El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha declarado el
estado de excepción a escala internacional, con la autorización casi
unánime del Congreso (único voto en contra de Barbara Lee,
representante por Berkeley y Oakland). Su discurso del 20 de
septiembre ante el Congreso y sus medidas y declaraciones sucesivas
han roto la legalidad jurídica, militar, financiera e informativa
entre las naciones.
El gobierno de Estados Unidos se atribuye explícitamente el derecho
de utilizar cualquier arma de guerra (incluídas las proscritas por
tratados internacionales: nucleares, bacteriológicas, químicas), de
atacar a las naciones que crea conveniente, de intervenir en los
sistemas financieros y en sus operaciones, de mentir o adulterar las
informaciones, de realizar "operaciones encubiertas" (por ejemplo,
asesinatos, sabotajes, desestabilizaciones económicas o políticas y
otras medidas de guerra interna en donde sea) y de proscribir los
regímenes o Estados que no se alinien con él: "cualquier nación, en
donde sea, tiene ahora que tomar una decisión: o están con nosotros o
están con el terrorismo", declaró el presidente Bush.
Esta declaración, apoyada en el arsenal más poderoso y sofisticado
del mundo, es un golpe de Estado contra la legalidad internacional:
quien tenga los medios y las armas, puede hacer lo que quiera. Este
golpe dado por el Estado más poderoso, esta derogación declarada de
las normas y los procedimientos legales entre las naciones es una
especie de culminación perversa del proceso de desregulación
económica y financiera mundial iniciado por Reagan y por Thatcher.
Esa desregulación, advirtieron muchos, destruía derechos, engendraba
miseria y preparaba violencia, ilegalidad y guerras. Aquí estamos.
Es difícil saber si aquel gobierno, en medio de su iracundia, alcanza
a comprender que esta declaración de ilegalidad internacional, esta
especie de "ley del Oeste" universal, es la mayor legitimación
institucional que haya recibido el terrorismo, venga éste de donde
viniere: si todo se vale para el gobierno de Estados Unidos, también
para quien sea todo se vale. El discurso de Bush es casi la imagen
especular de la fatwa pronunciada el 23 de febrero de 1998 por Osama
Bin Laden y cuatro de sus jefes: "El mandato de matar a los
americanos y sus aliados -civiles y militares- es un deber individual
para cada musulmán que puede cumplirlo en cualquier país en donde sea
posible hacerlo".
George W. Bush, en cumplimiento de su propia fatwa (que en un primer
momento, con sublime ignorancia, llamó "cruzada", palabra maldita si
las hay para el Islam), se dispone a atacar, con todos los medios
militares que crea conveniente utilizar, experimentar o exhibir ante
el mundo, a regiones, poblaciones y civiles inocentes para castigar a
una organización terrorista secreta y aún no bien identificada. Esta
guerra sin rostro, sin fronteras, sin límites y sin ley es una
decisión jurídica y moralmente irresponsable, que no tiene en cuenta
las consecuencias posibles para las poblaciones de Estados Unidos y
de sus socios y aliados en esta aventura.
Me explico. En las guerras que conocimos en el siglo XX, la población
de cada nación en conflicto era, en los hechos, el rehén virtual de
su enemigo. Si la Unión Soviética utilizaba armas atómicas o químicas
contra el territorio de Estados Unidos o de sus aliados, éstos
hubieran podido hacer lo mismo contra el territorio soviético. Son
estos equilibrios de hecho los que sustentaron la prohibición de
derecho de las armas de destrucción en masa.
Por eso Hiroshima y
Nagasaki fueron posibles cuando sólo Estados Unidos disponía de la
bomba atómica. Pero si ahora el gobierno de Bush dice que utilizará
todas las armas que considere necesarias contra un enemigo sin
rostro, las organizaciones terroristas, que no son gobierno ni se
sienten responsables por ninguna población, aunque dispongan de bases
territoriales dispersas, verán legitimado el uso de los mismos
recursos contra las poblaciones estables y perfectamente
identificadas, no sólo de Estados Unidos, sino también de los países
cuyos gobiernos se sumen a su guerra.
Esta hipótesis, en principio imaginaria e improbable, podría hacerse
tan real como los inimaginables atentados que acabamos de presenciar.
Primera muestra: con perfecto cinismo de Estado, el gobierno de Putin
da a entender que apoyará la guerra de Bush si éste legitima su
propia guerra contra Chechenia. La destrucción de la legalidad
internacional y la anulación de las Naciones Unidas, cuyas funciones
han sido asumidas por el gobierno de Bush y sus aliados de la OTAN,
provocan estos resultados.
Bush parece esperar un rápido desplome del régimen talibán, cuyas
atrocidades le han ganado una fuerte y reprimida oposición interna.
Puede ser. Pero al atacarlo, lo estará legitimando, del mismo modo
como el propio Bush, bajo de cuota hasta el 10 de septiembre, fue
legitimado por los ataques terroristas. Estará, por otra parte,
desestabilizando a gobiernos de países musulmanes aliados de Estados
Unidos, cuyas poblaciones reaccionan con ira contra la "cruzada" de
Occidente.
Las demás naciones, a comenzar por las europeas, miran con pasmo esta
declaración del estado de excepción y esta virtual asunción del poder
universal por el gobierno de Estados Unidos. Quienes no están con
nosotros están con el terrorismo: nunca en su vida, es seguro, habían
oído de un jefe de Estado occidental una declaración parecida. En
multitud, unos gobiernos tras otros se declaran solidarios con la
guerra de Bush, incluidos Arabia Saudita, Libia, Pakistán y los
Emiratos Arabes, no vaya a ser la de malas.
Pero salvo Gran Bretaña, el incondicional aliado anglosajón, es día
con día más visible la reticencia de los grandes y pequeños países de
Europa occidental, que sí saben lo que son las guerras y los
bombardeos sobre sus territorios y que, teniendo ellos mismos
ejércitos y jefes militares bien preparados y capaces, se resisten a
ser declarados vasallos por Washington y el Pentágono. No se trata
sólo de orgullo nacional, se trata también de intereses y de negocios
muy sólidos de la Unión Europea, que no están dispuestos a ser
desplazados por sus competidores estadunidenses favorecidos por el
gobierno de Bush. Por ahora asienten y murmuran, pero sus opiniones
públicas difieren fuertemente del delirio bélico a que ha sido
arrastrada la gran mayoría de la población de Estados Unidos.
China, por su parte, guarda un silencio tan estruendoso como sus mil
300 millones de habitantes. Puede darse por seguro que, guerreros y
estadistas experimentados, los gobernantes chinos han puesto en
estado de alerta a sus propias fuerzas armadas frente al desorden
mundial creado por las decisiones del gobierno de Washington. No
demasiado diferentes deben ser las reacciones en potencias económicas
y militares asiáticas como India o Japón, colocadas frente a este
nuevo delirio de Occidente.
Un solo gobierno, a cuanto sabemos, después de deplorar los atentados
terroristas y sus costos humanos, ha tomado una actitud pública
independiente ante la disyuntiva en que Bush colocó al mundo: el
gobierno de Cuba. Cualesquiera sean las diferencias que unos y otros
puedan tener con ese gobierno, es preciso registrar y decir que es el
único cuya voz se alzó para declarar: ni con la guerra, ni con el
terrorismo; y para denunciar sin equívocos el golpe de Estado virtual
del jueves 20 de septiembre en Washington. Declaró Fidel Castro el
día 22:
"El jueves, ante el Congreso de Estados Unidos, se diseñó la idea de
una dictadura militar mundial bajo la égida exclusiva de la fuerza,
sin leyes ni instituciones internacionales de ninguna índole. La
Organización de las Naciones Unidas, absolutamente desconocida en la
actual crisis, no tendría autoridad ni prerrogativa alguna: habría un
solo jefe, un solo juez, una sola ley. Todos hemos recibido la orden
de aliarnos con el gobierno de Estados Unidos o con el terrorismo.
Cuba [...] proclama que está contra el terrorismo y está contra la
guerra. [...] Cuba no se declarará nunca enemiga del pueblo
norteamericano, sometido hoy a una campaña sin precedentes para
sembrar odio y espíritu de venganza. [...] Pase lo que pase, no se
permitirá jamás que nuestro territorio sea utilizado para acciones
terroristas contra el pueblo de Estados Unidos".
En el Congreso de Estados Unidos, el voto valeroso y solitario de
Barbara Lee representó a un segmento de opinión minoritario hoy, pero
significativo y activo. Mañana crecerá, como sucedió en la guerra de
Vietnam, aunque tan diversos de aquellos sean estos tiempos. Al
crecimiento de esa fuerza interna contra la guerra hay que apostar,
pues en definitiva sólo desde adentro se podrá detener el desvarío
ahora reinante en Washington y alrededores.
Voces minoritarias, pero no aisladas ni insignificantes, se alzan ya
en Estados Unidos contra ese desvarío. Varias de ellas han aparecido
en las páginas de La Jornada. En Estados Unidos, Alexander Cockburn y
Jeffrey St.James, en su página web counterpunch.org las registran día
con día. El historiador Arthur Schlesinger, en mesurado tono, llama a
la serenidad al presidente:
"Bush estableció ciertas exigencias no negociables para su guerra que
naciones amigas considerarán imprudentes y pronunciadas en un tono
que podrían estimar arrogante. [...] ¿Realmente entiende el
presidente en lo que nos está involucrando? [...] Un ataque aéreo
indiscriminado sobre Afganistán, asesinando a un gran número de
personas inocentes [...] tiene muy pocas probabilidades de eliminar a
Bin Laden y a su gente, quienes han preparado ya sus escondites, y
sólo demostraría, una vez más, la impotencia de la superpotencia.
[...] Las tropas estadunidenses en Afganistán estarían más
desconcertadas y acorraladas que lo que estuvieron hace un tercio de
siglo en Vietnam".
El historiador cita la frase clave de Bush: "quien no está con
nosotros, está con el terrorismo", y se pregunta: "¿Significa esto
que después de Afganistán atacará a Irak, Irán, Siria, Libia? [...]
Bin Laden ha puesto una trampa a Estados Unidos. Ojalá que no
caigamos en ella. Es difícil pensar en llevar a cabo una acción
drástica que no repercuta en nuestra contra".
Estas voces, más las cartas provenientes de Nueva York, de San
Francisco, de Los Angeles, más las demostraciones y reuniones
públicas contra la guerra, contra el terrorismo y por la paz en
diversos puntos del territorio del país vecino, tal vez no pueden
cambiar ahora la situación, pero nos dicen que el enemigo no es una
nación que se llama Estados Unidos, y que sólo desde dentro de ella
podrán venir mañana las fuerzas decisivas para detener la guerra
insensata en que se está adentrando su gobierno.
México, vecino en territorio y cercano en destino a Estados Unidos,
tiene en esta hora una responsabilidad particular para que su
política internacional, su apego a la paz, su defensa de la ley
internacional como escudo de los débiles y los amenazados, y su
independencia de criterio frente a los estados poderosos, pese como
un factor de serenidad, equilibrio y cautela en esta crisis. No tengo
aquí palabras mejores que aquellas con las cuales el más grande
presidente mexicano del siglo XX, el general Lázaro Cárdenas, definió
en su testamento de 1970 la política internacional y la vocación de
esta nación:
"Por sus antecedentes históricos y la proyección de sus ideales,
México se debe a la civilización universal que se gesta en medio de
grandes convulsiones, abriendo a la humanidad horizontes que se
expresan en la fraterna decisión de los pueblos de detener las
guerras de conquista y exterminio, de terminar con la angustia del
hambre, la ignorancia y las enfermedades, de conjurar el uso
deshumanizado de los logros científicos y tecnológicos y de cambiar
la sociedad que ha legitimado la desigualdad y la injusticia".