Hace ya varios meses, desde las páginas de la publicación estadounidense
Znet, Eric Schwartz, uno de los líderes de la antiglobalización en EEUU,
advertía que "nuestro intento de mantener vivo el ímpetu de Seattle nos
puede conducir a un estancamiento de repetidas acciones masivas dramáticas
a expensas de una organización a largo plazo".
En efecto, los que sólo conocen los movimientos antiglobalización por los
telediarios y los medios de comunicación corporativos ya han obtenido la
idea de que se trata de un grupo, más o menos pintoresco, de violentos sin
las ideas claras y que circulan de un país a otro, a modo de carrusel,
para boicotear las reuniones de los organismos internacionales.
La paradójica situación es en resumidas cuentas la siguiente: para darse a
conocer y que sus demandas ocupen espacio en los medios de comunicación
corporativos, un sector de los movimientos antiglobalización ha aumentado
sus actos violentos, en un principio marginales, progresivamente
dominantes, pero al mismo tiempo éstos los han deslegitimado ante buena
parte de la opinión pública. Los gobiernos neoliberales, sabedores de
ello, no han tenido más que provocar y arrojar una cerilla para que el
polvorín prenda fuego.
A estas alturas, nadie que se sienta algo identificado con la izquierda
política puede negar que las plurales y contradictorias protestas
antiglobalización tienen mucho que ver con el tímido retorno a la arena
pública del debate político de fondo. Sin embargo, como observa Schwartz,
se ha entrado en un peligroso círculo vicioso, en el que cuenta más la
táctica a corto plazo, cómo organizar las manifestaciones, que las
estrategias, cómo crear una alternativa de poder real, a la medida del
ciudadano, que relance el proceso democrático.
Es cierto que tras la borrachera de Seattle, Niza y Praga, la
antiglobalización, como un niño que aún no sabe andar, está cayendo en una
infructuosa dinámica de simple enfrentamiento con la policía, en la que
sólo puede acabar perdiendo, excluida a la marginalidad y criminalizada.
Concluye Schwartz afirmando que "corremos el riesgo de que las acciones
directas masivas creen un núcleo militante de gente dispuesta a lanzarse
contra el engranaje del capitalismo y hacer frente a la violencia policial
una y otra vez. A la larga, la creciente represión estatal ahuyentará a
los más vanguardistas, y aniquilará el resto".
Y aquí no vale, desde
luego, quedarse en la actitud ingenua de tachar de "represiva" a la
policía, o de feo y grande al ogro, algo que debe darse por supuesto en
todo cuento bien contado.
En mi opinión, la situación se está volviendo doblemente perversa. Por un
lado se corre el riesgo de enredarse en una espiral de violencia, que irá
en aumento, y, por otro lado, se puede ceder protagonismo creciente a
grupos minoritarios, fácilmente manipulables por la policía, que no buscan
promover un proceso democrático, sino que están abandonándose a discursos
antidemocráticos, al identificar las instituciones internacionales con la
expresión acabada de la democracia.
Si se retrocede un paso, puede observarse aún mejor la situación. Las
guerras y las luchas hoy día no pueden ganarse realmente en las calles, al
estilo como el pueblo de París tomó La Bastilla. En las calles sólo se
entabla una guerra simbólica, que sería tanto más efectiva cuanto no se
recurriera a la violencia real, sino a una violencia de símbolos, gestos y
palabras.
El recurso primitivo al adoquín o al volcado de una furgoneta
sólo ignora esta dimensión simbólica, y es utilizado por los dirigentes
neoliberales como pretexto para que la policía proceda a cargas, esta vez
sí reales y efectivas, y desacreditar toda la contestación.
Ahora bien, más grave aún considero el hecho de que, como apuntaba
Schwartz, estas tácticas, que se están demostrando erróneas, anulen la
estrategia. Ahondemos en el inconsciente de la antiglobalización: ¿no
ocurrirá que el movimiento antiglobalización, indeciso y balbuceante, aún
muy niño, sólo se está dando plazos para proceder a actuar y a asumir su
propia responsabilidad ciudadana?
Ahora bien, eso sólo podrá hacerlo creando estructuras sociales en todos
los campos de lo público, donde la lucha, esta vez sí, será real y no
simbólica, una lucha incruenta y sin fin por la democracia... con las
armas de la democracia: crear sus propios periódicos, sus propias
organizaciones de base, reformar y radicalizar democráticamente los
sindicatos y los partidos de izquierda, impulsar sus propias empresas,
hacer propuestas firmes ante las instituciones locales, nacionales e
internacionales...
La antiglobalización se encuentra en la encrucijada, una encrucijada que
sólo puede superarse con grandes pasos, los que llevan de lo simbólico a
lo real, de la fundamental y necesaria negación contestataria del
corporativismo a la madurez democrática.
¿Hay algo más triste y absurdo que un "antiglobalizador anticorporativo"
arengando al pueblo desde un medio de comunicación corporativo?