilateralmente la relación entre Estado y mercado, sino que vuelve a revelarse la enorme complejidad de lo real y hace presentes otros espacios, por lo menos tan determinantes como los anteriores; particularmente el espacio público-societal, que produce irradiaciones no siempre visibles pero que vale la pena visibilizar; hay planteada otra relación de fondo: la relación Estado-sociedad.
Ni el viejo estatismo ni el nuevo antiestatismo ofrecen, a nuestro criterio, una perspectiva adecuada, ya que nos parece que va siendo tiempo de asumir que el doble movimiento al que asistimos -por una parte achicamiento del Estado y por otra redimensionamiento del sector público- admite una doble lectura: desde el polo de la negatividad, constituye una seria amenaza a la integración social. Pero, mirado en términos positivos, ofrece oportunidades para una profunda reorganización social.

Esta idea de reorganización, puede plantear demandas diferenciadas a un Estado que no desaparece y , que según consideramos tenderá a revisarse en cuanto a sus interlocuciones con los sujetos. Por ej. lo observamos ya en ámbitos municipales, espacios locales donde se ponen en juego debates que plantean ( aun a instancias de agentes financiadores externos ) la gestación de proyectos vinculados entre Estado - sociedad civil de ciertas características.

4.4. Tendremos entonces que repreguntarnos acerca de ¿ cómo vincular a espacios de este tipo y a canales institucionales ya constituidos formas diversas de involucramiento de las Organizaciones de base . ? ¿ Cómo agilizar procesos de autopercepción y práctica ciudadana que planteen la noción desde el derecho y la responsabilidad de gestar otro tipo de propuestas ? ¿ Cómo desarrollar estrategias de comunicación que impacten de manera masiva ampliando la noción de ciudadanía mas allá de los marcos tradicionalmente expuestos?

4.5. Afirmamos que la sociedad civil y sus distintas formas organizativas tienen una gran capacidad para realizar el valor de la equidad que ha sido el objetivo histórico de la política social, así como impulsar relaciones de solidaridad, cooperación cívica y expansión de CIUDADANIA. Se piensa que la descentralización y la participación de los ciudadanos organizados autónomamente y comprometidos concretamente con los grupos más necesitados fortalece los procesos de democratización, evita la discrecionalidad autoritaria de los funcionarios y la toma de decisiones sobre bases del puro cálculo político-electoral.

Sin embargo, esto no debe ser dado por hecho naturalmente, sino que hay que construirlo. Construir ciudadanía para Trabajo Social, debería significar un abordaje que cree situaciones concretas de desarrollo de la conciencia ciudadana, en su doble acepción de derechos y responsabilidades. Es preciso generar situaciones en el nivel local y en las asociaciones internedias propias de la esfera pública no estatal, en las que los ciudadanos desarrollen su libertad y su responsabilidad, generando propuestas comunes y ejercitando realmente su condición de ciudadanos.

4.6. ¿ Tendremos entonces que repensar nuestras prácticas muchas veces autorestringidas a lo micro o lo político estatal ? ¿ Tendremos que repensar la arista política de nuestras prácticas ? ¿ Cómo redefiniremos nuestras propias prácticas vinculando la noción de ciudadanía jugándose en la diversidad de lo público y lo privado?

Hoy nos encontramos con una enorme proliferación de organismos y formas asociativas cuyo eje agrupativo pasa por el interés particular relacionado con posiciones, intereses, necesidades singulares, propias de detrminadas agrupaciones: discapacidad, drogadicción, SIDA, mujer golpeada, cooperativas de hospitales o escuelas, los niños de la calle, etc.

Estas experiencias, acotadas a lo micro, ¿ tienen un carácter de solidaridad restringida, que van limitando la capacidad y posibilidad de asumir intereses "de los otros" como intereses "propios" ? ¿ O plantean el potencial del entrenamiento social que permite expresar, demandar, disputar derechos ?.

En cada una de ellas, a nuestro criterio, se debe intervenir en dirección al compromiso solidario y responsabilidad mutua, en el horizonte del respeto a los otros como diferentes, de la tolerancia, la independencia responsable, la apertura. De manera que la ciudadanía no quede relegada a la idea de un status legal, sino que sea trabajada como una identidad compartida y por lo tanto inclusiva. Identidad que aun en la diferencia de intereses, luchas, y debates avanza por sobre las asimetrías y funda una idea colectiva de ciudadanía.

Proponemos, en síntesis, que el Trabajo Social a nivel de las organizaciones de la sociedad civil ataquen y reviertan lo que Eduardo Gruner (1991) llama “desciudadanización”, es decir, la pérdida de identificación, tanto racional como afectiva, con las instituciones representativas de los derechos de ciudadanía. La desciudadanización produce un profundo debilitamiento en la capacidad del ejercicio de los derechos.
El problema de la degradación ciudadana es que tiende a que el malestar se diluya hacia adentro o hacia los costados, más que hacia arriba. Tenemos que realizar el esfuerzo de reconocer la multiplicidad de particularidades propia de la sociedad civil, pero buscando al mismo tiempo articulaciones de esas particularidades a partir de prácticas conjuntas.
Tratemos de generar lógicas de acción colectiva basadas en el reconocimiento de la diversidad y la tolerancia respecto a otras diversidades, pero implementando al mismo tiempo un accionar conjunto. Hagamos de la ciudadanía una práctica de la palabra, el gesto, la imagen y la acción.

La incorporemos como un conjunto de ejercicios o prácticas deliberativas y comunicativas de una comunidad de ciudadanos sobre los asuntos públicos. Asumamos la ciudadanía como uno de nuestros compromisos ético-políticos, atribuyéndole un carácter crucial en tanto actúe como mediadora entre los demás compromisos que sostenemos en la sociedad civil, y nos posibilita una actuación transversal. Asumamos, en fin, las incertidumbres que nos provoca esta nueva complejidad, y debatamos cuáles son las posibilidades máximas en el espacio de la sociedad civil, desde el punto de vista de las mayorías excluidas y expoliadas, y de las minorías discriminadas.

BIBLIOGRAFIA


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Tenti Fanfani, E.: Resonancias políticas de la “Cuestión social” en la Argentina Contemporánea. Mimeo, 1997.

NOTAS

1 Las tres dimensiones de los ciudadanos, José Nun, Diario Perfil 28/6/98


2 Al respecto dice Plant (1991): “En lugar de aceptar la ciudadanía como una condición política y social, los conservadores modernos han intentado reafirmar el rol del mercado y han rechazado la idea de que la ciudadanía confiere un status independiente del nivel económico”.

3 Las medidas actuales denominadas de discriminación positiva, y que establecen un porcentaje obligatorio de participación femenina en las candidaturas a diputados, por ejemplo, son tributarias de esta concepción.



* Datos sobre las autoras:
* Lic. Nora Aquín.
* Lic. Patricia Acevedo.
* Lic. Gabriela Rotondi.

Docentes de la Cátedra de Trabajo Social Comunitario. Escuela de Trabajo Social. Universidad Nacional de Córdoba. República Argentina.

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