Adán Buenosayres
Libro Quinto, Parte III
—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce.
Las doce campanadas eran doce mochuelos:
Alguien abrió la puerta de la torre, y huyeron.
Medianoche: soledad y vacío. Sólo yo solo en la corteza de un mundo que gira
huyendo, que huye girando, "viejo trompo sin niños". ¿Por qué sin niños?
Entonces yo jugaba con la lógica, sin advertir que siempre hay una relación
de armonía entre lo disímil: splendor ordinis. Anoche lo explicaba yo en lo de Ciro: bastante mamado.
Como aquella otra figura: "La Tierra es un antílope que huye"; o aquella
otra: "Mundo, piedra zumbante de los siete colores." Terror cósmico, desde
la infancia: un niño que, abrazado a su caballo inmóvil, sollozaba de angustia
bajo las constelaciones australes. Fría mecánica del tiempo, cono de sombra,
cono de luz, la noche y el día, solsticio y equinoccio: el sol que nos cuenta
mentiras fabulosas, y la tierra que se viste y se desviste de sus esplendores
como una prostituta, "¡salve, moscardón ebrio!». Y al fin sólo una piedra
que huye girando, que gira huyendo en un espacio infinito... no, indefinido;
porque la noción de infinito sólo corresponde... ¡Bueno, alma, bueno¡
Adán se detiene, bajo la lluvia, en la esquina de Gurruchaga y Triunvirato.
Desde allí, todavía indeciso, contempla el ámbito fantasmal de la calle Gurruchaga,
un túnel abierto en la misma pulpa de la noche y alargado entre dos filas
de paraísos tiritantes que, con sus argollas de metal a los pies, fingen
dos hileras de galeotes en marcha rumbo al invierno. Fosforescente como el
ojo de un gato, el reloj de San Bernardo atisba desde su torre: no queda
ya en el aire ni una vibración de la última campanada, y el silencio fluye
ahora de lo alto, sangre de campanas muertas. Inesperadamente, una ráfaga
traidora sacude los árboles, que se ponen a lloriquear como niño: Adán recibe
un puñado de lluvia en la cara y se tambalea entre un diluvio de hojas que
caen y se arrastran con un rumor de papeles viejos, mientras que los faroles
colgantes ejecutan arriba un loco bailoteo de ahorcados. Pasó la ráfaga:
el silencio y la quietud se reconstruyen bajo el canturreo de la lluvia.
Soledad y vacío, Adán entra en la calle Gurruchaga.
—Puertas y ventanas herméticas, llaves echadas, pasadores corridos: así defienden
su evasión por el sueño. La casa del que duerme toma precauciones de trinchera
o de tumba. El combate de ayer, aquí mismo: ¡ni un alma en el campo de batalla!
Hombres y mujeres, tirios y troyanos, ¿qué hacen ahora? Sus cuerpos acostados
navegan en camas de hierro, madera o bronce, dentro de sus cubos inexpugnables,
¡todos evadidos! Sólo yo solo. ¡Si en la profunda medianoche, si en el instante
justo en que un día concluye y el otro empieza, si en esa juntura misma quedase
un resquicio por donde salir fuera del tiempo! Ayer un niño que, angustiado
entre luces y músicas de fiesta, veía cómo el tiempo se derramaba cual un
ácido y roía la casa festival con sus hombres; o un adolescente que ambicionaba
desterrar al Tiempo de su canto... ¡Señor, yo hubiera querido ser como los
hombres de Maipú, que sabían reír o llorar a su debido tiempo, trabajar
o dormir, combatirse o reconciliarse, bien plantados en la vistosa realidad
de este mundo! Y no andar como quien duda y recela entre imágenes vanas,
leyendo en el signo de las cosas mucho más de lo que literalmente dicen,
y alcanzando en la posesión de las cosas mucho menos de lo que prometían.
Porque yo he devorado la creación y su terrible multiplicidad de formas:
¡ah, colores que llaman, gestos alocados, líneas que hacen morir de amor!;
para encontrarme luego con la sed engañada y el remordimiento de haber sido
injusto con las criaturas al exigirles una bienaventuranza que no saben dar.
Y luego este desengaño, ¡también injusto!, que me pone ahora frente a las
criaturas como ante un lenguaje muerto. ¡No haber mirado, ah, no haber mirado!
O haber mirado siempre con puros ojos de lector, como los que tenía en mi
niñez, allá en el huerto de Maipú, cuando en la belleza de las formas inteligibles
alcanzaba una visión de lo estable, de lo que no sufre otoño, de lo que no
padece mudanza. Y ahí están la injusticia y el remordimiento: haber mirado
con ojos de amante lo que debí mirar con ojos de lector. (Anotarlo en cuanto
llegue a casa.) ¡Qué bien entonan calle, medianoche y llovizna! El café "Izmir"
también cerrado. No. Alguien canta.
Café "Izmir", en estado de completo abandono (Gurruchaga 432, circa Julio 2003). Un ex mozo nos contó que entregó la placa con el nombre del café a la hija de Marechal.
Con el oído atento, Adán Buenosayres detiene sus pasos frente
al café "Izmir", cuyas cortinas metálicas, a medio bajar, le permiten ver
un interior brumoso en el cual se borronean figuras humanas que se mantienen
inmóviles o esbozan soñolientos ademanes. Una canción asiática se oye adentro,
salmodiada por cierta voz que, sobre un fondo musical de laúd o de cítara,
lloriquea en las aes y se desgarra en las jotas. Hasta el olfato de Adán
llega el olor del anís dulce y del tabaco fuerte que arde sin duda en los
narguiles de cuatro tubos.
—Otro mundo en clausura. Ellos también han trazado su círculo hermético,
y navegan ahora, evadidos en una canción. Los vi ayer, con sus jetas verdosas
y sus ojos pestañudos, crueles testigos de la batalla. ¿Qué paisajes o escenas
evocarán ahora, encerrados en su círculo, tripulantes de su música? Rostros
tal vez: caras de hombres, mujeres o niños cuyas voces un día se rompieron
en las mismas jotas y lloriquearon en las mismas aes de aquella canción,
bajo un cielo distinto, ¡ah!, pero infinitamente más hermoso. ¿Por qué más
hermoso? Por estar lejos. Canción muy antigua, sin duda. Y las otras lenguas
que la entonaron antes: miles de labios deshechos y caras desvanecidas allá,
en los tristes camposantos del Asia Menor: bocas llenas de tierra y ojos
llenos de cal. ¡Todos evadidos!
Adán se saca el chambergo, del que caen dos o tres hojitas resecas, y enjuga
con su mano las gotas de lluvia que le corren por la cara. Luego reanuda
su andar, calle arriba.
—Y los días empezaban en una canción de mi madre:
Cuatro palomas blancas,
cuatro celestes...
O aquella otra, en Maipú, coro de chicos, junto a la abuela y frente a cristales azotados por el aguacero:
Viernes Santo, Viernes Santo,
día de grande Pasión...
Y la de la Escuela Normal, voces adolescentes, ojos de sal y pimienta en el gran salón de música:
Página eterna de argentina gloria,
melancólica imagen de la patria...
O la del grupo "Santos Vega", melenudas cabezas literarias, vanguardismo exaltado, en el sótano del "Royal Keller”:
un automóvil, dos automóviles,
tres automóviles, cuatro automóviles...
Y aquella de Madrid, entre un zumbido ardiente de guitarras y polémicas:
Parece que van cayendo
copos de nieve en tu cara...
O
la de París, en el estudio de Atanasio, mesa tendida entre figuras de barro,
sacrificio de una gallina blanca en el altar de las Musas, un ejército de
botellas:
Dans une tour de Nantes
y avait un prisonnier...
Y aquella
otra de Sanary, o la de Italia... ¡Canciones! Vuelven para enrostrarme ahora
el gozo de un día o la vergüenza de una noche: remordimiento de haber cantado
y de haber oído cantar. El silencio: ¡cómo lo perseguía y lo acariciaba yo
en mi niñez! Viaje al silencio, por entre la selva de los rumores nocturnos.
Y aquel sigilo reverente, aquel andar en puntas de pie, aquel afán de abrir
sin ruido puertas y cajones: liturgias del silencio. Porque sabía ya, sin
haberlo aprendido, que el silencio no es la negación de la música, sino toda
la música en su posibilidad infinita y en su gozosa indiferenciación. Sí,
el caos musical en que todas las canciones no diferenciadas aún forman un
solo canto, sin excluirse las unas a las otras, sin cometer esa injusticia
en el orden del tiempo. ¡Oscuro y viejo Anaximandro, yo te saludo en esta
noche final! ¡Y a tu discípulo Anaximenes, y a su pneuma sagrado: el aire de la inspiración y la expiración creadoras! Mi teoría de ayer, en la glorieta: bastante mamado. No debí hablar: ninguno entendía un pito. Sí, Schultze, ese viejo Schultze. ¡Ah, todo en Uno! La tristeza nace de lo múltiple.
Caviloso y triste, Adán Buenosayres considera en torno suyo la manifestación
de lo diverso. Acaricia el tronco de los árboles, como si deseara sorprender
algún latido bajo las húmedas cortezas. Se agacha luego, recoge un puñado
de hojas muertas, aspira su olor amargo y las deja caer lentamente. Se va
después, tocando las paredes mojadas, los fríos umbrales, la madera de las
puertas, el hierro de los balcones.
—Lisura o aspereza, calor o frío, humedad o sequedad: noticias de lo externo,
vagas noticias. El tacto no es un sentido intelectual: ¿podrías alcanzar
con el tacto el splendor formae
de la rosa? Y, sin embargo, ningún otro sentido aspira con tanta ferocidad
a la posesión directa de las criaturas: tocarlas, aprehenderlas, estrecharlas,
meterlas dentro de la piel. Sí, el más ciego, el más torpe y el más desengañado
de los sentidos. Y el menos culpable: ¿tenderías tu mano a la rosa, sin antes
conocer su splendor formae que se revela sólo a los sentidos intelectuales?
No haber mirado, no haber oído, no haber tocado... ¡Vaya! ¿Qué aparición
es esa?
Diez pasos adelante, Adán advierte, sobresaltado, la figura
de un jinete inmóvil sobre su corcel. Al acercarse reconoce al cabo Antúnez,
de la comisaría 27, que duerme bajo la lluvia, sólidamente afirmado en los
estribos, mientras que su caballo, con las riendas en el pescuezo, despunta
las hierbecitas brotadas al pie de los árboles. No bien Adán se aproxima
el caballo levanta la cabeza y lo estudia con inquietud. Pero Adán le acaricia
el pescuezo mojado, la frente y el hocico; y el animal se apacigua entonces,
apoya sus narices en el hombro de Adán, resuella en tren festivo. Como un
jinete de metal, el cabo Antúnez sigue dormido bajo el agua y el viento.
Antes de alejarse, Adán pone su cara junto al hocico del bruto, la sola cosa
tibia que le ofrece la noche; y respira su aliento: un puro aroma de hierbas
trituradas.
—El pangaré de tío Francisco. Me gustaba el olor de los caballos: un olor
de alientos vegetales y de sudores agrícolas. Este cabo Antúnez, un criollo
sin duda: tiene alma de resero. Como los que aparecían de cuando en cuando,
hacia el anochecer, en la estancia de Maipú, junto al palenque verdinegro.
"¿Me da permiso para desensillar?" "Desensille, amigo, y pase a la cocina."
Hospitalidad sin fronteras. ¡Oh, sí, caras graves en las que resplandecía
una dignidad casi terrible (ahora me doy cuenta), y que se desdibujaban poco
a poco entre el humo del duraznillo, mientras la china Encarnación vigilaba
el asado con sus ojos grandes y eternamente llorosos. "A los ojos lindos
les va el humo." ¡Risas discretas de otra edad! Y luego historias de viaje
y de rodeos nocturnos en plena llanura, bajo la tormenta: Bahía Blanca, Río
Negro, el Chubut, nombres elogiosos y con sabor de lejanía. Tío Francisco
me aseguraba que se dormía bien a caballo. Vidas heroicas y sin resonancia,
en la llanura: muertes heroicas y sin resonancia. Como la de aquel ternero
agonizante que resollaba todavía con el hocico en el polvo, mientras un chimango,
sobre su cabeza, le comía ya los ojos reventados a picotazos. Y no debí matar
aquel chajá, sin duda: tenía yo quince años y una escopeta herrumbrosa; y
nadie supo que yo buscaba un chajá para sacarle las plumas y hacer escarbadientes.
Malísimo agüero; tía Martina lloraba junto a los despojos del ave, ¡un montón
de plumas grises!, porque sabía que, cuando a un chajá le matan su pareja,
ya no quiere la vida y se deja morir de hambre y desconsuelo. ¡Y en seguida,
como una telúrica maldición, aquel verano memorable! Un sol rabioso caía
sobre la llanura inundada, levantando emanaciones calientes y venenosos hálitos
que parecían corromperlo todo, cielo y tierra, hombres y animales. Con tío
Francisco, los dos a caballo, recorríamos aquella escena desolada, cuereando
reses muertas, vigilando la punta de lanares que sobrevivían en la loma,
descubriendo y juntando los vacunos perdidos entre cañadones y juncales.
Y en aquel ámbito de miseria, sobre el cual adivinaba yo la vengativa sombra
del chajá muerto, bullía y alentaba, en cambio, un mundo volátil rico hasta
la locura: flamencos y cigüeñas, mirasoles y gaviotas, cuervos y cisnes,
alegremente instalados en aquel paraíso de aguas quietas y de juncos vibrantes.
Y los mosquitos, al atardecer, movilizados en nubes hambrientas; o aquella
invasión de escuerzos que se nos metían hasta en los dormitorios, que resoplaban
como gatos enfurecidos, y que matábamos, día y noche, atravesándolos con
los dientes de la horquilla. Se marchaban todos, hombres y mujeres, corridos
por la inundación, el hambre y la enfermedad: en la casa, demasiado grande
entonces, sólo quedábamos tío Francisco, tía Martina y yo. Era necesario
rehacerlo todo, ranchos y huertas, y ahorrar los pocos animales que sobrevivían:
llegamos a comer la dura carne de las gaviotas que se arremolinaban detrás
del arado y que abatíamos a golpes de rebenque. La nueva población se alzaría
en aquella loma del árbol único, al abrigo de las crecientes: mientras tío
Francisco armaba el esqueleto de la ranchería, con sus palos esquineros y
mojineteros, con sus cumbreras y sus quinchos de paja, yo dirigía la pisadura
del barro, metiéndome a caballo entre las yeguas enfangadas hasta la raíz
de la cola, y obligándolas a patalear en aquel amasijo de tierra y agua,
todo ello bajo el sol ardiente, la humedad y el bordoneo de los tábanos que
picaban y se dormían ahitos de sangre, hasta que los reventaba yo a lonjazos
en el pescuezo de las yeguas. Tío Francisco reía o canturreaba, masticando
su tabaco negro "La Hija del Toro", mientras hundía la paja en el barro,
amasaba y disponía los chorizos con que iban irguiéndose las paredes rústicas.
Pero hacia el final de la obra decayó aquel hombre admirable que había vencido
tantos infortunios en la llanura: se volvió taciturno y huraño, y hasta repudió
(cosa increíble) su tabaquera de buche de avestruz.
Aquella noche tía Martina y yo le oímos gritar órdenes de rodeo, reír y blasfemar,
presa de la fiebre que lo agitaba en su catre: una noche larguísima, en que
al monólogo de aquel hombre respondían afuera los mil gritos de las bestias
acuáticas. Al siguiente día creció la fiebre: tío Francisco agitaba sus manos
terrosas, como si se dedicase a una construcción invisible; y, con la garganta
reseca, pedía de beber, o forcejeaba por salir al patio en busca del aljibe.
Tía Martina y yo debimos atarlo al catre con dos cinchones. Pero la fiebre
decayó al anochecer; y tío Francisco, aparentemente lúcido, expresó una extraña
urgencia de tomar chocolate. Como no lo había en nuestra casa, era necesario
ir a la estación, a cinco leguas de allí, por entre campos inundados y en
medio de la noche que cerraba ya, negra, caliente y húmeda como un horno:
yo tenía quince años y una imaginación temerosa, pero monté sin vacilar en
el caballo nochero, fui a Las Armas y regresé aún no sé cómo, a través de
juncaIes densos, metido en el aguazal hasta la cincha, provocando en la noche
un vasto azoramiento de alas, adivinando tranqueras y aflojando alambres
en los palos torniqueteros. Aquella noche tío Francisco bebió su chocolate;
y se hundió al punto en un sueño infantil. Pero al día siguiente lo encontramos
muerto al pie del aljibe, con una inmensa expresión de beatitud en su rostro
mojado. No sé todavía cómo pude yo, casi un chico, desnudar, lavar y vestir
aquel cadáver cuyos miembros pesaban como lingotes, mientras que tía Martina,
petrificada en su dolor, balbucía frases incoherentes ante una imagen de
Nuestra Señora de Luján que reposaba en un esquinero, entre dos velas encendidas.
Era necesario luego buscar la tropilla, elegir caballos, atar el vagón y
dirigirse a Maipú, donde se haría el velorio y entierro de tío Francisco.
A falta del corral que había destruido la creciente, solíamos juntar la tropilla
en un rincón del alambrado; pero aquella mañana los animales estaban como
enloquecidos, tal vez a causa del viento: por tres veces, cuando ya los tenía
juntos, la yegua madrina encabezó el sonoro desbande; ¡la hubiera cosido
a puñaladas! Por fin, con el sol alto ya, tomamos el rumbo de Maipú: en la
caja del vagón, sobre dos colchones, yacía el cuerpo de tío Francisco, descubierta
la cara, sonriente aún en su expresión de gozo final: yo manejaba en el pescante,
con las cuatro riendas en el puño; y a mi lado tía Martina era una esfinge
de semblante contraído, sin gestos ni lágrimas. Atravesábamos los bajíos:
alas blancas, rosas y negras batían el aire sobre nosotros; cimbraban los
juncos en flor y relucía el espejo ferruginoso de los cañadones. Pero la
cabeza de tío Francisco, zarandeada en el viaje, sonreía y se balanceaba
en un continuo movimiento de negación, como si, aleccionado ya en una realidad
más honda, tío Francisco renunciase a la hermosura visible de este mundo
por otra hermosura que sólo ven los ojos entornados. A medida que se remontaba
el sol, ascendíamos nosotros a las tierras altas, allá donde los trigos reían
sí, donde las flores cantaban sí, donde rebaños y pastores decían sí. Pero
la cabeza oscilante negaba y sonreía: en su barba se había enredado una mariposa
verde.
Adán Buenosayres tantea distraídamente su bolsillo en busca de pipa y tabaquera. Inútil. Olvidadas.
—Vidas heroicas y sin laurel en la llanura: muertes heroicas y sin laurel.
Tío Francisco, abuelo Sebastián, tía Josefa, el pampa Casiano: todos evadidos
allá, en la loma de Maipú; acostados y dormidos en la tierra olorosa, después
de su batalla con la tierra; todos reconciliados con la tierra, en un abrazo
último; y tal vez con el cielo, porque lo merecían...
Adán se demora en aquel regreso de medianoche: su andar es lento y dubitativo,
como el de alguien que no desea llegar. Íntima es la noche, abstracta la
calle, sin principio ni término la lluvia. Y Adán quisiera olvidar y olvidarse,
acunado por el viento, o disolverse como un pedazo de sal en el agua que
cae y cae susurrando su antigua canción de diluvio; pero todo él es un ojo
desvelado que se vuelve a sí mismo y se contempla en una fría mirada. Se
ha detenido ahora junto al umbral de la vieja Cloto, desierto como la noche:
allí, a la sombra de Cloto la hilandera, los niños jugaban al Ángel y el
Demonio. Adán toca el mármol helado, en una suerte de caricia.
—Un juego de símbolos. ¿Qué buscan Ángel y Demonio? Una flor. ¿Qué flor?
La alegre o triste rosa predestinada. Sí, el juego de los juegos, acaso.
Pero si el alma recibe nombre de rosa o de clavel antes que Ángel y Demonio
vengan a reclamar su clavel o su rosa, ¿dónde queda el libre albedrío de
las almas y dónde su responsabilidad? Juego de leyes oscuras: los teólogos
en suspenso. En todo caso, los chicos lo juegan con alegría, como si fuese
una comedia y no un drama. ¿Y si no fuese un drama, sino una comedia inefable
del gran Autor? Entonces habría que jugarla como los niños, con inocencia
y alegría, con ese maravilloso entregamiento de los niños y de los santos.
El drama está en haber perdido inocencia y alegría. Por eso aconsejaba Él:
"Haceos como niños." ¡Difícil! ¡Ah, la vieja Cloto ha jugado bien, sin duda:
creo que la eligió el Ángel! Nos encontramos algunas veces, al amanecer,
frente a San Bernardo: yo vuelvo de la noche, sin haberla dormido, sucio
de malgastadas vigilias y avergonzado ante la nueva luz que me hiere como
un remordimiento; Cloto sale de la iglesia, tras haber oído la misa de alba,
con su remendado chalón en la cabeza y su antiguo rosario entre los dedos.
Nos miramos, yo sucio y envidioso, ella limpia y exacta. Me sonríe: creo
que me sonríe a mí solo, a menos que la sonrisa de la vieja sea universal
como la luz. Y Cloto me redime con su mirada y su sonrisa: lo sabe todo y
me absuelve, tal vez porque ha recobrado la sabiduría de los niños que juegan
al Ángel y el Demonio. ¡Qué bueno sería esta noche apoyar las sienes en sus
duras rodillas de abuela, y escuchar de su boca el gran secreto!
Pero vacío está el umbral de Cloto, y Adán Buenosayres lo toca, en una suerte
de caricia. La noche sin límites, la calle borrosa y la infinita lluvia crean
en torno suyo un ambiente abstracto en el cual, sin esfuerzo alguno, adivina
el alma y se adivina. Nunca sintió Adán, como ahora, la certidumbre de una
gran adivinación; pero todo él es un ojo desvelado que se vuelve a sí mismo,
abarca su propia indignidad y se dice que ya es demasiado tarde para recoger
la sabiduría de Cloto. Por eso, al retomar su camino, lleva en sí la noción
de su muerte definitiva. ¡No sabe —y es bueno que no lo sepa— que sólo va
herido y que la naturaleza de sus llagas es admirable! Se cree solo y derrotado,
¡y no sabe que a su alrededor milicias invisibles acaban de reunirse y combaten
ahora por su alma, en un silencioso entrevero de espadas angélicas y tridentes
demoníacos! No lo sabe, ¡y es bueno que lo ignore! Pero, ¿no es aquella la
Flor del Barrio? Sí, Adán reconoce a la Flor del Barrio que, metida en el
hueco de su puerta, aguarda como siempre al Desconocido, puestos los ojos
en el fondo de la calle, pintarrajeada y vestida como una novia de juguete.
Según el ritmo del viento, un farol bailarín le arroja y le retira su chorro
de luz; y Adán, enfrentado ahora con la mujer, observa que su rostro embadurnado
de cremas no tiene vida, que no se mueven sus pestañas duras de rimmel,
que sus miembros están rígidos como nunca bajo la ropa de colores abigarrados.
Y le pregunta él: "Flor del Barrio, ¿a quién esperas?" ¡Nada! La Flor del
Barrio no responde. Un terror desconocido se apodera entonces de Adán Buenosayres:
le parece advertir ahora un algo de artificial en aquellos ojos, en aquella
boca, en aquellos petrificados músculos faciales. La sugestión es tan viva,
que Adán no resiste al impulso de tocar aquel rostro. Pero no bien lo hace,
una máscara de cartón se le queda entre los dedos. Y aparece detrás el verdadera
semblante de la Flor del Barrio: los ojos cóncavos, la nariz roída, la desdentada
boca de la Muerte.
—¡Imaginación! ¡Afanada siempre, como ahora, en
su telar mentiroso! No me bastó forzar a las criaturas, exigiéndoles lo que
no debían o no sabían dar; sino que, apoderándome de sus fantasmas, les hice
cumplir destinos extraños a su esencia, poéticos algunos y otros inconfesables.
¡En cuántas posiciones inventadas me coloqué yo mismo, tejedor de humo, desde
mi niñez! Confieso haber imaginado entonces la muerte de mi madre, y haberla
padecido en sueños, como si fuese verdadera. Confieso haber derrotado al
campeón mundial Jack Dempsey, en el Madison Square Garden
de Nueva York, ante la gritería frenética de cien mil espectadores. Confieso
haber hecho saltar la banca de Monte Carlo, en una noche prodigiosa, y haberme
alejado luego, rico de oro y melancolía, entre una doble hilera de tahures
corteses y bellas prostitutas internacionales. Confieso haber padecido la
furia de Orlando, a causa de celosos amores, y haber demolido a Villa Crespo,
sin otro utensilio que una maza de combate. Confieso haber sido pioneer
de la Patagonia, y haber fundado allí la ciudad y puerto de Orionópolís,
famosa por su expansión naval, dueña y señora de los siete mares. Confieso
haber ejercido la dictadura de mi patria, la cual, bajo mi férula, conoció
una nueva Edad de Oro mediante la aplicación de las doctrinas políticas de
Aristóteles. Confieso haberme dado al más puro ascetismo en la provincia
de Corrientes, donde curé leprosos, hice milagros y alcancé la bienaventuranza.
Confieso haber vivido existencias poético-filosófico-heroico-licenciosas
en la India de Rama, en el Egipto de Menés, en la Grecia de Platón, en la
Roma de Virgilio, en la Edad Media del monje Abelardo, en... ¡Basta!
Adán Buenosayres quiere librarse de aquellos monstruosos hijos de su imaginación
que vuelven ahora, uno tras otro, desfilan ante su avergonzada conciencia,
esbozan gestos ridículos, posturas teatrales, actitudes malditas. Pero los
monstruos insisten; y Adán tiene la impresión de que giran en torno suyo,
riendo como demonios, palmeando sus bocas ululantes y guiñando sus ojos malignos,
en una ronda carnavalesca.
—¡Basta! ¡Basta! He malogrado mí único destino real, por asumir cien formas
inventadas, tejedor de humo. O tal vez, a la manera de un dios inmóvil que,
sin alterarse ni romper su necesaria unidad, desarrollase ad intra sus posibilidades, como soñando... ¿Analogía? ¡No! Megalomanía. ¡Sólo un literato!
Espadas angélicas y tridentes demoníacos chocan sin ruido en la calle Gurruchaga:
se disputan el alma de Adán Buenosayres, un literato; porque, según la economía
suprema, vale más el alma de un hombre que todo el universo visible. Pero
Adán no lo sabe, y es bueno que no lo sepa todavía. ¡Puf! Sus narices captan
ahora las primeras emanaciones de la curtiembre "La Universal”, que se yergue
a un tiro de piedra, con sus muros apestados y sus ventanales ciegos, viscosa
y reluciente bajo la lluvia, como un hongo maligno. Antes de afrontar la
curtiembre, Adán se para en la esquina, dudando aún: ¿hará él, como de costumbre,
una inspiración profunda, y salvará el área peligrosa, contenido el aliento
y a la carrera?
—Úlcera del arrabal: capitalistas desalmados e inspectores coimeros. Un olor
de carroña, día y noche. Sí, el mismo de los animales muertos en la llanura:
yo los he visto podrirse al sol, hirvientes de gusanos y zumbantes de moscas,
exhibiendo a plena luz toda la gama de verdes y violetas enfermizos que da
la carne corrompida. Más asqueroso aún el hedor de la carroña humana: en
el cementerio de Maipú, aquel día, mientras exhumaban los restos del abuelo
Sebastián, conocí el olor terrible, y se me anudó el estómago en una dolorosa
náusea. La carne corruptible no soporta el asco de su propia disolución.
Pero el alma no tiene olfato: ¡venerable Antígona, disputando a cuervos y
hombres el cadáver de su hermano, cumpliendo el rito fúnebre, a medianoche,
solita su alma entre la polvareda y el hedor con que la carne grita su derrota!
O aquella Rosa de Lima, bebiendo los humores de la úlcera para humillar la
rebeldía de su cuerpo tan mortificado ya; o Ramón Lulio, que aconsejaba no
rehuír el olor de las letrinas, a fin de recordar a menudo lo que da el cuerpo
de sí mismo en su tan frecuentemente olvidada miseria. ¿Y por qué no lo haría
yo ,esta noche? ¡Absurdo!
Pero Adán se ha lanzado sobre la curtiembre, y, entre avergonzado y curioso
de sí mismo, recorre ya su acera con deliberada lentitud, aspirando los hedores
que van haciéndose más intensos a medida que avanza. Y una gran ansiedad
se apodera, entretanto, de las milicias invisibles que luchan a su alrededor.
Porque la batalla cobrará otro ritmo ahora que Adán, sin saberlo, se ha declarado
beligerante. Ya está él junto al portón de la curtiembre, debajo del cual
se deslizan aguas negras y chorreaduras viscosas: detenido allí, Adán apoya
su cabeza en el hierro mojado y recibe a fondo las emanaciones. Una primera
náusea lo sacude hasta los pies; luego, entre angustias y trasudores, vomita
largamente contra el portón. Jadeante aún, y secándose lágrimas y sudores
con su pañuelo, Adán ojea la calle:
—Afortunadamente, ni un solo testigo.
¡Ignora él que a su alrededor mil ojos atentos lo siguen, y que la batalla
recrudece ahora en torno suyo, porque se acercan ya instantes definitivos!
Adán no lo sabe, y es bueno que lo ignore todavía: curioso de sí mismo, sonriéndose
ante la visible inutilidad de su gesto, abandona el portón y reanuda su marcha.
La desarmonía de su cuerpo logró silenciar por un instante aquellas voces
íntimas que han venido persiguiéndolo a lo largo de la calle; pero no bien
se aleja de la curtiembre, acuden otras voces, murmuran o gritan en su alma,
como si la calle supiera el número exacto de sus remordimientos y se los
recordase, uno por uno, con la prolijidad inexorable de un juez. Allí está
el zaguán de las muchachas (¡bisbiseo, susurros!), desierto ahora, sombrío
y mojado como una gruta.
—Cuerpos jóvenes, ayer, adulados por la luz y encarecidos en el elogio que
les gritaba mi sangre desde aquí mismo: Ladeazul, Ladeverde, Laderrosa, dispersadas
las tres en mil gestos provocadores (¡ah, sin saberlo quizás, o sabiéndolo
acaso desde la primera Eva!). Esplendor animal que se dirige, llamando, a
los oídos de la carne; pero que llama con la voz espiritual de la hermosura.
¡Sí, allí está el equívoco y la trampa invisible! Yo caí mil veces, antes
de saberlo; y después otras mil, pero entonces con la conciencia turbia del
que se presta voluntariamente a un juego vergonzoso. He tomado esas formas
de mujer: las he transfigurado, incensado y cantado; para humillarlas, destruirlas
y abandonarlas más tarde, según la violencia de mi sed o el desengaño de
mi sed.
Saboreando la amargura de aquellos reproches íntimos, Adán Buenosayres pugna,
en su congoja, por que no salgan del terreno abstracto en que todavía resuenan,
temeroso de las imágenes que ya despiertan en su memoria, que se adelantan
ya como vívidos testimonios, que algo dicen o gesticulan, imprecisas aún.
Pero las imágenes vencen al fin y se abalanzan: le gritan sus nombres de
mujer, se desnudan con impudor animal, exhiben fríamente sus costumbres de
amor, lanzan el aullido mecánico de sus éxtasis, repiten como loros las palabras
tremendas que un día les dictó su locura. Y Adán Buenosayres, acorralado,
trata de combatirlas, acallarlas y devolverlas a la sombra de que salieron.
Pero nuevas figuras avanzan ahora; y al reconocerlas Adán siente un escalofrío
de terror. Porque no son las criaturas vehementes que se quemaron un día
en sus propios fuegos, sino las despojadas y ofendidas, las que padecieron
violencía y cosecharon dolor. ¡Y están mostrándole ya sus caras dulcemente
llorosas, o sus gestos de furia, o sus bocas abiertas en son de ruego, apóstrofe
o amenaza! Pero, entre todas, una figura se yergue de pronto, Euménide terrible.
—¡No, ella no! —suplica, balbucea Adán, cubierto de un sudor helado.
Porque la Euménide le clava ya sus ojos resecos y le tiende una mano roja de sangre.
—¡Ella no! —repite Adán, y gira sobre sí mismo, como sacudiéndose aquella imagen vengativa.
Entonces le parece que toda la calle se levanta contra él y grita con cada
una de sus puertas, ventanas y claraboyas: "¡Adán Buenosayres! ¡Es Adán Buenosayres!"
Y Adán huye ahora, cruza la calle Gurruchaga, perseguido de cerca por la
Euménide que aúlla detrás palabras ininteligibles. Ruth, la declamadora,
cacarea desde su cigarrería: "¡Melpómene, la Musa de la tragedia, viene!"
Y Polifemo, desde su rincón, tiende una mano hacia el Cristo de las alturas
y recita, como un diablo irónico: "¡Dioooos se lo pagaraaaaá"
Parroquia "San Bernardo" (Gurruchaga 171, circa Julio 2003).
La iglesia de San Bernardo yergue su torre única en la noche:
cerrada está la verja, desierto el atrio y sin más vida que la de sus palmeras
desmelenadas al viento. Adán Buenosayres se ha detenido allí, con el resuello
agitado y el corazón batiente. Prendido a la reja, mira en torno suyo y escucha:
nadie y nada: se han callado las voces y desvanecido las imágenes. Entonces
la espesa nube de sus terrores, angustias y remordimientos estalla en un
sollozo que lo sacude y ahoga, como la náusea de la curtiembre. Luego, sin
abandonar la reja, levanta sus ojos hasta el Cristo de la Mano Rota; y permanece
así, mirándolo y llorando suavemente:
—Señor, confieso en ti al Verbo que, sólo con nombrarlos, creó los cielos
y la tierra. Desde mi niñez te he reconocido y admirado en la maravilla de
tus obras. Pero sólo me fue dado rastrearte por las huellas peligrosas de
la hermosura; y extravié los caminos y en ellos me demoré; hasta olvidar
que sólo eran caminos, y yo sólo un viajero, y tú el fin de mi viaje.
Adán se interrumpe aquí súbitamente desalentado: le parece advertir que sus
palabras interiores, lejos de ganar altura, se abaten como pájaros de arcilla
no bien intentan remontar el vuelo. Y, entretanto, espadas angélicas y tridentes
demoníacos han suspendido su contienda; porque llegó la hora en que Adán
Buenosayres debe combatir solo.
—Señor —insiste ahora en su alma—, también confieso en ti al Verbo que, por
amor del hombre, tomó la forma del hombre, asumió su infinita deuda y la
redimió en el Calvario. Nunca me fue difícil entender el prodigio de tu encarnación
humana y los misterios de tu vida y tu muerte. Pero en tristes caminos malogré
y ofendí la inteligencia que me diste como regalo.
Cristo de la Mano Rota (Gurruchaga 171, circa Julio 2003).
Con los ojos puestos en el Cristo de la Mano Rota, guarda silencio
Adán, esperando un signo inteligible, un solo eco de sus voces, la sombra
de una comunicación. Pero no advierte señal alguna, como no sea el frío estelar
que parece llover desde lo alto sobre su agonía. Entonces comienza en él
un relajamiento más doloroso que la tensión. Adán ignora que mil ojos invisibles
están llorando por él en las alturas, y que los de la espada, en torno suyo,
han comenzado a mirarse y a sonreírse, como si desde la eternidad poseyeran
un secreto inviolable. Y Adán intenta el último llamado:
—Señor, ¡no puedo más conmigo! Estoy cansado hasta la muerte. Yo...
Las campanas del cielo han comenzado a redoblar, y redoblan a fiesta.
Voces triunfales estallan en los nueve coros de arriba; porque vale más
el alma de un hombre que toda la creación visible, y porque un alma está
peleando bien junto a la reja de San Bernardo. Pero Adán Buenosayres no las
oye, y es bueno que no las oiga todavía: con sus ojos puestos en el Cristo
de la Mano Rota, vuelve a esperar el anuncio de Alguien que tal vez lo haya
escuchado. Y otra vez le contestan el silencio que mana del cosmos, el silbo
de las palmeras aventadas y el canturreo de la lluvia. Su voluntad se quiebra
entonces: desciende su mirada, gira él sobre sus talones y permanece allí
como anonadado, frente al círculo de luz que un farol proyecta en los adoquines
de la calle. Un perrito negro anda por allí, sentándose acá y allá sobre
sus patas traseras, gimiendo y olfateando lugares, en el tormento de una
deposición trabajosa; y Adán Buenosayres, muerto para sí mismo, sigue ahora
con ojos todavía mojados las alternativas de aquel pequeño drama.
El cuzco negro se ha perdido en la noche. Adán cruza la calle Warnes y se
interna en la de Mont-Egmont: a la crisis de su alma sucede ahora un gran
silencio interior que nace del mutismo en que han entrado su memoria, su
entendimiento y su voluntad. Pero, ¿qué figura es aquella que duerme tendida
en el umbral de su casa?
—Un linyera —se responde Adán— Un pobre linyera que ha dado con sus huesos en Buenos Aires y se tumba donde lo agarra la noche.
Llaves en mano, Adán considera ese montón de trapos y envoltorios que se
arrebuja en el umbral. Pero aquel hombre o no dormía o ha despertado, porque
ahora se pone de pie y aguarda mansamente, como si el de aguardar fuera su
gesto ineluctable. A la luz del farol esquinero, Adán contempla un rostro
de barbas cobrizas y dos ojos entre consternados y alegres.
—¿Qué hace aquí? —le interroga.
—Espero.
—¿A quién?
El hombre de la noche ha sonreído.
—¡Qué sé yo! A todos.
Abriendo la puerta de calle, Adán piensa en el colchón que le sobra, en el
escándalo que le armará doña Francisca no bien lo sepa y en el júbilo rencoroso
de Irma.
—Entre —le dice al linyera, que ya recoge sus trastos.
Sin decir palabra, el hombre de la noche ha obedecido; y Adán lo ayuda en
la tarea de cargar los atados roñosos que forman su equipaje. Luego, en plena
oscuridad, sube hasta la puerta cancel y hace girar el llavín de la luz.
Pero, al volverse, descubre que su hombre ha desaparecido. Baja corriendo
la escalera, sale a la calle y escudriña en todos los rumbos: nada.
—Un pobre linyera —se repite Adán Buenosayres— Claro, ha preferido su libre intemperie.
Cierra la puerta de calle, sube a su cuarto, y no enciende la luz, temeroso
de que sus objetos íntimos le salten a la vista y lo despojen del vacío absoluto
en que ahora descansa. Se desviste en la sombra y extiende su cuerpo dolorido
en el camaranchón que rechina: el sueño desciende a él como una gran recompensa.
Adán sueña que avanza con una legión de guerreros anacrónicamente armados,
entre los cuales, y a golpes de rebenque, anda, se tambalea, cae de rodillas
y vuelve a incorporarse un hombre que lleva una cruz. Y, ¡cosa extraña!,
en aquel hombre azotado reconoce al linyera
del umbral; pero en sus barbas cobrizas hay sangre ahora, y sucios lagrimones
gotean de sus ojos entre consternados y alegres. Lo más curioso de aquel
sueño es que la víctima y los verdugos están cruzando una ribera semejante
a la de Olivos o el Tigre, bajo un sol torrencial que se exalta en el brillo
metálico de las abejas y en el subido color de las mariposas. Una multitud
festiva discurre por allí, sin inmutarse al paso del cortejo (¿es que no
lo ven?), indiferentes al chasquido de la fusta (¿es que no lo oyen?). Machos
y hembras bailan aquí, al son de un fonógrafo portátil que se desgañita en
el suelo; allá, hombres y mujeres panzudos vigilan sus asados, abren latas
de conservas y arrojan papeles grasientos; los chiquilines, aullando como
fieras, cazan mariposas a golpes de toalla o apalean flaquísimos caballos
de alquiler; parejas furtivas, tras un ojeo circular, se pierden con astucia
en los cañaverales; viejos borrachos se insultan con lengua estropajosa,
cambian golpes lentos y se desploman al fin vomitando a chorros; más allá,
caras brutales, en círculo, se asoman a un reñidero donde gallos rojos de
sangre batallan a espolonazos. Y Adán vuelve sus ojos al hombre de la cruz,
y su ánimo se conturba en sueños ante la ceguera de aquel gentío: quiere
gritarles, pero ningún sonido brota de su garganta. Observa entonces a los
guerreros que marchan a su lado, y el terror lo invade, porque todas y cada
una de aquellas fisonomías parecen símbolos: esta cara de tinte amarillento,
con bolsas azules debajo de los ojos, es el mismo semblante de la Lujuria;
en esa otra de nariz encorvada, filoso mentón y ojitos de clavo se nombra
la Avaricia; allí están la Pereza de ojos lagañosos, la Cólera de apretadas
mandíbulas, la Gula de doble papada y la Envidia royéndose los pulgares.
Llorando de pavor, Adán tantea sus propias facciones, y en ellas descubre
los mismos rasgos odiosos, mientras el cortejo se abre camino en la multitud
ciega y el hombre azotado cae y se levanta.
Una gran quietud reina en el cuarto. El silencio sería total ahora sin
el susurro de la lluvia y el rechinar del camaranchón bajo Adán Buenosayres
que se agita en sueños. Presencias torvas retroceden: huyen vencidas y como
a regañadientes hacia los cuatro ángulos del recinto. De pie junto a la cabecera,
Alguien ha bajado sus armas; y apoyado en ellas vigila eternamente.
Publicado en www.lakermese.net |
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