Según
estimaciones de la Organización de Naciones Unidas, más de 10
millones de iraquíes resultarán muertos, heridos, desplazados
o quedarán traumatizados por la guerra de agresión que prepara
Estados Unidos. Es muy probable que las cifras de la
inteligencia estadunidense coincidan. Washington ha trazado un
plan militar conforme al cual cientos de aviones de guerra y
la armada lanzarán miles de toneladas de explosivos sobre
ciudades y poblados, infraestructura esencial e instalaciones
defensivas iraquíes. Los medios de comunicación masivos en
todo el mundo dan información más o menos específica sobre los
desplazamientos en tierra, aire y mar. Funcionarios de
Washington hablan abiertamente de destrucción sistemática,
pillaje y ocupación prolongada.
El
genocidio -destrucción en masa y sistemática de un pueblo o
nación- está planeado hasta el último detalle táctico.
Economistas han determinado minuciosamente los costos de los
movimientos de tropas, bombardeos y desplazamiento de
población para después calcular el impacto de la guerra en el
presupuesto nacional, los futuros ingresos petroleros, la
duración de la ocupación y las proyecciones de costos.
Se trata,
pues, de un genocidio científicamente premeditado, similar al
que tuvo lugar en la conferencia de Wansee, en la Alemania
nazi, en enero de 1942, cuando el alto mando decidió el
exterminio de judíos. La principal diferencia con la
experiencia nazi es que la decisión de Washington de cometer
genocidio es anterior a la guerra y que sus ejecutores le han
dado amplia publicidad en documentos públicos y en discursos
oficiales.
Los
arquitectos de la aniquilación provienen de una pluralidad de
orígenes étnicos, raciales y religiosos: dos son negros,
algunos anglosajones, varios judíos y uno hispano. Con
excepción de Powell, todos evadieron el servicio militar o
cualquier misión de combate durante la guerra de Vietnam.
Todos han participado anteriormente en la planeación o el
impulso a guerras de agresión o atrocidades militares.
Durante
la guerra de Vietnam, Powell escribió un informe en el que
justificaba la matanza de My Lai, en la que el ejército
estadunidense asesinó a cientos de campesinos desarmados. En
el gobierno de Ronald Reagan, Rumsfeld fue un vehemente
defensor de la intervención militar y el respaldo a subrogados
terroristas en Centroamérica, Asia y Africa. Paul Wolfowitz y
Richard Perle diseñaron la estrategia de la destrucción
sistemática del Estado palestino como asesores del Likud,
política que ha sido puesta en práctica desde entonces por el
régimen del primer ministro israelí, Ariel Sharon.
Lo que en el
pasado fueron ejercicios teóricos de limpieza étnica,
planeación, matanzas localizadas y justificaciones
prefabricadas se fusionan ahora en una doctrina sistemática de
genocidio internacional. Cada miembro de la elite genocida
aporta sus patologías particulares: Powell, su ca-pacidad de
fabricar sistemáticamente "evidencias" para justificar las
matanzas; Condoleezza Rice, su adoración sin límite por el
poder a cualquier costo; Rumsfeld, las frustraciones de jamás
haber sido más que un mediocre no combatiente que ahora quiere
presentarse como el mayor estratega del mundo; Wolfowitz y
Perle, su odio visceral por los palestinos y los árabes y su
respaldo incondicional a la limpieza étnica y el terrorismo de
los israelíes.
Lo que
importa a la elite genocida no es en principio el petróleo o
Wall Street, sino el poder sin límites y el dominio mundial.
No ven maldad alguna en la extrema derecha, sólo aliados como
Sharon. En cambio perciben maldad y "obstáculos" en socios
críticos de la OTAN como Jacques Chirac y Gerhard Schroeder.
Patrocinan y promueven a sus vasallos innobles y serviles de
Europa del este y del sur. Las fanfarronadas e insultos de
cantina de Rumsfeld resuenan en las cámaras silenciosas de
Na-ciones Unidas. La voz machacona de Bush busca la
complicidad del pueblo estadunidense para proseguir con su
invasión genocida de Irak. Cada cual en el estilo que le
impone su idiosincrasia, los miembros de la elite guerrera
avanzan en formación militar, con gran sentido de impunidad y
ciega arrogancia, hacia la destrucción sistemática de una
nación.
Sin
embargo, sus asesores y publicistas les han hecho ver que la
gente está inquieta. Cientos de miles de ciudadanos han tomado
las calles de las principales ciudades y de muchas poblaciones
pequeñas de Estados Unidos. Al principio los genocidas
minimizaron estos informes, atribuyendo las movilizaciones a
"los izquierdistas de siempre". Pero luego decenas de miles de
otras personas, entre ellas escritores prominentes, artistas,
ex embajadores y ex generales unieron sus voces a los
manifestantes, y eso irritó a los genocidas, que dieron pasos
para negar el detonador de la oposición pública activa: "veten
las protestas públicas", "niéguenles cobertura en los medios
de información". Ahora fabrican mentiras más audaces: dan más
conferencias de prensa, escriben discursos más beligerantes y
envían al emperador George W. Bush a leerlos cada vez que se
puede garantizar que tendrá un auditorio.
Los
genocidas se ponen cada vez más histéricos, sus insultos
crecen en vulgaridad conforme enfrentan "obstáculos" en la
OTAN y la ONU y creciente oposición en el frente doméstico.
Sienten que están en carrera contra el tiempo: mientras más
retrasen los europeos el genocidio, mayor será la conciencia
pública del horror de la empresa bélica y sus implicaciones,
mayor será la probabilidad de que la oposición sume millones y
rebase el control de los medios masivos y la policía. Quieren
ge-nocidio ahora: están obsesionados con el temor de que se
esfumen todos sus planes, sus fantasías de poderío mundial y
de un Medio Oriente sometido al poder anglo-israelí, libre de
resistencia árabe, y de que su fracaso personal los registre
en la historia como los genocidas que fueron derrotados por su
propio pueblo y no por ejércitos invasores, como sus
predecesores del Tercer Reich alemán.
En la
cúpula del poder, los líderes de Europa y Estados Unidos
alegan sobre las condiciones y tiempos de la guerra:
Washington moviliza a los satélites de Europa oriental que
heredó de la ex Unión Soviética, mientras los gobiernos
francés, alemán y belga se hacen eco de la vasta ma-yoría de
sus electores que se opone a la guerra. Washington y Londres
convocan a sus reservas militares y movilizan a
fundamentalistas cristianos y sionistas de derecha, mientras
las confederaciones sindicales inglesas, francesas, italianas
y españolas amenazan con huelgas y las principales iglesias
cristianas se unen a millones de ciudadanos que cierran filas
a través de las naciones en la desobediencia civil y la
protesta pública.
La guerra
que se avecina en Medio Oriente no es una simple conquista
colonial, aunque también lo es. Es un choque entre la barbarie
y la civilización, cuyo desenlace y consecuencias no se
limitarán al resultado militar en Irak. Presenciamos una
confrontación entre los propugnadores del genocidio que creen
en uno, dos, mu-chos Afganistanes e Iraks, y la creciente
oposición de millones de representantes de la humanidad, sus
mejores escritores e intelectuales, los voceros religiosos y
espirituales que son nobles y dignos y, sobre todo, sus
líderes naturales en las clases populares. No puede haber
concesiones: esta disputa no llegará a su fin hasta que, o
bien el mundo abrace una civilización libre de imperialismo,
genocidio y matanzas étnicas, o bien descendamos al infierno
de un mundo gobernado por sicópatas genocidas que ven la
guerra como medio de dominación perpetua.
Como
escribió alguna vez Jean Paul Sartre, "no hay salida", todos
tenemos que elegir y enfrentar las consecuencias. Dondequiera
que vivamos y trabajemos, debemos involucrarnos porque el
imperio está en todas partes, desde el norte de México hasta
el centro de Buenos Aires, desde los campos petroleros de
Medio Oriente hasta los bancos de Yakarta. Así también, el
movimiento de la gente está en todas partes. En las calles de
Roma, Londres, París, Madrid, Atenas, Seúl, Manila, Nueva
York, Washington y cientos de ciudades más pequeñas, se han
movilizado millones de trabajadores, pobres urbanos,
campesinos, jubilados, miembros de la clase media y
estudiantes.
La gran
confrontación se ha iniciado, estamos viviendo la historia.
Creo que ganaremos. No por fe visionaria, sino por la
convicción de luchamos por lo que representa lo mejor de la
humanidad.