El
Pentágono anunció que fue probada la bomba no nuclear más
grande de la historia, con un peso de nueve toneladas y media,
en preparación para su posible uso en Irak. Dos semanas antes
el general Richard Meyers, presidente del comando conjunto del
estado mayor, afirmó que la política estadunidense era crear
un shock a Irak para obligarlo a rendirse, soltando
so-bre Bagdad 3 mil bombas guiadas y misiles durante las
primeras 48 horas de la campaña bélica. Funcionarios militares
estadunidenses calculan que 300 mil soldados y civiles
iraquíes morirán. Naciones Unidas estima que al menos 10
millones de iraquíes resultarán muertos, heridos, desplazados
y traumatizados.
A
diferencia de las políticas genocidas alemanas contra los
eslavos, gitanos, ju-díos y homosexuales, el genocidio
estadunidense es del conocimiento público, se discute abierta
y concienzudamente en los medios masivos de comunicación con
las mismas voces sin inflexión e imágenes que uno espera que
acompañen el reporte del tiempo. Los más grandes entre los
diarios respetables, The New York Times, The
Washington Post y Los Angeles Times, publican en
sus primeras planas extractos, y a veces incluso transcriben
íntegramente, los discursos de generales, ministros y del
presidente, en los que se describen tácticas y estrategias de
aniquilamiento masivo. Sus páginas editoriales no son espacio
para manifestar desacuerdo.
A medida
en que estas armas de destrucción masiva se acumulan en Medio
Oriente, y las tropas estadunidenses se preparan para lanzar
una invasión de envergadura, los medios se congracian con los
lectores publicando reportajes "de interés humano" sobre
parejas llorosas que se abrazan en la despedida, madres
patrióticas que ondean sus banderas o patrones generosos que
ofrecen conservar los planes de salud de sus empleados
mientras ellos están inmersos... en una guerra
genocida.
Los
preparativos anunciados y premeditados de esta guerra genocida
son presentados por los medios junto con los marcadores de los
juegos de basquetbol, los re-cientes escándalos de Hollywood,
el reporte climatológico y, desde luego, los comerciales de
desodorantes, automóviles y los reportes de la bolsa de
valores.
Los medios de
comunicación han intentado integrar al genocidio dentro de la
vida cotidiana de los ciudadanos comunes. Ma-tar, mutilar,
desplazar a millones de personas se ha convertido en una
simple "medida de seguridad", como los consejos que aparecen
en los periódicos provinciales que advierten a los ciudadanos
cerrar con llave sus puertas por las noches. A nivel
sicológico, los medios tratan de inculcar la idea de que
quienes perpetrarán el genocidio son las víctimas de un
complot mundial para destruir a Estados Unidos, y que las
víctimas iraquíes de tal genocidio son los agresores. La
paranoia política masiva inducida por los medios de
comunicación sirve para lanzar una guerra genocida.
A diario
la prensa estadunidense inventa terroristas, da publicidad a
acusaciones infundadas, infla incidentes menores, reporta las
denuncias fabricadas que el secretario de Estado, Colin
Powell, presenta ante el Consejo de Seguridad, y después omite
la cuidadosa refutación que de ellas hacen los inspectores de
armas de la ONU. En todo el mundo se publican los escándalos
mayúsculos que se generan porque han sido intervenidos
teléfonos, faxes y correos electrónicos de los miembros de
Naciones Unidas, pero estas noticias están totalmente ausentes
en el New York Times y el Washington
Post.
Funcionarios estadunidenses aislados (como el
congresista Moran) que se atreven a mencionar la influencia en
el gobierno de políticos judíos de derecha (Wolfowitz, Perle,
Cohen, Kagan, Abrams, etcétera) en relación a la cuestión de
Israel, son tachados de antisemitas y obligados retractarse y
someterse a una humillante autoacusación; sufren el mismo
tratamiento que los críticos de José Stalin en la década de
los 30. La negativa a retractarse ha destruido las carreras de
muchos servidores públicos experimentados.
La marcha
de Washington hacia el genocidio ha sido impulsada por el
fanatismo en varios estratos ideológicos. Bush es un
fundamentalista cristiano quien, para ho-rror de la comunidad
científica, proclama la historia bíblica de la creación en
forma literal mientras fustiga las bases del conocimiento
científico sobre la evolución como se enseña en escuelas
secundarias y universidades. Como muchos alcohólicos
reformados, se ha aferrado al fundamentalismo cristiano con un
fervor que llega al extremo de que haya lecturas diarias de la
Biblia en los salones del gobierno federal.
Afirma
que Dios lo predestinó para ser presidente (con la
intervención divina de boletas electorales defectuosas en
Florida y una corte en manos de republicanos), y para guiar a
la nación en una cruzada contra el mal que justifica el
genocidio del pueblo iraquí (la Babilonia del Cinturón de
la Biblia estadunidense).
El
segundo estrato ideológico poderoso es el fanático compromiso
y lealtad ciega hacia el Estado de Israel y su expansión y
dominio en Medio Oriente, que caracteriza a los políticos de
derecha judía y militarista, quienes son los arquitectos
ideológicos de una doctrina de guerra permanente.
El tercer
estrato poderoso son los ideólogos civiles ultrabelicistas,
como Rumsfeld y Condoleezza Rice, quienes codician un dominio
mundial y alardean que con el poderío militar de su país
podrían pelearse dos, tres o más guerras de exterminio.
Un cuarto
estrato está formado por oportunistas como Colin Powell, que
promueven el genocidio como un medio de fortalecer su propia
posición política para un futuro intento de llegar a la
presidencia.
La
confluencia de estas visiones de ex-tremismo religioso, de
contenido étnico y militarista que imperan en la
administración Bush es el motor que impulsa el genocidio
premeditado. La creencia de que existe "gente elegida por
Dios" y "personas especiales" limpia la conciencia ante
cualquiera que piense en la suerte que co-rrerán millones de
víctimas iraquíes, y además prepara el camino para futuros
asesinatos en masa en Siria, Irán, Corea del Norte, Libia y
tal vez en la "Europa antisemita", como la llamó Richard
Perle, el principal asesor militar de Rumsfeld.
Los
respetables medios de comunicación, sus prestigiados
periodistas y sus alegres editores proveen el tipo de
reportajes que amplifica las políticas extremistas de estos
dirigentes, idelógicamente fanáticos. Publican fotografías de
funcionarios clave anunciando asesinatos masivos con rostros
joviales o pensativos, como el de tu tío.
La mayor
ofensa de los medios estadunidenses es la forma en que
"normalizan" los preparativos para una invasión brutal, de la
misma forma en que han normalizado el perpetuo asesinato de
Israel a sus oponentes palestinos. Al presentar los planes
para un genocidio como si se tratara de un "evento" rutinario,
algo cuyos detalles técnicos se discuten con los caudillos
estadunidenses en entrevistas favorecedoras, los medios
despojan a este crimen de toda dimensión moral, humana y
política.
"Imagínense una bomba de nueve toneladas y media, más
grande que la Cortadora de Margaritas, que pesaba sólo
siete y media toneladas", anuncia alegremente el vocero
militar. "Entre más grande es mejor", dicen los militaristas.
"Una forma más rápida y barata de reordenar Medio Oriente y
purgarlo del mal", canta un coro de fundamentalistas
cristianos y de fanáticos del Likud. Ningún medio ha evocado
la imagen de misiles crucero incinerando a más de 400 civiles
iraquíes en el refugio antibombas de Amiriya en un solo ataque
en una noche clara de febrero de 1991.
Diversas
voces solemnes, trabajando en armonía para lograr un sistema
imperialista más violento y sin escrúpulos, o como sugieren
los respetables medios cobardes, para "tener la esperanza de
un mundo más pacífico" para aquellos iraquíes que sobrevivan y
podrían disfrutar la pax americana. Funcionarios del
Pentágono anunciaron en titulares recientes sus generosos
planes de "emplear" a soldados iraquíes que se rindan para
labores de limpieza (o para cavar fosas comunes).
Pero a
pesar de su irredenta propaganda, que incluye burdos intentos
de vincular a Irak con los atentados del 11 de septiembre de
2001 en Nueva York y Washington, y con la red fundamentalista
Al Qaeda, los medios no han tenido éxito en su intento de
convencer a millones de ciudadanos estadunidenses. Más de 40
por ciento rechaza la guerra; un porcentaje menor se opone a
la guerra independientemente de cualquier resolución en la
ONU. ¿Cómo fue que el poder combinado de los medios y del
Estado no han logrado convencer a decenas de miles de
estadunidenses?
Las
razones incluyen una repugnancia moral hacia una ofensiva
bélica que tiene base en acusaciones falsas, el miedo a
represalias de terroristas, la preocupación de que la crisis
económica doméstica se profundice, una sensación de
aislamiento político o solidaridad con miles de millones de
personas en el extranjero que se oponen a la guerra. Quizá, a
un nivel más profundo, existe el temor de que los extremistas
fanáticos que impulsan una máquinaria bélica sin control con
misticismos religiosos, convicciones militaristas y enredos en
el extranjero puedan provocar resultados catastróficos e
impredecibles para este país.
Muchos
ciudadanos estadunidenses prosiguen su vida diaria como
siempre; ven televisión por demasiadas horas, consumen
montañas de comida chatarra, están aprehensivos ante la
inseguridad en sus empleos y se dedican a sus familias y sus
comunidades. A sus ojos, existe una diaria trivialización de
una guerra inminente, la preparación unilateral de una
destrucción masiva sin ningún apoyo exterior, sin ningún
argumento creíble. Una descarada agresión que ahora aterra a
un número creciente de estadunidenses de todas las edades y
sectores.
En las
calles de miles de ciudades, pueblos y comunidades hay quienes
protestan contra la guerra. Hay sitios de Internet que los
conectan con alternativas noticiosas y con la prensa
extranjera más crítica. Se escucha el grito de "No en nuestro
nombre" de una multitud de celebridades y escritores. Hay
amigos y vecinos que discuten sobre la guerra y deciden
oponerse a ella. Una extensa nube de incertidumbre cubre a
todo Estados Unidos, y toca tanto a los inversionistas de Wall
Street como a los mecánicos. Los precios del petróleo se
disparan; ante los déficits insostenibles, se habla de una
inflación futura, y aumentan las protestas antibélicas. Los
medios de co-municación han fracasado al intentar mo-vilizar
al público, pese a sus masivos es-fuerzos por legitimar la
guerra. Aún hay esperanza en el futuro.